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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (15 page)

El silencio que siguió a esta explicación dramática e iluminadora tenía algo de espantoso. Todos sufríamos por el ilustre profesor, obligado por la despiadada lógica de Larsan a confesarnos la verdad de su tortura o a callar, confesión aún más terrible. Lo vimos levantarse y extender la mano con un gesto tan solemne, que todos bajamos la cabeza como ante la vista de una cosa sagrada. Entonces pronunció estas palabras, con una voz estridente que pareció agotar todas sus fuerzas:

–Juro, por la vida de mi hija agonizante, que no me alejé de esa puerta desde el momento en que oí la llamada desesperada de mi pequeña, que esa puerta no se abrió mientras estuve solo en el laboratorio y, por último, que cuando entramos en el "cuarto amarillo" mis tres criados y yo, el asesino ya no estaba allí! ¡Juro que no conozco al asesino!

¿Hace falta que diga que, a pesar de la solemnidad de semejante juramento, poco creímos en la palabra del señor Stangerson? Frédéric Larsan acababa de hacernos entrever la verdad: no era cuestión de perderla tan pronto.

Cuando el señor de Marquet nos anunciaba que la conversación había terminado y que debíamos abandonar el laboratorio, el joven reportero, ese chiquilín de Rouletabille, se acercó al señor Stangerson, le tomó la mano con el más profundo respeto y lo oí decir:

–¡Yo le creo, señor!

Aquí interrumpo la cita que creí conveniente hacer de la narración del señor Maleine, secretario del tribunal de Corbeil. No necesito decirle al lector que todo lo que acababa de pasar en el laboratorio me fue fiel y rápidamente informado por el mismo Rouletabille.

[59]
El vodevil es un tipo de comedia frívola y picante, cuyo argumento se basa en la intriga y los equívocos, que puede incluir números musicales y de variedades.

[60]
Recuerdo al lector que no hago más que transcribir la prosa del secretario y que no he querido quitarle nada de su elevación ni majestad (Nota del Narrador).

[61]
El Timón es un coche de alquiler destinado al servicio público, que tiene un punto fijo de parada en una plaza o una calle, matriculado y con número.

12. EL BASTÓN DE FRÉDÉRIC LARSAN

No me decidí a abandonar el castillo sino a las seis de la tarde, llevando el artículo que mi amigo había escrito rápidamente en el saloncito que Robert Darzac había mandado poner a nuestra disposición. El reportero se quedaría a dormir en el castillo, haciendo uso de esa inexplicable hospitalidad que le había ofrecido Robert Darzac, a quien el señor Stangerson, en aquellos tristes momentos, había delegado todos los problemas domésticos. No obstante, quiso acompañarme a la estación de Épinay. Mientras atravesábamos el parque, me dijo:–Frédéric Larsan es muy astuto y tiene bien merecida su reputación. ¿Sabe cómo logró encontrar los zapatos del tío Jacques? Cerca del lugar donde advertimos las huellas de los pasos elegantes y la desaparición de las huellas de los zapatones, un hueco rectangular en la tierra húmeda indicaba que, hasta hacia poco, allí había habido una piedra. Larsan la buscó, sin encontrarla, y se imaginó enseguida que le había servido al asesino para enviar al fondo del estanque los zapatos de los que quería deshacerse. La deducción de Fred era excelente y lo probó el éxito de sus pesquisas. Eso se me escapó; pero es justo decir que mi mente ya estaba en otra parte, porque, por la gran cantidad de pistas falsas que dejó el asesino de su paso y por la medida de las pisadas negras, equivalentes a la medida de los pasos del tío Jacques -que comparé en el parqué del "cuarto amarillo", sin que él se diera cuenta-, tenía ante mis ojos la prueba de que el asesino había querido desviar la sospecha hacia el viejo criado. Esto fue lo que me permitió decirle al tío Jacques, como recordará, que, ya que habían encontrado una boina en ese cuarto fatal, tenía que parecerse a la suya, y luego describirle un pañuelo en todo parecido al que le había visto usar. Larsan y yo estamos de acuerdo hasta ahí, pero sólo hasta ahí, y lo que sigue va a ser terrible, ¡porque avanza de buena fe hacia un error que voy a tener que combatir sin ningún elemento!

Me sorprendió el tono profundamente grave con el que mi joven amigo pronunció estas últimas palabras.

–¡Sí, TERRIBLE, TERRIBLE!... -repitió. ¡Porque realmente combatir con una idea es combatir con nada!

En ese momento, pasábamos por detrás del castillo. Había caído la noche. La ventana del primer piso estaba entreabierta. Un tenue resplandor salía de ella, al igual que unos ruidos que llamaron nuestra atención. Avanzamos hasta llegar al ángulo de una puerta que había o de la ventana. Rouletabille me dio a entender, con una palabra pronunciada en voz baja, que esta ventana daba a la habitación de la señorita Stangerson. Los ruidos que nos habían detenido cesaron, y después recomenzaron un instante. Eran gemidos ahogados... Sólo pudimos oír tres palabras que nos llegaban claramente: "¡Mi pobre Robert!". Rouletabille puso su mano sobre mi hombro y me dijo al oído:

–Si pudiéramos saber qué se dice en esa habitación, mi investigación terminaría enseguida...

Miró a su alrededor; nos envolvía la oscuridad de la noche; casi no veíamos más allá de la estrecha franja de pasto bordeada de árboles que se extendía detrás del castillo. Los gemidos habían cesado de nuevo.

–Ya que no podemos oír -siguió diciendo Rouletabille-, por lo menos vamos a intentar ver...

Y, haciéndome señas de que amortiguara el ruido de mis pasos, me llevó más allá del césped, hasta el tronco pálido de un fuerte abedul cuya línea blanca se percibía entre las tinieblas. El abedul se alzaba justo enfrente de la ventana que nos interesaba y sus ramas más bajas estaban más o menos a la altura del primer piso del castillo. Desde lo alto de estas ramas, seguramente se podía ver lo que estaba pasando en la habitación de la señorita Stangerson; y esto era lo que pensaba Rouletabille, porque, después de ordenarme que me quedara callado, abrazó el tronco con sus jóvenes y vigorosos brazos, y trepó. Pronto desapareció entre las ramas y luego se produjo un gran silencio.

Allá arriba, frente a mí, la ventana entreabierta seguía iluminada.

No vi pasar ninguna sombra ante la luz. El árbol, encima de mí, permanecía en silencio; yo esperaba. De pronto, mi oído percibió estas palabras procedentes del árbol:

–¡Después de usted!

–¡Después de usted, faltaba más!

Arriba, encima de mi cabeza, estaban dialogando..., se hacían cumplidos, y cuál no sería mi sorpresa cuando vi aparecer, en el tronco liso del árbol, ¡dos formas humanas que pronto tocaron el suelo! ¡Rouletabille había subido allí solo y ahora bajaban dos!

–¡Buenas tardes, señor Sainclair!

Era Frédéric Larsan... El policía ya estaba en el puesto de observación que mi joven amigo creyó ocupar solitario... Por otra parte, ninguno de los dos se ocupó de disipar mi desconcierto. Creí comprender que habían asistido, en lo alto de su observatorio, a una escena llena de ternura y de desesperación entre la señorita Stangerson, tendida en su cama, y el señor Darzac, arrodillado junto a su cabecera. Y cada uno parecía sacar, con mucha prudencia, conclusiones diferentes. Resultaba fácil adivinar que esta escena había producido un gran efecto en la mente de Rouletabille a favor de Robert Darzac, mientras que, en la de Larsan, sólo testimoniaba la perfecta hipocresía, digna de un artista, del novio de la señorita Stangerson...

Cuando llegábamos a la reja del parque, Larsan nos detuvo:

–¡Mi bastón! – exclamó.

–¿Olvidó su bastón? – preguntó Rouletabille.

–Sí -respondió el policía. Lo dejé allá, cerca del árbol.

Y se alejó, diciendo que enseguida se reuniría con nosotros...

–¿Se fijó en el bastón de Frédéric Larsan? – me preguntó el reportero cuando estuvimos solos. Es un bastón nuevo..., nunca se lo había visto... Parece estar muy apegado a él... Nunca lo suelta... Se diría que tiene miedo de que caiga en manos extrañas... Hasta hoy, nunca había visto a Frédéric Larsan con bastón... ¿De dónde sacó ese bastón? No es normal que un hombre que nunca usa bastón sea incapaz de dar un paso sin él, al día siguiente del crimen del Glandier... El día de nuestra llegada al castillo, cuando nos vio, volvió a poner su reloj en el bolsillo y recogió su bastón del piso, gesto al que quizás hice mal en no atribuirle ninguna importancia.

Ya estábamos fuera del parque; Rouletabille no decía nada... Sin duda, su mente seguía ocupada en el bastón de Frédéric Larsan. Tuve la prueba de ello cuando, al bajar por la cuesta de Épinay, me dijo:

–Frédéric Larsan llegó al Glandier antes que yo; comenzó su pesquisa antes que yo; tuvo tiempo para enterarse de cosas que yo no sé y pudo encontrar cosas que ignoro... ¿Dónde habrá encontrado ese bastón?...

Y añadió:

–Es probable que su sospecha (más que su sospecha, su razonamiento) que apunta directamente a Robert Darzac, se sirva de algo palpable, que él puede palpar y yo no... ¿Será ese bastón?... ¿Dónde diablos habrá encontrado ese bastón?...

En Épinay hubo que esperar el tren veinte minutos; entramos a un bar. Casi enseguida, la puerta se volvió a abrir detrás de nosotros y apareció Frédéric Larsan, blandiendo el famoso bastón...

–¡Lo encontré! – nos dijo sonriendo.

Los tres nos sentamos a una mesa. Rouletabille no apartaba la vista del bastón; estaba tan absorto que no percibió una seña de complicidad que Larsan dirigió a un empleado del ferrocarril, un jovencito cuyo mentón estaba adornado por una barbita rubia mal peinada. El empleado se levantó, saludó y salió. Tampoco yo le habría dado la menor importancia a esta señal si, unos días después, no me hubiera vuelto a la memoria, cuando volvió a aparecer la barbita rubia en uno de los momentos más trágicos de este relato. Entonces supe que esa barbita rubia era de un agente de Larsan, a quien él mismo le había encomendado vigilar las idas y venidas de los viajeros en la estación de Épinay-sur-Orge, puesto que Larsan no descuidaba nada que creyera que pudiere serle útil.

Dirigí mis ojos hacia Rouletabille.

–¡Ah! A propósito, señor Larsan -decía-, ¿desde cuándo tiene usted bastón?... Yo siempre lo he visto andar con las manos en los bolsillos...

–Es un regalo que me hicieron... -respondió el policía.

–No hace mucho -insistió Rouletabille.

–No, me lo regalaron en Londres...

–Es cierto, usted viene de Londres... Señor Fred, ¿lo puedo ver, su bastón?...

–Pero ¡cómo no!...

Fred le pasó el bastón a Rouletabille. Era un bastón de bambú, amarillo y curvo, adornado con un aro dorado. Rouletabille lo examinó minuciosamente.

–Pues parece que, en Londres, le regalaron un bastón francés -dijo. – Puede ser -dijo Fred, imperturbable.

–Lea la marca aquí, en letras pequeñas: "Cassette, 6 bis, Opéra... ".

–Nosotros mandamos lavar la ropa a Londres -dijo Fred. Los ingleses bien pueden comprar sus bastones en París...

Rouletabille le devolvió el bastón. Cuando se despidió de mí, en mi compartimiento, me dijo:

–¿Recuerda la dirección?

–Sí, "Cassette, 6 bis, Opéra..." Cuente conmigo, mañana por la mañana recibirá noticias mías.

En efecto, esa misma tarde, en París, fui a ver al señor Cassette, vendedor de bastones y paraguas, y le escribí a mi amigo:

Un hombre que responde de manera sorprendente a la descripción de Robert Darzac, con idéntica altura, ligeramente encorvado, la barba igualmente recortada, un abrigo color gris y sombrero hongo
[62]
, fue a comprar un bastón similar al que nos interesa la noche del crimen, a eso de las ocho. El señor Cassette no ha vendido uno así desde hace dos años. El bastón de Fred es nuevo. Por lo tanto, se trata del mismo que tiene en sus manos. No lo ha comprado él, porque estaba en Londres. Como usted, creo que lo encontró en algún lugar próximo a Robert Darzac... pero entonces, si, como usted pretende, el asesino estaba en el "cuarto amarillo" desde las cinco, o incluso desde la seis, dado que el drama no ocurrió hasta la medianoche, la compra de este bastón le proporciona a Robert Darzac una coartada irrefutable.

[62]
Un sombrero de hongo tiene el ala estrecha, y la copa baja y semiesférica.

13. "LA RECTORÍA NO HA PERDIDO NADA DE SU ENCANTO NI EL JARDÍN DE SU ESPLENDOR"

Ocho días después de los acontecimientos que acabo de relatar, exactamente el 2 de noviembre, recibía, en mi domicilio de París, un telegrama que decía lo siguiente:

"Venga al Glandier en el primer tren. Traiga revólveres. Saludos. ROULETABILLE."

Creo haberles dicho ya que, en aquella época, yo, joven pasante de abogado y casi desprovisto de causas, frecuentaba el Palacio de justicia más para familiarizarme con mis deberes profesionales que para defender a viudas y huerfanitos. No era extraño, entonces, que Rouletabille dispusiera así de mi tiempo; y, además, él sabía cuánto me interesaban sus aventuras periodísticas, en general, y el caso del Glandier, en particular. Desde hacía ocho días no había tenido noticias de este último más que por los innumerables chismorreos de los periódicos y por algunas notas muy breves de Rouletabille en L´Époque. Estas notas divulgaron el golpe con el hueso de cordero e informaron que el análisis había comprobado que las marcas en el hueso de cordero eran de sangre humana. Se veían, en él, las huellas frescas de la sangre de la señorita Stangerson y huellas antiguas, provenientes de otros crímenes, que podían remontarse a varios años...Imagínense que el caso era la comidilla de la prensa del mundo entero. Nunca antes un crimen había intrigado a las mentes de ese modo. Sin embargo, me parecía que la instrucción casi no avanzaba; por eso, me habría alegrado mucho la invitación de mi amigo de reunirme con él en el Glandier, si el mensaje no hubiera incluido las palabras: "Traiga revólveres".

Esto me intrigaba mucho. Si Rouletabille me telegrafiaba pidiéndome que llevara revólveres, era porque preveía que tendríamos que utilizarlos. Ahora bien, no me avergüenza confesarlo: no soy un héroe. ¡Pero qué iba a hacer! En ese momento se trataba de un amigo que, seguramente en apuros, me pedía ayuda. No dudé y, después de haber comprobado que el único revólver que tenía estaba cargado, me dirigí a la estación de Orleans. En el camino, pensé que un revólver equivalía a una sola arma y que el mensaje de Rouletabille reclamaba "revólveres", en plural; entré en una armería y compré un arma pequeña, excelente, que me daría gusto regalar a mi amigo.

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