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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (24 page)

Huelga decir cuan importante es no sólo realizar la función dinámica de la destructividad en el proceso social, sino también comprender cuáles son las condiciones específicas que determinan su intensidad. Ya nos hemos referido a la hostilidad que caracterizó a la clase media en la época de la Reforma y que halló su expresión en ciertos conceptos religiosos del protestantismo, en especial manera en su espíritu ascético y en la concepción de Calvino acerca de un Dios despiadado, satisfecho de condenar a una parte de la humanidad por faltas que no había cometido. Entonces, tal como ocurrió más tarde, la clase media expresó su hostilidad principalmente ocultándola bajo la forma de indignación moral, sentimiento que racionalizaba su intensa envidia hacia quienes disponían de los medios de gozar de la vida. En nuestra escena contemporánea la destructividad de la baja clase media ha constituido un factor importante en el surgimiento del nazismo, el cual apeló a tales impulsos destructivos y los usó al luchar contra sus enemigos. La raíz de la destructividad existente en la baja clase media puede reconocerse fácilmente en los elementos que hemos analizado en nuestra discusión: aislamiento del individuo y represión de la expansión individual; factores ambos que, en esa clase, se mostraron en un grado de intensidad mucho mayor que en las demás clases sociales.

3. Conformidad automática

En los mecanismos que hemos considerado hasta ahora, el individuo trata de superar el sentimiento de insignificancia experimentado frente al poder abrumador del mundo exterior, renunciando a su integridad individual o bien destruyendo a los demás, a fin de que el mundo deje de ser tan amenazante.

Otros mecanismos de evasión lo constituyen el retraimiento del mundo exterior, realizado de un modo tan completo que se elimine la amenaza (es el caso de ciertos estados psicóticos), y la inflación del propio yo, de manera que el mundo exterior se vuelva pequeño. Aunque estos mecanismos de evasión son importantes para la psicología individual, desde el punto de vista cultural tienen un significado mucho menor. Por lo tanto, omitiré su discusión, para referirme, en cambio, a un tercer mecanismo de suma importancia social.

Este mecanismo constituye la solución adoptada por la mayoría de los individuos normales de la sociedad moderna. Para expresarlo con pocas palabras: el individuo deja de ser él mismo; adopta por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas culturales, y por lo tanto se transforma en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea. La discrepancia entre el «yo» y el mundo desaparece, y con ella el miedo consciente de la soledad y la impotencia. Es un mecanismo que podría compararse con el mimetismo de ciertos animales. Se parecen tanto al ambiente que resulta difícil distinguirlos entre si. La persona que se despoja de su yo individual y se transforma en un autómata, idéntico a los millones de otros autómatas que lo circundan, ya no tiene por qué sentirse solo y angustiado. Sin embargo, el precio que paga por ello es muy alto: nada menos que la pérdida de su personalidad.

La hipótesis según la cual el método «normal» de superar la soledad es el de transformarse en un autómata, contradice una de las ideas más difundidas concernientes al hombre de nuestra cultura. Se supone que la mayoría de nosotros somos individuos libres de pensar, sentir y obrar a nuestro placer. Evidentemente no es ésta tan sólo la opinión general que se sustenta con respecto al individualismo de los tiempos modernos, sino también lo que todo individuo cree sinceramente en lo concerniente a sí mismo; a saber, que él es él y que sus pensamientos, sentimientos y deseos son suyos. Y sin embargo, aunque haya entre nosotros personas que realmente son individuos, esa creencia es, en general, una ilusión, y una ilusión peligrosa por cuanto obstruye el camino que conduciría a la eliminación de aquellas condiciones que originan tal estado de cosas.

Estamos tratando uno de los problemas fundamentales de la psicología, susceptible de originar una larga serie de preguntas. ¿Qué es el yo? ¿Cuál es la naturaleza de esos actos que hacen nacer en el individuo la ilusión de que son realmente obra de su propia voluntad? ¿Qué es la espontaneidad? ¿Qué debe entenderse por acto espiritual original? Y, por fin, ¿qué tiene que ver todo esto con el problema de la libertad? En este capítulo nos esforzaremos por mostrar de qué manera los sentimientos y los pensamientos pueden originarse desde el exterior del yo y al mismo tiempo ser experimentados como propios, y cómo los que se originan en el propio yo pueden ser suprimidos y, de este modo, dejar de formar parte de la personalidad. Continuaremos la discusión aquí iniciada en el capitulo «Libertad y democracia» (cap. 7).

Iniciaremos la consideración del problema analizando aquella experiencia que se expresa con las palabras «yo siento», «yo quiero», «yo pienso». Cuando decimos «yo pienso», esta expresión parece constituir una afirmación exenta de toda ambigüedad.

La única que puede surgir versa acerca de la verdad o falsedad de lo que yo pienso y sobre el hecho de si soy yo el que piensa. Y, sin embargo, una situación experimental concreta nos mostrará inmediatamente que la respuesta a tal cuestión no es necesariamente la que suponemos. Observemos un experimento hipnótico. Aquí está el sujeto A, a quien el hipnotizador B coloca en estado de sueño hipnótico para sugerirle que, después de haberse despertado, tenga deseos de leer un manuscrito que cree haber llevado consigo, lo busque, y al no hallarlo, crea que una tercera persona, C, se lo ha robado, debiendo entonces enojarse mucho con ella. También le sugiere al sujeto olvidar que todo ha sido una sugestión recibida durante el sueño hipnótico. Debe agregarse que C es una persona con la cual el sujeto nunca ha estado enojado y que, en las circunstancias existentes, no tiene ninguna razón de estarlo; además el sujeto no ha llevado consigo ningún manuscrito.

¿Qué ocurre? A se despierta y, luego de haber conversado un poco, dice: «A propósito, esto me hace acordar de algo que he escrito en mi trabajo. Se lo voy a leer». Mira alrededor de sí, no lo encuentra y entonces se dirige a C, insinuando que es él quien puede haberlo tomado; se excita cada vez más cuando C rechaza enérgicamente semejante insinuación, y por fin llega a estallar en manifiesta ira acusando directamente a C de haber robado el manuscrito. Aún más: hace notar la existencia de motivos que explicarían la actitud de C. Habría oído decir por otras personas que C lo necesitaba urgentemente, que tuvo una buena oportunidad de conseguirlo, y otras razones por el estilo. Le oímos así no solamente acusar a C, sino también construir numerosas «racionalizaciones» destinadas a hacer aparecer como plausible su acusación. (Por supuesto, ninguna de ellas es verdadera y al sujeto no se le hubieran ocurrido en absoluto antes de la sugestión hipnótica.)

Supóngase ahora que, en este momento, entra en la habitación otra persona. Esta no tendrá ninguna duda de que A dice lo que piensa y siente; el único interrogante para esta persona versaría acerca de la realidad de la acusación, a saber, si el contenido de los pensamientos de A se halla o no conforme con los hechos objetivos. Nosotros, sin embargo, que hemos asistido al desarrollo del procedimiento desde el principio no nos preocupamos por saber si la acusación es verdadera. Sabemos que no es éste el problema, puesto que estamos seguros de que los pensamientos y los sentimientos de A no son suyos, sino que representan elementos ajenos que le han sido inculcados por otra persona.

La conclusión a que llega el último que ha entrado en la habitación podría ser la siguiente: «Aquí está A que indica claramente cuáles son sus pensamientos. El es el único que puede conocer con mayor certeza lo que piensa, y no existe prueba mejor que la de su declaración acerca de sus pensamientos. También están las otras personas según las cuales aquellos le han sido sugeridos y constituyen elementos extraños aportados desde afuera. Con toda justicia yo no puedo decidir quién tiene razón; cualquiera de ellos puede equivocarse. Quizá, puesto que hay dos contra uno, existe una mayor probabilidad de que sea verdad lo que afirma la mayoría. Sin embargo, nosotros, que hemos presenciado todo el experimento, no tendríamos ninguna duda, ni la tendría la persona recién llegada si observara otro experimento similar. Vería entonces que esta clase de experiencias puede repetirse innumerables veces con distintas personas y diferentes contenidos. El hipnotizador puede sugerir que una patata cruda sea una deliciosa pina, y el sujeto comerá aquélla con todo el gusto asociado con el sabor de la pina; o que el sujeto ya no puede ver nada, y éste se volverá ciego; o que piense que el mundo es plano y no redondo, y el sujeto sostendrá con mucho vigor que realmente el mundo es plano.

¿Qué es lo que prueba el experimento hipnótico, y en especial el poshipnótico? Prueba que podemos tener pensamientos, sentimientos, deseos y hasta sensaciones que, si bien los experimentamos subjetivamente como nuestros, nos han sido impuestos desde afuera, nos son fundamentalmente extraños y no corresponden a lo que en verdad pensamos, deseamos o sentimos.

¿Qué enseñanzas podemos extraer del experimento hipnótico a que nos hemos referido? 1) El sujeto quiere algo: leer su manuscrito; 2) piensa algo: que C lo ha tomado; y 3) siente algo: ira contra C. Hemos visto que estos tres actos mentales —voluntad, pensamiento y emoción— no son los suyos propios, en el sentido de representar el resultado de su actividad mental; por el contrario, no se han originado en su yo, sino que han sido puestos en él desde el exterior y son subjetivamente experimentados como si fueran los suyos propios. El sujeto expresa también ciertos pensamientos que no le han sido sugeridos durante la hipnosis, a saber, aquellas «racionalizaciones» por medio de las cuales explica su hipótesis de que C ha robado el manuscrito. Sin embargo, estos pensamientos son suyos tan sólo en un sentido formal. Si bien parecería que ellos explicaran la sospecha de robo, sabemos que es ésta la que se da primero y que los pensamientos racionalizantes han sido inventados para hacer plausible el sentimiento de sospecha; ellos, realmente, no son explicatorios, sino que vienen post factum.

Comenzamos con el experimento hipnótico porque él nos muestra del modo más indudable que aun cuando uno pueda hallarse convencido de la espontaneidad de los propios actos mentales, ellos, en las condiciones derivadas de una situación especial, pueden ser el resultado de la influencia ejercida por otra persona. Este fenómeno, sin embargo, no se limita de ninguna manera a las experiencias hipnóticas. El hecho de que nuestros pensamientos, voluntad, emociones, no son genuinos y que su contenido se origina desde afuera, se da en medida tan vasta que surge la impresión de que tales seudoactos constituyen la regla general, mientras que los actos mentales genuinos o naturales representan la excepción.

El hecho de que el pensamiento pueda asumir un carácter falso es más conocido que el fenómeno análogo que se desarrolla en las esferas de la voluntad y la emoción. Será mejor, entonces, comenzar con la discusión de la diferencia existente entre el pensamiento genuino y el pseudopensamiento. Supóngase que nos hallamos en una isla en la que se encuentran pescadores y veraneantes llegados de la ciudad. Deseamos conocer qué tiempo hará y se lo preguntamos a un pescador y a dos veraneantes que sabemos han oído por la radio el pronóstico del tiempo. El pescador, con su larga experiencia y gran interés por este asunto, reflexiona sobre el problema (suponiendo que no se haya formado una opinión con anterioridad a nuestra pregunta). Con su conocimiento del significado que la dirección del viento, temperatura, humedad, etc., tienen en la predicción del tiempo, tendrá en cuenta los diferentes factores de acuerdo con su respectiva importancia, llegando así a un juicio más o menos definitivo. Probablemente se acordará del pronóstico emitido por la radio y lo citará como una afirmación favorable o contraria a su propia predicción; en este último caso, nuestro pescador podrá poner cuidado especial al valorar las razones en que se apoya su opinión; pero —y esto es lo esencial— se trata siempre de su opinión, el resultado de su pensamiento.

El primero de los veraneantes es un hombre que al ser interrogado acerca del tiempo sabe que no entiende mucho de este asunto ni se siente obligado a poseer tal conocimiento. Simplemente se limita a replicar «No puedo juzgar. Todo lo que sé es que el pronóstico radiofónico es éste». El otro veraneante, en cambio, es de un tipo distinto. Cree saber mucho acerca del tiempo, aun cuando en realidad sepa muy poco. Pertenece a esa clase de personas que se sienten obligadas a saber responder a todas las preguntas. Piensa durante un rato y luego nos comunica «su» opinión, que resulta ser idéntica al pronóstico radiofónico. Le preguntamos sus razones, y él nos dice que teniendo en cuenta tal dirección del viento, la temperatura, etc., ha llegado a esa conclusión.

El comportamiento de esta persona, visto desde afuera, es el mismo que el del pescador. Y, sin embargo, si lo analizamos con más detenimiento saltará a la vista que ha escuchado el pronóstico radiofónico y lo ha aceptado. Pero sintiéndose impulsado a tener su propia opinión en este asunto, se olvida que está repitiendo simplemente las afirmaciones autorizadas de algún otro y cree que se trata de la que él mismo ha alcanzado por medio de su propio pensamiento. Se imagina así que las razones que nos proporciona en apoyo de su opinión han precedido a ésta, pero si examinamos tales razones nos daremos cuenta de que ellas no han podido conducirlo a ninguna conclusión acerca del tiempo, a menos que una opinión definida hubiera ya existido en su mente. En realidad se trata solamente de seudorrazones, cuya finalidad es la de hacer aparecer la opinión como el resultado de su propio esfuerzo mental. Tiene la ilusión de haber llegado a una opinión propia, pero en realidad ha adoptado simplemente la de una autoridad sin haberse percatado de este proceso. Muy bien podría darse el caso de que sea él quien tenga razón, y no el pescador, pero mientras la opinión correcta no es «suya», la del pescador, aun cuando se hubiera equivocado, no dejaría de ser su propia opinión.

Este mismo fenómeno puede observarse al estudiar las opiniones de la gente acerca de ciertos temas, por ejemplo, la política. Preguntemos a cualquier lector de periódico lo que piensa acerca de algún problema público. Nos dará como «su» opinión una relación más o menos exacta de lo que ha leído, y, sin embargo —y esto es lo esencial—, está convencido de que cuanto dice es el resultado de su propio pensamiento. Si vive en una pequeña comunidad, donde las opiniones políticas pasan de padre a hijo, «su propia» opinión puede estar regida mucho más de lo que él mismo piensa por la persistente autoridad de un padre severo. O bien la opinión de otro lector podría resultar de un momento de desconcierto, del miedo de aparecer mal informado, y, por lo tanto, en este caso el «pensamiento» constituiría sobre todo una forma de salvar las apariencias, más que la combinación natural de la experiencia, el deseo y el saber. Lo mismo ocurre con los juicios estéticos. El individuo común que concurre a un museo y mira el cuadro de un pintor famoso, digamos, por ejemplo, Rembrandt, lo juzga una obra de arte bella y majestuosa. Si analizamos su juicio hallaremos que esta persona no ha experimentado ninguna reacción íntima frente al cuadro, sino que piensa que es bello porque tal es el juicio que de ella se espera. El mismo fenómeno se evidencia en el caso de juicios sobre música y también con respecto al acto mismo de la percepción. Muchos individuos, al contemplar algún paisaje famoso, en realidad ven pinturas o fotografías que tantas veces han tenido ocasión de admirar, por ejemplo, en una tarjeta postal, y mientras creen «ver» el paisaje, lo que tienen frente a sus ojos son esas imágenes reproducidas. O bien, al tener experiencia de un accidente que ocurre en su presencia, ven u oyen la situación en los términos que tendría la crónica periodística que anticipan. En realidad, para muchas personas, sus experiencias —espectáculo artístico, reunión política, etc.— se vuelven reales tan sólo después de haber leído la correspondiente noticia en el diario.

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