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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (28 page)

Esta clase de propietarios se veía enfrentada a un Parlamento en el que el 40 por ciento de los diputados era socialista y comunista, representantes de grupos descontentos del sistema social existente, y que estaba integrado también por un número cada vez mayor de nazis, quienes por su parte representaban a otra clase que se hallaba en ruda lucha con los más poderosos representantes del capitalismo alemán. Un Parlamento que en su mayoría sustentaba tendencias contrarías a los intereses económicos, debía, con razón, parecerles peligroso. Se dijeron entonces que la democracia no resultaba. Lo que hubiera podido afirmarse, en realidad, era que la democracia funcionaba demasiado bien. El Parlamento constituía una representación bastante adecuada de los intereses respectivos de las distintas clases existentes entre el pueblo alemán, y por esta misma razón el sistema parlamentario ya no podía conciliarse con la necesidad de preservar los privilegios de la gran industria y de los terratenientes semifeudales. Los representantes de estos grupos privilegiados esperaban que el nazismo trasladara el resentimiento emocional que los amenazaba hacia otros cauces y que, al mismo tiempo, dirigiera las energías nacionales poniéndolas al servicio de sus propios intereses económicos. En general, sus esperanzas no resultaron defraudadas. En verdad, se equivocaron en ciertos detalles. Hitler y su burocracia no se transformaron en instrumentos a las órdenes de los Thyssen y los Krupp, quienes, por el contrario, debieron compartir su poder con los dirigentes nazis y a veces hasta sometérseles; pero, aunque el nazismo, desde el punto de vista económico, resultó perjudicial para todas las clases, fomentó en cambio los intereses de los grupos más poderosos de la industria alemana,. El sistema nazi es una versión perfeccionada del imperialismo alemán de preguerra, que volvió a emprender su marcha desde el punto en que la monarquía había fracasado. (Sin embargo, la república no interrumpió realmente el desarrollo del capital monopolista alemán, sino que lo fomentó con los medios que se hallaban a su alcance.)

En este punto surge una cuestión que habrá de presentarse al espíritu de más de un lector: ¿Cómo puede conciliarse la afirmación de que la base psicológica del nazismo se hallaba constituida por la vieja clase media, con aquella otra según la cual el nuevo régimen funcionaba en favor de los intereses del imperialismo alemán? La contestación a esta pregunta es, en principio, la misma que fue dada con respecto a la función de la clase media urbana durante el periodo del surgimiento del capitalismo. En el período de la posguerra era la clase media, especialmente la baja clase media, la que se sentía amenazada por el capitalismo monopolista. Su angustia y, por lo tanto, su odio tomaron origen en esa amenaza; se vio lanzada a un estado de pánico, cayó presa de un apasionado anhelo de sumisión y, al mismo tiempo, de dominación, con respecto a los débiles. Estos sentimientos fueron empleados por una clase completamente distinta para erigir un régimen que debía trabajar para sus propios intereses. Hitler resultó un instrumento tan eficiente porque combinaba las características del pequeño burgués, resentido y lleno de odios —con el que podía identificarse emocional y socialmente la baja clase media—, con las del oportunista, dispuesto a servir los intereses de los grandes industriales y de los junkers. Al principio representó el papel de Mesías de la vieja clase media, prometiendo la destrucción de los grandes almacenes con sucursales, de la dominación del capital bancario y otras cosas semejantes. La historia que siguió es conocida por todos: estas promesas no fueron nunca cumplidas. Sin embargo, eso no tuvo mucha importancia. El nazismo no poseyó nunca principios políticos o económicos genuinos. Es menester darse cuenta de que en su oportunismo radical reside el principio mismo del nazismo. Lo que importaba era que centenares de millares de pequeño-burgueses que en tiempos normales hubieran tenido muy pocas probabilidades de ganar dinero o poder, obtenían ahora, como miembros de la burocracia nazi, una considerable tajada del poder y prestigio que las clases superiores se vieron obligadas a compartir con ellos. Los que no llegaron a ser miembros de la organización partidaria nazi, obtuvieron los empleos quitados a los judíos y a los enemigos políticos; y en cuanto al resto, si bien no consiguió más «pan», ciertamente logró más «circo». La satisfacción emocional derivada de estos espectáculos sádicos y de una ideología que le otorgaba un sentimiento de superioridad sobre todo el resto de la humanidad, era suficiente para compensar —durante un tiempo por lo menos— el hecho de que sus vidas hubiesen sido cultural y económicamente empobrecidas.

Hemos visto, entonces, cómo ciertos cambios socioeconómicos, en particular la declinación de la clase media y el poder creciente del capital monopolista, tuvieron un efecto psicológico profundo. Estas consecuencias se vieron aumentadas, o sistematizadas, por una ideología política —del mismo modo como había ocurrido con las ideologías religiosas del siglo XVI—, y las fuerzas psíquicas surgidas de esta manera ejercieron una acción efectiva justamente en la dirección opuesta a la de sus propios y originarios intereses económicos de clase. El nazismo operó la resurrección psicológica de la baja clase media y al mismo tiempo cooperó en la destrucción de su antigua posición económico-social. Movilizó sus energías emocionales para transformarlas en una fuerza importante en la lucha emprendida en favor de los fines del imperialismo alemán.

En las páginas siguientes trataré de mostrar cómo la personalidad de Hitler, sus enseñanzas y el sistema nazi, expresan una forma extrema de aquella estructura del carácter que hemos denominado autoritaria y que, por este mismo hecho, logró influir profundamente en aquellos sectores de la población que poseían —más o menos— la misma estructura del carácter.

La autobiografía de Hitler constituye una de las mejores ilustraciones del carácter autoritario, y puesto que además se trata del documento más representativo de la literatura nazi, lo emplearé como fuente principal para el análisis de la psicología del nazismo.

La esencia del carácter autoritario ha sido descrita como la presencia simultánea de tendencias impulsivo sádicas y masoquistas. El sadismo fue entendido como un impulso dirigido al ejercicio de un poder ilimitado sobre otra persona, y teñido de destructividad en un grado más o menos intenso; el masoquismo, en cambio, como un impulso dirigido a la disolución del propio yo en un poder omnipotente, para participar así de su gloria. Tanto las tendencias masoquistas como las sádicas son debidas a la incapacidad del individuo aislado de sostenerse por sí solo, así como a su necesidad de una relación simbiótica destinada a superar esta soledad.

El anhelo sádico de poder halla múltiples expresiones en Mein Kampf. Es característico de la relación de Hitler con las masas alemanas, a quienes desprecia y «ama» según la manera típicamente sádica, así como con respecto a sus enemigos políticos, hacia los cuales evidencia aquellos aspectos destructivos que constituyen un componente importante del sadismo. Habla de la satisfacción que sienten las masas en ser dominadas. «Lo que ellas quieren es la victoria del más fuerte y el aniquilamiento o la rendición incondicional del más débil.»

Como una mujer que prefiere someterse al hombre fuerte antes que dominar al débil, así las masas aman más al que manda que al que ruega, y en su fuero intimo se sienten mucho más satisfechas por una doctrina que no tolera rivales que por la concepción de la libertad propia del régimen liberal; con frecuencia se sienten perdidas al no saber qué hacer con ella y aun se consideran fácilmente abandonadas. Ni llegan a darse cuenta de la imprudencia con la que se las aterroriza espiritualmente, ni se percatan de la injuriosa restricción de sus libertades humanas, puesto que de ninguna manera caen en la cuenta del engaño de esta doctrina.

Describe Hitler cómo el quebrar la voluntad del público por obra de la fuerza superior del orador constituye el factor esencial de la propaganda. Hasta no vacila en afirmar que el cansancio físico del auditorio representa una condición muy favorable para la obra de sugestión. Al tratar acerca del problema de cuál es la hora del día más adecuada para las reuniones políticas de masas, dice:

Parece que durante la mañana y hasta durante el día el poder de la voluntad de los hombres se rebela con sus más intensas energías contra todo intento de verse sometido a una voluntad y a una opinión ajenas. Por la noche, sin embargo, sucumben más fácilmente a la fuerza dominadora de una voluntad superior. En verdad, cada uno de tales mítines representa una esforzada lucha entre dos fuerzas opuestas. El talento oratorio superior, de una naturaleza apostólica dominadora, logrará con mayor facilidad ganarse la voluntad de personas que han sufrido por causas naturales un debilitamiento de su fuerza de resistencia, que la de aquellas que todavía se hallan en plena posesión de sus energías espirituales y fuerza de voluntad.

El mismo Hitler se da cuenta de las condiciones que dan origen al anhelo de sumisión, proporcionándonos una excelente descripción del estado de ánimo de un individuo que concurre a un mitin de masas:

El mitin de masas es necesario, al menos para que el individuo, que al adherirse a un nuevo movimiento se siente solo y puede ser fácil presa del miedo de sentirse aislado, adquiera por primera vez la visión de una comunidad más grande, es decir, de algo que en muchos produce un efecto fortificante y alentador... Si sale por primera vez de su pequeño taller o de la gran empresa, en la que se siente tan pequeño, para ir al mitin de masa y allí sentirse circundado por miles y miles de personas que poseen las mismas convicciones... él mismo deberá sucumbir a la influencia mágica de lo que llamamos sugestión de masa.

Goebbels describe a las masas del mismo modo: «La gente no quiere otra cosa que ser gobernada decentemente», dice en su novela Michael. Ellas no son para el líder más que lo que la piedra es para el escultor. «Líder y masas constituyen un problema tan sencillo como pintor y color.»

En otro libro, Goebbels hace una descripción precisa de la dependencia de la persona sádica con respecto a los objetos de su sadismo; cuan débil y vacío se siente cuando no puede ejercer el poder sobre alguien y de qué modo ese poder le proporciona nuevas fuerzas. Esto es lo que nos cuenta Goebbels acerca de lo que él mismo sentía: «A veces uno se siente presa de una profunda depresión. Tan sólo se logra superarla cuando se está nuevamente frente a las masas. El pueblo es la fuente de nuestro poder».

Una descripción significativa de aquella forma especial de poder sobre los hombres, que los nazis llaman liderazgo, la hallamos en un escrito de Ley, el líder del Frente del Trabajo. Al referirse a las cualidades requeridas en un dirigente nazi y a los propósitos que persigue la educación para el mando, afirma:

Queremos saber si estos hombres poseen la voluntad de mando, de ser los dueños, en una palabra, de gobernar... Queremos gobernar y nos gusta hacerlo... Les enseñaremos a estos hombres a cabalgar... a fin de que experimenten el sentimiento del dominio absoluto sobre un ser viviente.

En la formulación que hace Hitler de los objetivos de la educación hallamos la misma exaltación del poder. Afirma que «toda educación y desarrollo del alumno debe dirigirse a proporcionarle la convicción de ser absolutamente superior a los demás».

El hecho de que en alguna otra parte declare que debe enseñársele al muchacho a sufrir las injusticias sin rebelarse, ya no parecerá extraño al lector. Se trata de la típica contradicción, propia de la ambivalencia sadomasoquista, entre los anhelos de poder y los de sumisión.

El deseo de poder sobre las masas es lo que impulsa al miembro de la élite, al líder nazi. Como lo muestran las citas señaladas anteriormente, este deseo de poder es revelado, algunas veces, con una franqueza sorprendente. En otros casos se lo formula de una manera menos ofensiva, al subrayar que el ser mandadas es un deseo de las masas mismas. En algunas oportunidades la necesidad de halagar a las masas y, por lo tanto, de esconder el cínico desprecio que siente hacia ellas, conduce a tretas como ésta: al hablar del instinto de autoconservación, que para Hitler, como veremos luego, corresponde más o menos al impulso de poder, dice que en el ario ese instinto ha alcanzado su forma más noble, «porque está dispuesto a someter su propio ego a la vida de la comunidad y también, si surgiera esa necesidad, a sacrificarlo».

Si bien son los «líderes» quienes disfrutan del poder en primer lugar, las masas no se hallan despojadas de ningún modo de satisfacciones de tipo sádico. Las minorías raciales y políticas dentro de Alemania y, llegado el caso, el pueblo de otras naciones, descritos como débiles y decadentes, constituyen el objeto con el cual se satisface el sadismo de las masas. Al mismo tiempo que Hitler y su burocracia disfrutan del poder sobre las masas alemanas, estas mismas masas aprenden a disfrutarlo con respecto a otras naciones, y de ese modo ha de dejarse impulsar por la pasión de dominación mundial.

Hitler no vacila en expresar el deseo de dominación mundial como fin personal y partidario. Ridiculizando el pacifismo dice: «En verdad, la idea humanitaria pacifista es quizá completamente buena siempre que el hombre de más valor haya previamente conquistado y sometido al mundo hasta el punto de haberse transformado en el único dueño del globo».

Y también afirma que «un Estado que, en una época caracterizada por el envenenamiento racial, se dedica al fomento de sus mejores elementos raciales, deberá llegar a ser algún día dueño del mundo».

Generalmente, Hitler trata de racionalizar y justificar su apetito de poder. Las principales justificaciones son las siguientes: su dominación de los otros pueblos se dirige a su mismo bien y se realiza en favor de la cultura mundial; la voluntad de poder se halla arraigada en las leyes eternas de la Naturaleza y él (Hitler) no hace más que reconocer y seguir tales leyes: él mismo obra bajo el mando de un poder superior —Dios, el Destino, la Historia, la Naturaleza—; sus intentos de dominación constituyen tan sólo actos de defensa contra los intentos ajenos de dominarlo a él y al pueblo alemán. El desea únicamente paz y libertad.

Como ejemplo del primer tipo de racionalización podemos citar este párrafo de Mein Kampf: «Si en su desarrollo histórico el pueblo alemán hubiese disfrutado de aquella misma unidad social que caracterizó a otros pueblos, entonces el Reich alemán seria hoy, con toda probabilidad, el dueño del mundo». La dominación mundial germana conduciría, según Hitler, a una «paz apoyada no ya en las ramas de olivo de llorosas mujeres pacifistas profesionales, sino fundada en la espada victoriosa de un pueblo de señores, que coloca el mundo al servicio de una cultura superior».

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