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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (34 page)

Si hubiéramos sido más perspicaces, en el momento de la mentira de Larsan y, por ende, más peligrosos..., seguramente él, para desviar las sospechas, hubiera sacado a relucir la historia que habíamos imaginado para él, la historia del descubrimiento del bastón de algún modo relacionado con Darzac; pero los acontecimientos se precipitaron de tal forma que no pensamos más en el bastón. De todos modos, sin sospecharlo, inquietamos mucho a Larsan-Ballmeyer.

–Pero -lo interrumpí-, si no tenía nada planeado en contra de Darzac al comprar el bastón, ¿por qué lo hizo disfrazado de Darzac, con el sobretodo color gris, con el sombrero hongo, etcétera?

–Porque llegaba del lugar del crimen y, apenas lo cometió, había retomado el disfraz de Darzac que siempre lo acompañaba en su quehacer criminal, con la finalidad que usted conoce.

Pero ya, como bien lo piensa usted, su mano herida lo inquietaba y tuvo, al pasar por la avenida de la ópera, la idea de comprar un bastón, que cumplió de inmediato... Eran las ocho. Un hombre con el aspecto de Darzac, que compra un bastón que encuentro en manos de Larsan... Y yo, yo que había adivinado que el drama ya había tenido lugar a esa hora, que acababa de tener lugar, que estaba casi convencido de la inocencia de Darzac, no sospecho de Larsan... Hay momentos...

–Hay momentos -dije yo- en que las inteligencias más profundas...

Rouletabille me cerró la boca... Y yo lo seguí interrogando, pero me di cuenta de que ya no me escuchaba... Rouletabille dormía. Me costó muchísimo despertarlo cuando llegamos a París.

29. EL MISTERIO DE LA SEÑORITA STANGERSON

En los días siguientes, tuve ocasión de preguntarle de nuevo qué había ido a hacer a América. No me respondió con más precisiones que como lo había hecho en el tren de Versalles y desvió la conversación sobre otros puntos del caso.

Un día, terminó por decirme:

–Pero ¡comprenda que tenía necesidad de conocer la verdadera personalidad de Larsan!

–Sin duda -dije yo-, pero ¿por qué fue a buscarla a América? Fumó su pipa y me dio la espalda. Evidentemente, tenía que ver con el misterio de la señorita Stangerson. Rouletabille había pensado que ese misterio, que vinculaba de una forma tan terrible a Larsan y a la señorita Stangerson, un misterio al que no le encontraba ninguna explicación en la vida de la señorita Stangerson en Francia, debía tener su origen en la vida de la señorita Stangerson en América. Y se había embarcado. Allí, se enteraría de quién era ese Larsan y conseguiría las pruebas necesarias para cerrarle la boca... ¡Y se marchó a Filadelfia!

Y ahora, ¿cuál era ese misterio que había determinado el silencio de la señorita Stangerson y del señor Robert Darzac? Al cabo de tantos años, después de ciertas publicaciones de la prensa sensacionalista, ahora que el señor Stangerson lo sabe todo y lo ha perdonado, es posible contarlo. Por otra parte, la historia es muy corta y pondrá las cosas en claro, pues no han faltado personas malintencionadas que acusaron a la señorita Stangerson, quien, en todo este siniestro caso, fue siempre, desde el principio, la víctima.

El principio se remontaba a una época lejana en que, siendo muy jovencita, vivía con su padre en Filadelfia. Allá conoció, en una velada en casa de un amigo de su padre, a un compatriota, un francés que la supo seducir por sus modales, su inteligencia, su dulzura y su amor. Decían que era rico. Pidió la mano de la señorita Stangerson al célebre profesor. Este hizo averiguaciones sobre el señor Jean Roussel y, desde el primer momento, advirtió que se trataba de un estafador. Pues bien, el señor Jean Roussel, lo ha adivinado usted, no era otro que una de las numerosas transformaciones del famoso Ballmeyer, perseguido en Francia y refugiado en América. Pero el señor Stangerson no sabía nada de eso y su hija tampoco. Ella sólo se enteraría en las siguientes circunstancias: el señor Stangerson no sólo había negado la mano de su hija al señor Roussel, sino que le había prohibido la entrada a su casa. La joven Mathilde, cuyo corazón se abría al amor y no veía en el mundo nada más hermoso ni mejor que su Jean, se indignó. No ocultó para nada su descontento a su padre, quien la envió para que se serenara a la frontera de Ohio, a la casa de una vieja tía que vivía en Cincinnati. Jean se reunió con Mathilde allí y, a pesar de la gran veneración que sentía por su padre, la señorita Stangerson resolvió burlar la vigilancia de la vieja tía y huir con Jean Roussel, decididos como estaban a aprovechar las facilidades que brindaban las leyes estadounidenses para casarse lo antes posible. Así se hizo. Entonces huyeron, no muy lejos: hasta Louisville. Allí, una mañana, golpearon a su puerta. Era la policía, que llegaba para detener al señor Jean Roussel, cosa que hizo, a pesar las protestas y los gritos de la hija del profesor Stangerson. Al mismo tiempo, la policía informó a Mathilde que su marido no era otro que el tristemente célebre Ballmeyer...

Desesperada, tras un vano intento de suicido, Mathilde volvió a casa de su tía, en Cincinnati. Esta estuvo a punto de morir de alegría al volver a verla. No había dejado, desde hacía ocho días, de buscar a Mathilde por todas partes y todavía no se había atrevido a avisarle al padre. Mathilde le hizo jurar a su tía que el señor Stangerson nunca se enteraría de nada. Así también lo quiso la tía, quien se sentía culpable de haber obrado con ligereza en tan graves circunstancias. Poco más tarde, la señorita Mathilde Stangerson volvía junto a su padre, arrepentida, con el corazón muerto para el amor, deseando tan sólo jamás volver a oír hablar de su marido, el terrible Ballmeyer, y lograr perdonarse su falta y rehabilitarse ante su propia conciencia a través de una vida de trabajo incesante y de devoción a su padre.

Ella cumplió su palabra. Sin embargo, precisamente cuando, tras haberle confesado todo lo ocurrido al señor Robert Darzac, pues creía muerto a Ballmeyer (ya que había corrido el rumor de su muerte), se concedió la suprema alegría, tras haber expiado tanto tiempo su culpa, de unirse a un enamorado fiel, el destino había resucitado a Jean Roussel, el Ballmeyer de su juventud. Este le había hecho saber que no permitiría nunca su matrimonio con Robert Darzac y que la seguía amando, cosa que, ¡caramba!, era verdad.

La señorita Stangerson no dudó en confiarse a Robert Darzac; le mostró esa carta en la que Jean Roussel-Frédéric Larsan-Ballmeyer le recordaba las primeras horas de su unión en esa pequeña y encantadora rectoría que habían alquilado en Louisville: "... La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor". El miserable se decía rico y formulaba la pretensión de llevarla allá. La señorita Stangerson le había dicho al señor Darzac que se mataría si su padre llegaba a sospechar semejante deshonra. El señor Darzac se había jurado hacer callar a ese estadounidense, ya fuera por el terror o por la fuerza, aunque tuviera que cometer un crimen. Pero el señor Darzac no era lo suficientemente fuerte y habría sucumbido sin ese buen muchacho que era Rouletabille.

En cuanto a la señorita Stangerson, ¿qué quieren que hiciera frente al monstruo? La primera vez, cuando, después de las amenazas que la habían puesto sobre aviso, se presentó ante ella en el "cuarto amarillo", trató de matarlo. Para su desgracia, no lo logró. Desde ese momento, fue la víctima segura de este ser invisible que podía chantajearla hasta la muerte, que vivía en su casa, junto a ella, sin que lo supiera, que exigía citas en nombre de su amor. La primera vez, le había negado esa cita, reclamada en la carta de la oficina 40; el resultado había sido el drama del "cuarto amarillo". La segunda vez, advertida por una nueva carta de él, enviada por correo y que le había llegado normalmente a su cuarto de convaleciente, había evitado la cita encerrándose en su gabinete con sus enfermeras. En esas cartas, el miserable le había prevenido que, como ella no podía molestarse, considerando su estado, él iría a su casa y estaría en su cuarto tal noche a tal hora..., que ella debía tomar las medidas necesarias para evitar el escándalo... Mathilde Stangerson, sabiendo que debía temerlo todo de la audacia de Ballmeyer, le dejo su habitación... Fue el episodio de la "galeria inexplicable". La tercera vez, ella había preparado la cita. Porque antes de dejar el cuarto vacío de la señorita Stangerson, la noche de la "galeria inexplicable", Larsan le había escrito, como debemos recordar, una última carta, en su mismo cuarto, y la había dejado sobre el escritorio de su víctima. Esta carta exigía una cita efectiva, cuya fecha y hora fijaba a continuación, prometiéndole traer los papeles de su padre y amenazando con quemarlos si volvía a esquivarlo. Ella no dudaba de que el miserable estuviera en posesión de esos preciosos papeles; con eso no hacía sino renovar un célebre robo, pues ella daría complicidad, había robado los famosos documentos de Filadelfia de los cajones de su padre... Y ella lo conocía lo suficiente para imaginar que, si no se doblegaba a su voluntad, tantos trabajos, tantos esfuerzos y tantas esperanzas científicas se transformarían en cenizas... Resolvió ver una vez más, cara a cara, a ese hombre que había sido su esposo..., e intentar conmoverlo... Adivinamos lo que pasó... Las súplicas de Mathilde, la brutalidad de Larsan... Él exige que renuncie a Darzac... Ella proclama su amor... Y él la hiere..., con la idea preconcebida de hacer subir al otro al cadalso, pues es hábil y la máscara de Larsan que se pondrá en el rostro lo salvará..., piensa... Mientras que el otro..., el otro tampoco podrá explicar esta vez en qué empleó su tiempo... Por ese lado, Ballmeyer tomó sus precauciones..., y el procedimiento ha sido de los más simples, tal como lo adivinó el joven Rouletabille...

Larsan chantajeó a Darzac como chantajeó a Mathilde..., con las mismas armas, con el mismo misterio. En esas cartas, apremiantes como órdenes, se declara dispuesto a negociar, a entregar toda la correspondencia amorosa de otros tiempos y, sobre todo, a desaparecer... Si quiere conocer el precio para ello, Darzac debe ir a la cita que él fije, bajo la amenaza de divulgarlo todo al día siguiente, así como Mathilde debe someterse a las citas que él le imponga... Y en el mismo momento en que Ballmeyer se transforma en el asesino de Mathilde, Robert llega a Épinay, donde un cómplice de Larsan, un ser extraño, una criatura de otro mundo, que encontraremos un día, lo retiene a la fuerza y le hace perder el tiempo, esperando que esta coincidencia, de la que el futuro inculpado no podrá decidirse a explicar la causa, le haga perder la cabeza...

¡Sólo que Ballmeyer no había contado con nuestro Joseph Rouletabille!

*     *     *

Ahora que ya está explicado el misterio del "cuarto amarillo", seguimos paso a paso a Rouletabille en Norteamérica. Conocemos al joven reportero, sabemos de qué medios poderosos de información, ubicados en las dos protuberancias de su frente, disponía para rastrear toda la aventura de la señorita Stangerson y de Jean Roussel. En Filadelfia, se informó de inmediato de todo lo relativo a Arthur William Rance; se enteró de su acto de abnegación, pero también de a qué precio había pretendido hacérselo pagar. El rumor de su matrimonio con la señorita Stangerson había corrido en otros tiempos por los salones de Filadelfia... La escasa discreción del joven sabio, la persecución incansable a la señorita Stangerson, hasta en Europa, la vida desordenada que llevaba con el pretexto de ahogar sus penas, nada hacía que Arthur Rance le cayera simpático a Rouletabille y así se explica la frialdad con la que lo recibió en la sala de testigos. Por otra parte, siempre había considerado que el caso Rance no tenía nada que ver con el caso Larsan-Stangerson. Y había descubierto el formidable romance de Roussel y la señorita Stangerson. ¿Quién era ese Jean Roussel? Fue de Filadelfia a Cincinnati, rehaciendo el viaje de Mathilde. En Cincinnati, encontró a la vieja tía y supo hacerla hablar: la historia del arresto de Ballmeyer fue un resplandor que iluminó todo. Pudo visitar, en Louisville, "la rectoría" -una morada modesta y linda de viejo estilo colonial- que, en efecto, "nada había pedido de su encanto". Luego, abandonando la pista de la señorita Stangerson, siguió la pista Ballmeyer, de cárcel en cárcel, de presidio en presidio, de crimen en crimen; por fin, cuando volvió a tomar el barco hacia Europa en los muelles de Nueva York, Rouletabille sabía que, en esos mismos muelles, Ballmeyer se había embarcado cinco años antes, llevando en el bolsillo los papeles de un tal Larsan, honorable comerciante de Nueva Orleans, a quien acababa de asesinar...

Y ahora, ¿conocen todo el misterio de la señorita Stangerson? No, todavía no. La señorita Stangerson había tenido, de su marido Jean Roussel, un hijo, un varón
[87]
. Ese niño había nacido en casa de la vieja tía, que se las había arreglado para que nadie jamás supiera nada en América. ¿Qué había sido del niño? Esta es otra historia que un día les contaré.

*     *     *

Unos dos meses después de estos acontecimientos, encontré a Rouletabille sentado melancólicamente en un banco del palacio de justicia.–Y bien -le dije-, ¿en qué piensa, mi querido amigo? Se lo ve muy triste. ¿Cómo andan sus amigos?

–Además de usted -me dijo-, ¿tengo verdaderos amigos?

–Pero espero que el señor Darzac...

–Sin duda...

–Y que la señorita Stangerson... ¿Cómo está la señorita Stangerson?

–Mucho mejor..., mejor..., mucho mejor...

–Entonces no tiene por qué estar triste...

–Estoy triste -dijo- porque pienso en el perfume de la dama vestida de negro...

¡El perfume de la dama vestida de negro! ¡Siempre lo oigo hablar de él! ¿Alguna vez me explicará por qué lo persigue con tanta insistencia?

–Tal vez, un día... Un día, quizás... -dijo Rouletabille. Y dio un profundo suspiro.

FIN

[87]
En El perfume de la dama vestida de negro, nos enteramos de que ese hijo es nada menos que Rouletabille.

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