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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (23 page)

En principio, las causas que inducen a las personas a relacionarse con el auxiliador mágico son las mismas que hemos hallado como fundamento de los impulsos simbióticos: la incapacidad de subsistir solo y de expresar plenamente las propias potencialidades individuales. En el caso de los impulsos sadomasoquistas, tal incapacidad origina la tendencia a despojarse del yo individual, pasando la persona a depender del auxiliador mágico; en las formas más leves, que se acaban de tratar, origina simplemente el deseo de ser guiado y protegido. La intensidad de la conexión con el auxiliador mágico se halla en proporción inversa con la capacidad de expresar espontáneamente las propias potencialidades intelectuales, emocionales y sensitivas. Con otras palabras, se espera obtener del auxiliador mágico todo cuanto se espera en la vida, en vez de conseguirlo como resultado de las propias acciones. Cuanto más nos acercamos a este caso, tanto más el centro de nuestra vida se desplaza desde nuestra propia persona a la del auxiliador mágico y sus personificaciones. El problema que se plantea entonces no es ya el de cómo vivir nosotros mismos, sino el de cómo manejarlo a él a fin de no perderlo, de que nos haga obtener lo que deseamos, y hasta de hacerlo responsable de nuestras propias acciones.

En los casos más extremos, toda la vida de una persona se reduce casi exclusivamente al intento de manejarlo a él; la gente usa diferentes medios: algunos, la obediencia; otros, la bondad, y, por último, en ciertas personas, el sufrimiento constituye el medio principal de lograrlo. Puede observarse entonces que no hay sentimiento, idea o emoción que no esté por lo menos algo coloreada por la necesidad de manipular al auxiliador mágico personificado; en otras palabras, ningún acto psíquico es espontáneo o libre. Esta dependencia que surge del entorpecimiento de la espontaneidad, al tiempo que contribuye a obstruir aún mas el desarrollo, proporciona un cierto grado de seguridad; pero tiene por consecuencia una sensación de debilidad y de limitación. En estos casos la persona que depende del auxiliador mágico también se siente esclavizada por él —si bien inconscientemente—, rebelándose en su contra, en mayor o menor grado. Esta rebeldía hacia aquella misma persona en quien se han colocado las propias esperanzas de felicidad y seguridad, da lugar a nuevos conflictos. Tiene que ser reprimida, so pena de perderlo a él; pero mientras tanto el antagonismo subyacente amenaza de manera constante la seguridad que constituía el fin de la relación con el auxiliador mágico.

Si el auxiliador mágico se halla personificado en algún individuo real, el desengaño que se produce cuando éste desmerece las expectativas que se habían colocado en él —y puesto que tales expectativas son ilusorias, toda persona real lleva inevitablemente al desengaño— conduce a conflictos incesantes, a los que se agrega, además, el resentimiento debido al haberse entregado a esa persona. Tales conflictos desembocan a veces en una separación, que generalmente es seguida por la elección de otro objeto, del que se espera el cumplimiento de todas las esperanzas relacionadas con el auxiliador mágico. Si esta nueva relación también resulta un fracaso, se produce otra separación, o bien la persona de que se trata puede descubrir que «así es la vida», y resignarse. Pero lo que no es capaz de reconocer es que el hecho de su fracaso no se debe a errores en la elección del auxiliador mágico, sino que constituye la consecuencia directa de su intento de obtener, por medio del manejo de una fuerza mágica, lo que el individuo puede lograr solamente por sí mismo, por su propia actividad espontánea.

Freud, observando el fenómeno por el cual una persona depende durante toda su vida de una entidad exterior a su propio yo, lo había interpretado como la supervivencia de los primitivos vínculos con los padres, de carácter esencialmente sexual. En realidad, este fenómeno lo había impresionado de tal manera, que le hizo considerar el complejo de Edipo como el núcleo de toda neurosis, viendo en la feliz superación de aquél el problema principal del desarrollo normal.

Si bien el elevar el complejo de Edipo al grado de fenómeno central de la psicología, Freud realizó uno de los descubrimientos de mayor alcance en la ciencia psicológica, no consiguió formular, sin embargo, una adecuada explicación del mismo. Porque aun cuando el problema de la atracción sexual entre padres e hijos existe realmente, y aunque los conflictos que surgen de ese hecho llegan a constituir a veces una parte del desarrollo neurótico, ni la atracción sexual ni los conflictos que de ella derivan constituyen el núcleo esencial en el hecho de la fijación del hijo a sus padres. Mientras aquél es pequeño su dependencia de los padres es perfectamente natural; pero se trata de un tipo de subordinación que no implica necesariamente la restricción de su propia espontaneidad e independencia. En cambio, cuando los padres, obrando como agentes de la sociedad, reprimen ambas, el niño en desarrollo se siente cada vez menos capaz de sostenerse por sí solo; por lo tanto, busca al auxiliador mágico, y muchas veces hace de sus padres una personificación de aquél. Más tarde el individuo transfiere otros sentimientos a alguna otra persona, por ejemplo, al maestro, al marido o al psicoanalista. Además, la necesidad de relacionarse con ese símbolo de la autoridad no se halla motivada por la continuación de la atracción sexual originaria hacia uno de los padres, sino por el entorpecimiento de la expansión y espontaneidad del niño y por la angustia que de ello surge.

Lo que puede observarse en el meollo de toda neurosis, así como en el desarrollo normal, es la lucha por la libertad y la independencia. Para muchas personas normales esa lucha termina con el completo abandono de sus yos individuales, de manera que, habiéndose adaptado, son consideradas normales. El neurótico es, por otra parte, un individuo que, si bien no ha dejado por completo de luchar contra la sumisión, ha quedado al mismo tiempo vinculado a la imagen del auxiliador mágico, cualquiera sea la forma que él haya asumido. Su neurosis debe ser entendida en todos los casos como un intento, no logrado, de resolver el conflicto existente entre su dependencia básica y el anhelo de libertad.

2. La destructividad

Ya nos hemos referido a la necesidad de distinguir entre los impulsos sadomasoquistas y los destructivos, aun cuando ambos se hallan generalmente mezclados. La destructividad difiere del sadomasoquismo por cuanto no se dirige a la simbiosis activa o pasiva, sino a la eliminación del objeto. Pero también los impulsos destructivos tienen por raíz la imposibilidad de resistir a la sensación de aislamiento e impotencia. Puedo aplacar esta última, que surge al compararme con el mundo exterior, destruyendo las cosas y las personas. Ciertamente, aun cuando logre eliminar el sentimiento de impotencia, siempre quedaré solo y aislado, pero se trata de un espléndido aislamiento en el que ya no puedo ser aplastado por el poder abrumador de los objetos que me circundan. La destrucción del mundo es el último intento —un intento casi desesperado— para salvarme de sucumbir ante aquél. El sadismo tiene como fin incorporarme el objeto; la destructividad tiende a su eliminación. El sadismo se dirige a fortificar al individuo atomizado por medio de la dominación sobre los demás; la destructividad trata de lograr el mismo objetivo por medio de la anulación de toda amenaza exterior.

Todo observador de las relaciones personales que se desarrollan en nuestra sociedad no puede dejar de sentirse impresionado por el grado de destructividad que se halla presente en todas partes. En general, no se trata de un impulso experimentado de manera consciente, sino que es racionalizado de distintas maneras. En efecto, no hay nada que no haya sido utilizado como medio de racionalización de la destructividad. El amor, el deber, la conciencia, el patriotismo, han servido de disfraz para ocultar los impulsos destructivos hacia los otros y hacia uno mismo. Sin embargo, debemos distinguir entre dos especies de tales tendencias. Están las que resultan de una situación específica; tal es, por ejemplo, la reacción que origina el ataque contra la vida o la integridad propia o ajena, o bien contra aquellas ideas con las cuales una persona se identifica. En este caso, la destructividad es el concomitante necesario de la afirmación de la propia vida.

La destructividad de que estamos tratando ahora no pertenece, empero, a este tipo racional —o mejor dicho reactivo—, sino que constituye una tendencia que se halla constantemente en potencia dentro del individuo, el cual, por decirlo así, está acechando la oportunidad de exteriorizarla. Cuando no existe ninguna «razón» objetiva que justifique una manifestación de destructividad, decimos que se trata de un individuo mental o emocionalmente enfermo (aun cuando tal persona nunca deja de construir alguna clase de racionalización). Sin embargo, en la mayoría de los casos, los impulsos destructivos son racionalizados de tal manera que por lo menos un cierto número de personas, o aun todo un grupo social, participan de las creencias justificativas; de este modo, para todos sus miembros, tales racionalizaciones parecen corresponder a la realidad, ser «realistas». Pero los objetos destinados a sufrir la destructividad irracional y las razones especiales que se hacen valer representan factores de importancia secundaria; los impulsos destructivos constituyen una pasión que obra dentro de la persona y siempre logran hallar algún objeto. Si por cualquier causa ningún otro individuo puede ser asumido como objeto de la destructividad, éste será el mismo yo. Cuando ello ocurre, y si se trata de un caso de cierta gravedad, puede sobrevenir como consecuencia una enfermedad física y aun intentos de suicidio.

Hemos supuesto que la destructividad representa una forma de huir de un insoportable sentimiento de impotencia, dado que se dirige a eliminar todos aquellos objetos con los que el individuo debe compararse. Pero, si tenemos en cuenta la inmensa función que cumplen las tendencias destructivas en la conducta humana, tal interpretación no parece una explicación suficiente; a esas mismas condiciones de aislamiento e impotencia se deben otras dos fuentes de la destructividad: la angustia y la frustración de la vida. Por lo que se refiere al papel de la angustia, no es necesario decir mucho. Toda amenaza contraria a los intereses vitales (materiales y emocionales) origina angustia, y las tendencias destructivas constituyen la forma más común de reaccionar frente a ella. La amenaza puede circunscribirse a una situación y persona determinadas. En este caso la destructividad se dirige contra esa persona colocada en tal situación. También puede ser una angustia constante —aunque no necesariamente consciente— que se origina en la perpetua sensación de una amenaza por parte del mundo exterior. Este tipo de angustia constante deriva de la posición en que se halla el individuo aislado e impotente, y constituye la otra fuente de la reserva de destructividad que en él se deposita.

Otra consecuencia importante de la misma situación básica está representada por lo que he llamado la frustración de la vida. El individuo aislado e impotente ve obstruido el camino de la realización de sus potencialidades sensoriales, emocionales e intelectuales. Carece de la seguridad interior y de la espontaneidad que constituyen las condiciones de tal realización. Esta obstrucción íntima resulta acrecentada por los tabúes culturales impuestos a la felicidad y al placer, tales como aquellos que han tenido vigencia a través de la religión y las costumbres de la clase media desde el período de la Reforma. En nuestros días el tabú exterior ha desaparecido virtualmente, pero los obstáculos íntimos han permanecido muy fuertes, a pesar de la aprobación consciente que recae sobre el placer sensual.

Freud se ha ocupado de este problema referente a la relación entre la frustración de la vida y los impulsos destructivos, y la discusión de su teoría nos permitirá expresar algunas consideraciones nuestras.

Freud se dio cuenta de haber descuidado el peso y la importancia de los impulsos destructivos en la formación original de su teoría, según la cual las motivaciones básicas de la conducta humana son el impulso sexual y el de autoconservación. Cuando más tarde admitió que las tendencias destructivas son tan importantes como las sexuales, formuló la hipótesis de que existen en el hombre dos impulsos básicos: uno dirigido hacia la vida, más o menos idéntico a la libido, y un instinto de muerte cuyo objetivo es la destrucción de la vida. También supuso que este último puede mezclarse con la energía sexual y dirigirse entonces contra el propio yo o contra objetos exteriores. Agregó que el instinto de muerte se halla arraigado en una característica biológica inherente a todo organismo viviente y que constituye, por lo tanto, un elemento necesario e inalterable de la vida.

La hipótesis del instinto de muerte puede considerarse satisfactoria en tanto toma en consideración, en toda su importancia, aquellas tendencias destructivas que habían sido olvidadas en las teorías freudianas anteriores. Pero no lo es en tanto acude a una explicación de corte biológico que no tiene debida cuenta del hecho de que el grado de destructividad varía inmensamente entre los individuos y entre los grupos sociales. Si la hipótesis de Freud fuera correcta, deberíamos admitir que la intensidad de los impulsos destructivos —en contra de uno mismo o de los demás— permanece aproximadamente constante. Pero lo que observamos es justamente lo contrario. No solamente la importancia de la destructividad entre individuos de nuestra propia cultura varía en alto grado, sino que también difiere entre distintos grupos sociales. Así, por ejemplo, la intensidad de los impulsos destructivos que observamos en el carácter de los miembros de la clase media europea, es sin duda mucho mayor que la de las clases obrera y elevada. Los estudios antropológicos nos han familiarizado con determinados pueblos que se caracterizan por cierto grado de destructividad, mientras que en otros faltan tales impulsos, ya sea en forma de hostilidad contra los demás o bien contra uno mismo.

Nos parece que todo intento para descubrir las raíces de la destructividad debe comenzar por la observación de las diferencias arriba señaladas y examinar luego cuáles son los otros factores diferenciales y de qué manera éstos pueden explicar las diferencias que se dan en el grado de destructividad.

Este problema presenta tales dificultades que requeriría una consideración detallada, por separado, que no puede emprenderse en esta obra. Sin embargo, deseo indicar en qué dirección puede hallarse la respuesta. Parecería que el grado de destructividad observable en los individuos es proporcional al grado en que se halla cercenada la expansión de su vida. Con ello no nos referimos a la frustración individual de este o aquel deseo instintivo, sino a la que coarta toda la vida y ahoga la expansión espontánea y la expresión de las potencialidades sensoriales, emocionales e intelectuales. La vida posee un dinamismo íntimo que le es peculiar; tiende a extenderse, a expresarse, a ser vivida. Parece que si esta tendencia se ve frustrada, la energía encauzada hacia la vida sufre un proceso de descomposición y se muda en una fuerza dirigida hacia la destrucción. En otras palabras: el impulso de vida y el de destrucción no son factores mutuamente independientes, sino que son inversamente proporcionales. Cuanto más el impulso vital se ve frustrado, tanto más fuerte resulta el que se dirige a la destrucción; cuanto más plenamente se realiza la vida, tanto menor es la fuerza de la destructividad. Esta es el producto de la vida no vivida. Aquellos individuos y condiciones sociales que conducen a la represión de la plenitud de la vida, producen también aquella pasión destructiva que constituye, por decirlo así, el depósito del cual se nutren las tendencias hostiles especiales contra uno mismo o los otros.

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