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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (10 page)

P.-¡Nada más!... ¿No tiene idea del modo en que el asesino pudo escaparse de su habitación?

R.-Ni idea... No sé nada más. ¡Uno no sabe lo que pasa a su alrededor cuando está muerto!

P.-¿El hombre era alto o bajo?

R.-Sólo vi una sombra que me pareció imponente.

P.-¿No nos puede dar algún indicio?

R.-Señor, no sé nada más; un hombre se abalanzó sobre mí, le disparé..., y no sé nada más.

Aquí termina el interrogatorio de la señorita Stangerson. Joseph Rouletabille esperó pacientemente a Robert Darzac. Este no tardó en aparecer.

Había escuchado el interrogatorio en una habitación vecina al cuarto de la señorita Stangerson y venía a contárselo a nuestro amigo con gran exactitud, gran memoria y una docilidad que me sorprendieron una vez más. Gracias a las notas apresuradas que tomó en un papel, pudo reproducir casi textualmente las preguntas y las respuestas.

A decir verdad, el señor Darzac parecía el secretario de mi joven amigo y actuaba en todo como alguien que no puede negarle nada; o mejor aún, como alguien que trabajara para él.

El hecho de la ventana cerrada impresionó mucho al reportero, como había impresionado al juez de instrucción. Además, Rouletabille le pidió al señor Darzac que le repitiera cómo había empleado el tiempo la señorita Stangerson el día del drama, tal como la señorita Stangerson y su padre lo habían declarado ante el juez. La circunstancia de la cena en el laboratorio pareció interesarle muchísimo, y se lo hizo repetir dos veces, para estar más seguro de que únicamente el guardabosque sabía que el profesor y su hija cenarían en el laboratorio, y de qué manera se había enterado de eso el guardabosque.

Cuando el señor Darzac se calló, yo dije:

–Este interrogatorio no echa mucha luz sobre el problema.

–Lo oscurece -afirmó el señor Darzac.

–Lo aclara -dijo, pensativo, Rouletabille.

9. REPORTERO Y POLICÍA

Nos dirigimos los tres hacia el pabellón. A un centenar de metros del edificio, el reportero nos detuvo y, señalando un bosquecillo a nuestra derecha, nos dijo:–De allí salió el asesino para entrar al pabellón.

Como había otros del mismo tipo entre los grandes robles, le pregunté por qué el asesino había elegido ese y no cualquier otro; Rouletabille me respondió indicándome el sendero que pasaba cerca de aquel bosquecillo y que conducía a la puerta del pabellón.

–Como pueden ver, ese sendero está cubierto de grava
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-dijo. El hombre tiene que haber pasado por allí para ir al pabellón porque no hay huellas de sus pasos de ida sobre la tierra blanda. Ese hombre no tiene alas. Caminó, pero lo hizo sobre la grava, que fue pisada por su calzado sin retener sus huellas: esa grava, en efecto, fue pisada por muchos otros pies, ya que el sendero es el más directo que hay entre el pabellón y el castillo. En cuanto al bosquecillo formado por esa especie de plantas que nunca mueren durante la estación fría -laureles y boneteros
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- proporcionó al asesino un refugio adecuado para esperar que llegara el momento de dirigirse al pabellón. Oculto en la espesura, el hombre vio salir al señor y a la señorita Stangerson, y después al tío Jacques. La grava se extiende hasta la ventana, o casi, del vestíbulo. Una pisada del hombre, paralela a la pared, que advertimos hace un rato y que yo ya había visto, prueba que, con una sola zancada, él se encontró frente a la ventana del vestíbulo, que el tío Jacques había dejado abierta. Entonces, el hombre apoyó las manos en la ventana y, alzándose sobre ellas, penetró en el vestíbulo.–Después de todo, es muy posible -dije.

–¿Cómo después de todo? ¿Cómo después de todo?... -exclamó Rouletabille, súbitamente presa de una furia que yo había desencadenado sin quererlo. ¿Por qué dice: "después de todo, es muy posible"?

Le rogué que no se enojara, pero ya lo estaba demasiado para escucharme, y declaró que admiraba la duda con la que ciertas personas (como yo) abordaban superficialmente los problemas más simples, sin arriesgarse nunca a decir: "es así" o "no es así"; de tal modo que su inteligencia llegaba exactamente al mismo resultado que habría obtenido si la naturaleza se hubiera olvidado de rellenar su cavidad craneana con un poco de materia gris. Como me mostré ofendido, mi joven amigo me tomó del brazo y me aseguró "que no lo había dicho por mí, ya que me estimaba de modo especial".

–Pero, en fin -prosiguió-, ¡a veces es criminal no llegar a conclusiones seguras, cuando se puede! ¡Si no saco conclusiones, como lo hago, a partir de esa grava, tendré que hacerlo a partir de un globo! Querido amigo, la ciencia de la aerostática dirigible todavía no está lo suficientemente desarrollada como para que haga entrar en el juego de mis reflexiones al asesino que cae del cielo. Así que no diga que una cosa es posible, cuando es imposible que sea de otra manera. Ahora sabemos cómo entró el hombre por la ventana y también sabemos en qué momento lo hizo. Entró durante el paseo de las cinco. El hecho de que la doncella, que acaba de arreglar el "cuarto amarillo", esté presente en el laboratorio al regresar el profesor y su hija, a la una y media, nos permite afirmar que, a la una y media, el asesino no estaba en el cuarto, debajo de la cama, a menos que la doncella sea cómplice. ¿Qué piensa usted, señor Darzac?

Robert Darzac sacudió la cabeza, declaró que estaba seguro de la fidelidad de la doncella de la señorita Stangerson, y que era una criada muy honesta y abnegada.

–Y además, a las cinco, el señor Stangerson entró en el cuarto para buscar el sombrero de su hija... -añadió.

–También tenemos eso -dijo Rouletabille.

–Así que el hombre entró, cuando usted dice, por esta ventana -dije. Lo admito, pero ¿por qué volvió a cerrar la ventana, lo cual necesariamente iba a atraer la atención de los que la habían dejado abierta?

–Puede que la ventana no se haya cerrado enseguida -me respondió el joven reportero. Pero si volvió a cerrar la ventana, lo hizo a causa del recodo que hace el camino cubierto de grava, a veinticinco metros del pabellón, y a causa de los tres robles que se alzan en ese lugar.

–¿Qué quiere usted decir? – preguntó Robert Darzac, que nos había seguido y escuchaba a Rouletabille con una atención casi anhelante.

–Después se lo explicaré, señor, cuando considere que ha llegado el momento; pero no creo haber pronunciado palabras más importantes sobre este caso, si mi hipótesis se confirma.

–¿Y cuál es su hipótesis?

–Nunca la sabrá si no se confirma. Vea, es una hipótesis muy grave como para que la revele en tanto no sea más que una hipótesis.

–¿Tiene, por lo menos, alguna pista sobre el asesino?

–No, señor, no sé quién es el asesino, pero no tema, señor Darzac, lo sabré.

Pude observar que Robert Darzac estaba muy alterado y sospeché que la afirmación de Rouletabille no le gustó en absoluto. Entonces, si realmente temía que se descubriera al asesino, ¿por qué (me preguntaba a mí mismo), por qué ayudaba al reportero a encontrarlo? Mi joven amigo pareció tener la misma impresión que yo y dijo brutalmente:

–¿No le molestará, señor Darzac, que descubra al asesino?

–¡Ah! ¡Lo mataría con mis propias manos! – exclamó el prometido de la señorita Stangerson con una energía que me asombró.

–¡Le creo! – dijo gravemente Rouletabille. Pero no ha contestado a mi pregunta.

Pasábamos cerca del bosquecillo del que nos había hablado el joven reportero hacía un instante; entré en él y le mostré las huellas evidentes del paso de un hombre que se había escondido allí. Rouletabille tenía razón una vez más.

–¡Pero claro que sí! – dijo. Estamos tratando con un hombre de carne y hueso, que no dispone de más medios que nosotros, ¡y todo esto terminará por aclararse!

Dicho esto, me pidió la plantilla de papel que me había confiado y la apoyó sobre una huella muy clara, en el fondo del bosquecillo. Luego se incorporó, diciendo:

–¡Caramba!

Yo creía que, entonces, iba a seguir la pista de los pasos del asesino que huía desde la ventana del vestíbulo, pero nos llevó bastante lejos, hacia la izquierda, diciéndonos que era inútil meter la nariz en ese lodo y que ahora estaba seguro del camino que el asesino había seguido en su fuga.

–Fue hasta el final de la pared, a cincuenta metros de allí, y después saltó el seto y la fosa; miren, justo enfrente de ese pequeño sendero que lleva al estanque. Es el camino más rápido para salir de la propiedad e ir al estanque.

–¿Cómo sabe que fue al estanque?

–Porque Frédéric Larsan no abandonó la orilla desde esta mañana.

Debe haber allí muchos indicios curiosos.

Unos minutos después, nos encontrábamos cerca del estanque.

Era una pequeña capa de agua pantanosa, rodeada de cañaverales, y sobre la cual todavía flotaban algunas hojas muertas de nenúfar
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. Probablemente, el gran Fred nos vio llegar, pero era posible que le interesáramos muy poco, porque apenas nos prestó atención y siguió removiendo con la punta de su bastón algo que nosotros no veíamos.

–Fíjense -dijo Rouletabille-, ahí están de nuevo los pasos del hombre que huía; aquí dan vuelta al estanque, vuelven y finalmente desaparecen cerca del estanque, justo delante de ese sendero que conduce a la carretera principal de Épinay. El hombre prosiguió su huida hacia París...

–¿Qué le hace creer eso -lo interrumpí-, si no hay más pasos del hombre en el sendero?

–¿Qué es lo que me hace creer eso? ¡Estos pasos, estos pasos que yo esperaba encontrar! – exclamó, señalando la huella muy nítida de un calzado elegante. ¡Miren!...

E interpeló a Frédéric Larsan.

–¡Señor Fred! – gritó. Aquellos pasos elegantes en la carretera están allí desde que se descubrió el crimen, ¿no es cierto?

–Sí, joven; sí, han sido cuidadosamente relevados -respondió Fred sin levantar la cabeza. Ya ven, hay pasos que vienen y hay pasos que se van...

–¡Porque ese hombre tenía una bicicleta! – exclamó el reportero.

En ese momento, después de haber observado las huellas de la bicicleta que seguían, de ida y de vuelta, los pasos elegantes, creí que había comprendido.

–La bicicleta explica la desaparición de los pasos toscos del asesino -dije. El asesino de los zapatos toscos subió a la bicicleta... Su cómplice, el hombre de pasos elegantes, había venido a esperarlo en la orilla del estanque con la bicicleta. ¿Podemos suponer que el asesino actuaba instigado por el hombre de pasos elegantes?

–¡No! ¡No! – replicó Rouletabille con una extraña sonrisa. Yo esperaba encontrar esos pasos desde el principio del caso. Ahora que los tengo, no voy a dejarlos. ¡Son los pasos del asesino!

–Y los otros, los pasos toscos, ¿qué dice usted de ellos?

–También son los pasos del asesino.

–Entonces, ¿hay dos?

–¡No! Sólo hay uno y no tuvo cómplices...

–¡Muy astuto! ¡Muy astuto! – gritó Larsan desde donde estaba.

–Fíjense -prosiguió el joven reportero, mostrándonos la tierra removida por unos tacones toscos-; el hombre se sentó allí y se quitó los zapatones que se había puesto para engañar a la justicia; después, llevándolos sin duda consigo, se puso de pie sobre sus propios zapatos y, tranquilamente, volvió andando a la carretera principal, llevando la bicicleta con la mano. No podía arriesgarse a ir en bicicleta por ese sendero tan accidentado. Además, lo demuestra la marca ligera y vacilante de las ruedas en el sendero, a pesar de lo blando del suelo. Si hubiera habido un hombre montado sobre la bicicleta, las ruedas habrían penetrado profundamente en el suelo... No, no, allí había un solo hombre: ¡el asesino, y a pie!

–¡Bravo! ¡Bravo! – volvió a decir el gran Fred, quien, de repente, vino hacia nosotros, se plantó delante de Robert Darzac y le dijo:

–Si tuviéramos una bicicleta aquí..., podríamos demostrar la exactitud del razonamiento de este joven, señor Darzac... ¿Usted sabe si hay alguna en el castillo?

–¡No! – respondió Darzac. No hay: la mía la llevé a París hace cuatro días, la última vez que vine al castillo antes del crimen.

–¡Qué lástima! – replicó Fred con un tono extremadamente frío. Y, volviéndose hacia Rouletabille, dijo:

–Si esto sigue así, verá que llegaremos los dos a las mismas conclusiones. ¿Tiene alguna idea acerca de la manera en que el asesino salió del "cuarto amarillo"?

–Sí -dijo mi amigo-, una idea...

–Yo también -prosiguió Fred. Y debe de ser la misma. No hay dos maneras de razonar en este caso. Espero la llegada de mi jefe para explicarme delante del juez.

–¡Ah! ¿Va a venir el jefe de la Sûreté?

–Sí, esta tarde, para realizar el careo, en el laboratorio, ante el juez de instrucción, de todos los que jugaron o pudieron jugar un papel en el drama. Será muy interesante. Es una pena que usted no pueda asistir. – Asistiré -afirmó Rouletabille.

–¡Realmente es usted extraordinario..., para su edad! – replicó el policía con un tono cargado de cierta ironía. Sería un excelente policía..., si tuviera un poco más de método..., si obedeciera menos a su instinto y a las protuberancias de su frente
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. Ya lo he observado varias veces, señor Rouletabille: usted razona demasiado... No se deja llevar lo suficiente por su capacidad de observación... ¿Qué me dice del pañuelo lleno de sangre y de la mano roja en la pared? Usted vio la mano roja en la pared; yo no vi más que el pañuelo... Dígame...–¡Bah! – dijo Rouletabille, un poco cortado. ¡El asesino fue herido en la mano por el revólver de la señorita Stangerson!

–¡Ah! Una observación brutal, instintiva... Tenga cuidado, su lógica es demasiado directa, señor Rouletabille; la lógica le jugará una mala pasada si la maltrata así. Son muchas las circunstancias en las que hay que tratarla suavemente, tomar distancia de ella... Señor Rouletabille, tiene razón cuando habla del revólver de la señorita Stangerson. Es verdad que la víctima disparó. Pero se equivoca cuando dice que hirió al asesino en la mano...

–¡Estoy seguro! – exclamó Rouletabille. Fred, imperturbable, lo interrumpió:

–¡Defecto de observación! ¡Defecto de observación!... El examen del pañuelo, las innumerables manchitas redondas y escarlatas, las impresiones de gotas que encuentro en la huella de los pasos, en el momento preciso en que el pie se posa en el suelo, me demuestran que el asesino no fue herido. ¡El asesino, señor Rouletabille, sangró por la nariz.

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