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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (26 page)

Quiero agregar otro ejemplo detallado de seudovoluntad, que puede observarse con frecuencia al analizar a personas que se hallan exentas de todo síntoma neurótico. Una de las razones para referirme a tal ejemplo es que, aun cuando el caso individual no tiene mucha importancia con respecto, a los problemas culturales de mayor alcance —que constituyen el tema de este libro—, contribuye, sin embargo, a dar al lector poco familiarizado con el mecanismo de las fuerzas inconscientes una oportunidad más para conocer este fenómeno. Además, el presente ejemplo subraya un punto que, si bien ya ha sido señalado implícitamente, es conveniente destacar de manera explícita: la conexión existente entre la represión y el problema de los seudoactos. Si bien se considera la represión sobre todo desde el punto de vista de la acción de las fuerzas reprimidas en la conducta neurótica, los sueños, etc., nos parece importante subrayar el hecho de que toda represión elimina ciertas partes del propio yo real y obliga a colocar un seudo-sentimiento en sustitución del que ha sido reprimido.

El caso al que quiero referirme ahora es el de un estudiante de medicina de veintidós años. Su trabajo le interesa y se lleva con la gente de un modo enteramente normal. No se siente particularmente infeliz, si bien a menudo experimenta un ligero cansancio y se nota poco animado. La razón por la cual desea someterse al psicoanálisis es de orden teórico, pues aspira a ejercer la psiquiatría. La única molestia que experimenta es una suerte de dificultad para el estudio de las materias médicas. A menudo no puede acordarse de lo que ha leído, se cansa demasiado durante las clases y obtiene resultados comparativamente no muy brillantes en los exámenes. Todo esto le causa extrañeza porque para otras materias parece tener una memoria mucho mejor. No tiene duda alguna de que quiere estudiar medicina, pero a veces siente vacilar su ánimo con respecto a su capacidad para esa carrera.

Transcurridas unas pocas semanas de análisis, relata un sueño en que él se encuentra en el último piso de un rascacielos, construido por él mismo, desde donde mira los edificios circundantes con un ligero sentimiento de triunfo. De pronto el rascacielos se derrumba y nuestro hombre se encuentra sepultado bajo las ruinas. Se da cuenta de que se están removiendo los escombros para rescatarlo y logra oir decir a alguien que él está gravemente herido y que el médico vendrá en seguida. Pero tiene que esperar lo que le parece ser un tiempo interminable. Y cuando, por fin, se presenta el médico, éste se da cuenta de que olvidó los instrumentos y que ya no le es posible auxiliarlo. Nace en él una ira intensa contra el médico, y, repentinamente, se encuentra de pie, percatándose de no haber sido herido en absoluto. Mira con desprecio al médico, y en ese momento despierta.

El sujeto no posee muchas asociaciones en conexión con este sueño, pero he aquí algunas de las más significativas. Al pensar en el rascacielos que ha construido, menciona, de manera incidental, cuan interesado está en la arquitectura. Cuando niño, su pasatiempo favorito, durante muchos años, consistía en juegos de construcciones, y a los diecisiete años había pensado en llegar a ser arquitecto. Cuando se lo dijo al padre, éste le contestó muy amigablemente que, por supuesto, él era muy libre de elegir su carrera, pero que él (el padre) estaba seguro de que se trataba de un resto de sus deseos infantiles y que, en realidad, su deseo era el de estudiar medicina. El joven pensó que su padre tenía razón, y desde entonces no le mencionó más este asunto, sino que inició sus estudios de medicina como si se tratara de una cosa indiscutida. Sus asociaciones en torno a la tardanza del médico y a su olvido de los instrumentos eran vagas y escasas. Sin embargo, al hablar de esta parte del sueño, se le ocurrió que la hora de su consulta psicoanalítica había sido cambiada, modificándose así el horario convenido anteriormente, y que si bien había aceptado el cambio sin objeciones, en realidad, se sentía bastante fastidiado. En el momento mismo en que hablaba podía sentir crecer su enojo. Acusa al analista de ser arbitrario, y por fin exclama: «Bien, después de todo, yo no puedo hacer lo que quiero de ninguna manera». Se sorprende en sumo grado frente a su ira y a la frase que acaba de pronunciar, puesto que hasta ese momento jamás había experimentado antagonismo alguno en contra del analista y del psicoanálisis.

Algún tiempo después tiene otro sueño del que no recuerda más que un fragmento: su padre resulta herido en un accidente de automóvil. El (el que sueña) es médico y debe atender a su padre. Al tratar de revisarlo se siente completamente paralizado y no puede hacer nada. Invadido por el temor, se despierta.

En sus asociaciones menciona de mala gana el hecho de que en los últimos años ha tenido el pensamiento de que su padre podría morir imprevistamente, y agrega que tal idea lo ha asustado. A veces hasta ha pensado en la propiedad que heredaría y en lo que habría de hacer con el dinero. No había ido muy lejos en estas fantasías, dado que las reprimía apenas comenzaban a aparecer. Al comparar este sueño con el que hemos relatado antes, le llama la atención el hecho de que, en ambos casos, el médico es incapaz de proporcionar una ayuda eficiente. Con más claridad que nunca, es consciente de su incapacidad como médico. Cuando se le señala que en el primer sueño puede observarse un sentimiento definido de ira y escarnio frente a la impotencia del médico, él recuerda que muchas veces cuando oye o lee acerca de casos en los que el médico ha sido incapaz de salvar al paciente, tiene cierta sensación de triunfo de la que antes no se había percatado.

En ulteriores etapas del análisis se revelan otros materiales que habían sido reprimidos. Descubre con gran sorpresa la existencia de un fuerte sentimiento de ira en contra de su padre, y, además, halla que su sentimiento de impotencia como médico forma parte de un sentimiento más general de impotencia que penetra toda su vida. Aunque en apariencia pensaba haber arreglado su vida de acuerdo con sus propios planes, siente ahora que, en lo profundo de su ser, era presa de un sentimiento de resignación. Adquiere así la conciencia de que si bien estaba convencido de obrar según su voluntad, en realidad debía ajustarse a lo que se esperaba de él. Ahora ve cada vez con mayor claridad que verdaderamente nunca quiso ser médico y que las dificultades que, según creía, eran debidas a falta de capacidad, no eran sino la expresión de su resistencia pasiva a la carrera impuesta.

Este caso representa un ejemplo típico de represión de los deseos reales de un individuo y la adopción, por parte de éste, de las expectativas de los demás, transformadas hasta tomar la apariencia de sus propios deseos. Podríamos decir que el deseo original se ve reemplazado por un seudodeseo.

Esta sustitución de seudoactos en el lugar de los pensamientos, sentimientos y voliciones originales, conduce, finalmente, a reemplazar el yo original por un seudoyó. El primero es el yo que origina las actividades mentales. El seudoyó, en cambio, es tan sólo un agente que, en realidad, representa la función que se espera deba cumplir la persona, pero que se comporta como si fuera el verdadero yo. Es cierto que un mismo individuo puede representar diversos papeles y hallarse convencido subjetivamente de que él es él en cada uno de ellos. Pero en todos estos papeles no es más que lo que el individuo cree se espera (por parte de los otros) que él deba ser; de este modo en muchas personas, si no en la mayoría, el yo original queda completamente ahogado por el seudoyó. A veces en los sueños, en las fantasías, o cuando el individuo se halla en estado de ebriedad, puede aflorar algo del yo original, sentimientos y pensamientos que no se habían experimentado en muchos años. A veces se trata de malos pensamientos o de emociones que fueron reprimidas porque el individuo experimentó miedo o vergüenza. Otras, sin embargo, se trata de lo mejor de su personalidad, cuya represión fue debida al miedo de exhibir sus sentimientos susceptibles de ser atacados o ridiculizados por los demás.

La pérdida del yo y su sustitución por un seudoyó arroja al individuo a un intenso estado de inseguridad. Se siente obsesionado por las dudas, puesto que, siendo esencialmente un reflejo de lo que los otros esperan de él, ha perdido, en cierta medida, su identidad. Para superar el terror resultante de esa pérdida se ve obligado a la conformidad más estricta, a buscar su identidad en el reconocimiento y la incesante aprobación por parte de los demás. Puesto que él no sabe quién es, por lo menos los demás individuos lo sabrán... siempre que él obre de acuerdo con las expectativas de la gente; y si los demás lo saben, él también lo sabrá... tan sólo con que acepte el juicio de aquéllos.

La automatización del individuo en la sociedad moderna ha aumentado el desamparo y la inseguridad del individuo medio. Así, éste se halla dispuesto a someterse a aquellas nuevas autoridades capaces de ofrecerle seguridad y aliviarlo de la duda. El capítulo siguiente tratará acerca de las especiales condiciones que en Alemania fueron necesarias para que tal ofrecimiento fuera aceptado. Se mostrará cómo el núcleo del movimiento nazi —la baja clase media—, se caracterizó especialmente por el mecanismo autoritario. En el último capítulo de esta obra proseguiremos la discusión sobre la conformidad automática en relación con la escena cultural de nuestras democracias.

VI - LA PSICOLOGÍA DEL NAZISMO

En el capítulo anterior enfocamos nuestra atención sobre dos tipos psicológicos: el carácter autoritario y el autómata. Confío en que la descripción detallada de tales tipos será de alguna ayuda para la cabal comprensión de los problemas tratados en este capítulo y el siguiente: la psicología del nazismo y de la democracia moderna.

Al ocuparnos de la primera debemos, en primer lugar, referirnos a una cuestión preliminar: la importancia y el significado de los factores psicológicos en la comprensión del nazismo. En las discusiones científicas, y aún más en las populares, a menudo se suelen presentar dos opiniones opuestas: primero, que la psicología no ofrece ninguna explicación de un fenómeno de carácter económico y político como el fascismo; y segundo, que el fascismo constituye, sobre todo, un problema psicológico.

La primera opinión considera a la ideología nazi como el resultado de un dinamismo exclusivamente económico —la tendencia expansiva del imperialismo alemán— o bien como un fenómeno esencialmente político —la conquista del Estado por un partido político, apoyado por industriales y junkers—; en suma, la victoria nazi es considerada como la consecuencia de un engaño por parte de una minoría, acompañado de coerción sobre la mayoría del pueblo.

El segundo punto de vista, por otra parte, sostiene que el nazismo puede ser explicado solamente en términos psicológicos, o más bien, psicopatológicos. Se considera a Hitler como loco o como neurótico, y análogamente se piensa en sus adeptos como en individuos dementes o desequilibrados. De acuerdo con este tipo de explicación, tal como la expone L. Mumford, la verdadera fuente del fascismo ha de hallarse en el alma humana, y no en la economía. «En la existencia de un inmenso orgullo, en el placer de ser cruel, en la desintegración neurótica —afirma este autor— es donde reside la explicación del fascismo, y no en el tratado de Versalles o en la poca capacidad de la República Alemana.»

Según nuestra opinión, ninguna de estas explicaciones —que acentúan la importancia de los factores económicos o políticos excluyendo los psicológicos o viceversa— debe considerarse correcta. El nazismo constituye un problema psicológico, pero los factores psicológicos mismos deben ser comprendidos como moldeados por causas socioeconómicas; el fascismo es un problema económico y político, pero su aceptación por parte de todo un pueblo ha de ser entendida sobre una base psicológica. En este capítulo nos ocupamos de esta última, es decir, de la base humana del nazismo. Esto nos sugiere dos problemas: la estructura del carácter de aquellos individuos a quienes dirigió su llamamiento y las características psicológicas de la ideología que reveló ser un instrumento tan eficaz con respecto a esos mismos individuos.

Al considerar la base psicológica del éxito del nazismo es menester formular desde el principio esta distinción: una parte de la población se inició en el régimen nazi sin presentar mucha resistencia, pero también sin transformarse en admiradora de la ideología y la práctica política nazis. En cambio, otra parte del pueblo se sintió hondamente atraída por esta nueva ideología, vinculándose de una manera fanática a sus apóstoles. El primer grupo estaba constituido principalmente por la clase obrera y por la burguesía liberal y católica. A pesar de su excelente organización —de modo especial en lo que se refiere a los obreros— estos grupos, aunque nunca dejaron de ser hostiles al nazismo desde sus comienzos hasta 1933, no dieron muestras de aquella resistencia intima que hubiera podido esperarse teniendo en cuenta sus convicciones políticas. Su voluntad de resistencia se derrumbó rápidamente y desde entonces causaron muy pocas dificultades al nazismo (con la excepción, por supuesto, de la pequeña minoría que combatió contra la tiranía durante todos estos años). Desde el punto de vista psicológico, esta disposición a someterse al nuevo régimen parece motivada principalmente por un estado de cansancio y resignación íntimos, que, como se indicará en el próximo capítulo, constituye una característica peculiar del individuo de la era presente, característica que puede hallarse hasta en los países democráticos. En Alemania, además, existía otra condición que afectaba a la clase obrera: las derrotas que ésta había sufrido después de sus primeras victorias durante la revolución de 1918. El proletariado había entrado en el período posbélico con la fuerte esperanza de poder realizar el socialismo o, por lo menos, de lograr un decisivo avance en su posición política, económica y social; pero cualesquiera sean las razones, debió presenciar, por el contrario, una sucesión ininterrumpida de derrotas que produjo el más completo desmoronamiento de sus esperanzas. A principios de 1930 los frutos de sus victorias iniciales se habían perdido casi por completo, y como consecuencia de ello cayó presa de un hondo sentimiento de resignación, de desconfianza en sus líderes y de duda acerca de la utilidad de cualquier tipo de organización o actividad política. Los obreros siguieron afiliados a sus respectivos partidos y, conscientemente, no dejaron de creer en sus doctrinas; pero en lo profundo de su conciencia muchos de ellos habían abandonado toda esperanza en la eficiencia de la acción política.

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