Dagon abrió la boca, dejando al descubierto un círculo de dientes afilados y puntiagudos.
—No fracasarán. Las Dísir tienen la intención de traer a Nidhogg.
Nicolás Maquiavelo pestañeó, mostrando su asombro.
—Nidhogg... ¿Está libre? ¿Cómo?
—El Árbol del Mundo fue destruido.
—Si liberan a Nidhogg sobre Scathach, entonces estás en lo cierto. No fracasarán. No pueden hacerlo.
Dagon alargó la mano y se quitó las gafas de sol. Sus gigantescos ojos bulbosos miraban fijamente al italiano.
—Y si pierden el control sobre el Nidhogg, la criatura podría devorar la ciudad entera.
Maquiavelo se tomó unos instantes para considerar la idea. Después, asintió.
—Será el precio que tenemos que pagar para destruir a la Sombra.
—Te empiezas a parecer a Dee.
—Oh, no tenemos nada en común el Mago inglés y yo —respondió Maquiavelo un tanto dolido—. Dee es un fanático peligroso.
—¿Acaso tú no lo eres? —preguntó Dagon.
—Yo sólo soy peligroso.
El doctor John Dee estaba sentado en el asiento de cuero de su avión privado mientras observaba el paisaje luminoso de Los Ángeles alejándose poco a poco. Mirando un reloj de bolsillo algo recargado, se preguntaba si Maquiavelo ya habría recibido la llamada de su maestro. Suponía que sí. Dee esbozó una sonrisa, intentando imaginar cómo se habría quedado el italiano. Como mínimo, le habría demostrado a Maquiavelo quién mandaba en ese asunto.
No hacía falta ser un genio para adivinar que el italiano intentaría perseguir a Flamel y los mellizos él solo. Pero Dee había invertido muchos esfuerzos y tiempo en rastrear al Alquimista para perderlo ahora, en el último momento, por culpa de alguien como Nicolas Maquiavelo.
Cerró los ojos en el momento del despegue. Sintió cómo el estómago se le retorcía. Automáticamente, cogió la bolsa de papel que estaba debajo de su asiento: le encantaba volar, pero su estómago siempre protestaba. Si todo salía como lo había planeado, pronto gobernaría el planeta y jamás tendría que volver a volar. Todo el mundo iría a donde él estuviera.
El avión tomó un ángulo y Dee tragó saliva; se había comido un burrito relleno de pollo en el aeropuerto y ahora empezaba a arrepentirse. El refresco con gas había sido un completo error.
Dee ansiaba que los Inmemoriales regresaran a la tierra. Quizá podrían restablecer la red de puertas telúricas por todo el mundo para que volar no fuera necesario. Cerró los ojos y el Mago se concentró en los Inmemoriales y en los beneficios que podrían traer a este planeta. Dee sabía que, en tiempos pasados, los Inmemoriales habían creado un paraíso en la tierra. Todos los libros y pergaminos ancestrales, los mitos y leyendas de cada raza, hablaban sobre esa época gloriosa. Su maestro le había prometido que los Inmemoriales utilizarían su magia para transformar esta tierra en un paraíso otra vez. Invertirían los efectos del calentamiento global, repararían el agujero en la capa de ozono y darían vida a los desiertos. El Sahara explotaría; las capas de hielo polar se derretirían, mostrando así la tierra fértil que contenían debajo. Dee ya había planeado fundar la capital del planeta en la Antártida, a orillas del lago Vanda. Los Inmemoriales restablecerían sus antiguos reinos en Sumeria, Egipto, Centroamérica y Angkor. Gracias al conocimiento que contenía el Libro de Abraham, incluso sería posible levantar, otra vez, Danu Talis.
Por supuesto, Dee sabía que los seres humanos se convertirían en esclavos, o en comida, para aquellos Inmemoriales que todavía necesitaban ingerir alimento. Pero ése era el precio que debían pagar por los demás beneficios.
El avión se niveló y Dee sintió cómo se le asentaba el estómago. Abriendo los ojos, respiró profundamente y echó un vistazo a su reloj de bolsillo. Le costaba creer que en cuestión de horas, literalmente horas, capturaría finalmente al Alquimista, Scathach y, además, a los mellizos. Éstos eran como una bonificación extra. Cuando tuviera a Flamel y las páginas del Códex, el mundo cambiaría.
Jamás entendería por qué Flamel y su esposa habían invertido tantos esfuerzos para evitar que los Inmemoriales trajeran otra vez la civilización a la tierra. Pero no olvidaría preguntárselo... antes de matarle.
icolas Flamel se detuvo en la Rué Beaubourg y, muy lentamente, se dio media vuelta, escudriñando cada rincón de la calle. No creía que le estuvieran siguiendo, pero necesitaba estar seguro. Había tomado un tren hasta la estación de Saint-MichelNotre-Dame y había cruzado el Sena por el Pont d'Arcole, dirigiéndose así hacia la monstruosidad de cristal y acero, conocida también como el Centro Pompidou. Mientras caminaba poco a poco, se detenía, cruzaba de una acera a otra de la calle, paraba delante de un quiosco para comprar el periódico y se demoraba tomándose un café recién hecho; el Alquimista continuaba buscando a cualquiera que prestara atención especial a sus movimientos. De momento, no había nadie que estuviera siguiendo sus pasos.
París había cambiado desde la última vez que había estado allí y, aunque ahora llamara a San Francisco su hogar, la capital francesa era la ciudad que le había visto nacer, así que siempre sería su ciudad.
Tan sólo un par de semanas antes, Josh había descargado el programa Google Earth en el ordenador del cuarto interior de la librería y le había enseñado cómo utilizarlo. Nicolas había pasado horas contemplando las calles por las que antaño había paseado, encontrando edificios que conocía desde su adolescencia incluso descubriendo el Cementerio de los Santos Inocentes, donde supuestamente él había sido enterrado.
Le había despertado interés una calle en particular. La había encontrado en el mapa y, en términos virtuales, había caminado por ella, sin percatarse de que lo estaría haciendo en términos reales al cabo de pocos días.
Nicolas Flamel giró a mano izquierda y se adentró en la Rué de Montmorency. De repente, se frenó, como si se hubiera encontrado un muro de frente.
Respiró profundamente, consciente de que su corazón estaba latiendo con fuerza. La oleada de emociones era extraordinariamente poderosa. El callejón era tan angosto que los rayos de sol matutinos no alcanzaban a penetrar en él, de forma que estaba bañado por una oscuridad completa. En ambos lados de la callejuela, se alzaban edificios altos de color crema. En la mayoría de ellos pendían unas macetas repletas de flores y plantas que decoraban las paredes. En ambos extremos se habían colocado unos postes metálicos de color negro sobre la acera para evitar que los coches aparcaran ahí.
Nicolas caminó por el callejón con lentitud y cautela, observando tal y como antaño había sido; recordando.
Hacía más de seiscientos años, Perenelle y él habían vivido en esta calle. Ahora podía vislumbrar con claridad imágenes de un París medieval que le resultaba más familiar. Un desorden poco armónico entre casas de madera y de piedra; callejuelas sinuosas y estrechas; puentes podridos; una serie de edificios y calles a punto de derrumbarse que tenían el aspecto de ser alcantarillas abiertas al aire libre; el ruido, el increíble e incesante ruido y la nauseabunda miasma que cubría la ciudad; una mezcla de seres humanos moribundos y sucios y animales mugrientos eran, entre otras, cosas que jamás olvidaría.
Al final de la Rué de Montmorency, encontró el edificio que había estado buscando.
No había cambiado mucho. La última vez que lo vio, la piedra lucía un bonito color crema; ahora, estaba manchada, desgastada por el paso del tiempo, desconchada y teñida de color negro por el hollín. La puerta y las tres ventanas habían sido renovadas, pero el edificio en si mismo era uno de los más antiguos de París. Justo encima de la puerta principal aparecía un número de metal azul, el 51, y encima del número se hallaba un cartel de piedra que anunciaba que aquella casa había sido una vez la MAISON DE NICOLAS FLAMEL ET DE PERENELLE, SA FEMME. Un cartel en forma de escudo revelaba que se trataba del AUBERGE NICOLAS FLAMEL. Ahora, era un restaurante.
Antaño, había sido su hogar.
Acercándose a la ventana, Nicolas fingía leer el menú mientras contemplaba el interior. Evidentemente, había sido reformado por completo, y con toda seguridad una infinidad de veces, pero las vigas oscuras que cruzaban el techo blanco parecían ser las mismas que tantas veces había mirado hacía ya más de seis siglos.
Ahora se daba cuenta de que él y su esposa habían sido muy felices allí.
Y habían estado a salvo.
Sus vidas eran muy sencillas en aquel entonces: no conocían a los Inmemoriales ni a los Oscuros Inmemoriales y no tenían ni la menor idea de la existencia del Códex, o de los inmortales que lo protegían.
En esa época, él y Perenelle todavía eran completamente humanos.
Las antiguas piedras de la casa habían sido cinceladas, dibujando así una variedad de imágenes, símbolos y letras que sabía que habrían dejado perplejos e intrigados a varios eruditos a lo largo de los siglos. La mayoría carecían de significado, eran como carteles de una tienda de la época medieval. Sin embargo, había uno o dos que tenían un significado especial. Nicolas miró hacia ambos lados de la calle, asegurándose de que estaba completamente vacía. Entonces alargó su mano derecha y trazó la silueta de la letra N, que estaba esculpida en una de las piedras de la izquierda de la ventana central. Una estela verde se enroscó alrededor de la letra. Después, dibujó una F muy barroca, que se hallaba en el otro lado de la misma ventana, dejando un perfil brillante de la letra suspendido en el aire. Agarrándose al marco de la ventana con su mano izquierda, se arrastró hacia el alféizar y, con la ayuda de su mano derecha, levantó la cabeza. En ese instante, sus dedos parecían perfilar las formas de unas letras en las viejas piedras del edificio. Dejó que su aura fluyera por sus dedos, escribió una secuencia de letras... y la piedra se tornó templada y blanda. Entonces empujó... y sus dedos se sumergieron en la piedra. En ese instante agarraron un objeto que Nicolas había ocultado en el bloque sólido de granito en el siglo XV. Lo extrajo de la piedra, se soltó del marco de la ventana y se desplomó ágilmente sobre el suelo, envolviendo rápidamente el objeto con una copia del periódico Le Monde. Después se dio media vuelta y empezó a caminar por la calle echando un rápido vistazo hacia atrás.
Antes de salir, una vez más, a la Rué Beaubourg, Nicolas miró su mano izquierda. Anidada en el centro de su palma se hallaba la imagen perfecta de la mariposa negra que Saint-Germain había dibujado en su piel. «Te conducirá hacia donde yo esté», le había asegurado.
Nicolas Flamel frotó su dedo índice sobre el tatuaje.
—Llévame junto a Saint-Germain —murmuró— Condúceme hacia él.
El tatuaje empezó a tiritar en su piel, agitando sus alas negras. De repente, se despegó de su piel y permaneció en frente de él batiendo las alas. Un segundo más tarde, la mariposa comenzó a bailar y a pulular por la calle.
—Ingenioso —susurró Nicolas—, muy ingenioso.
Entonces, se puso en camino, siguiendo las indicaciones de la mariposa.
erenelle salió del calabozo. La puerta jamás había estado cerrada con llave, pues no había necesidad: nada podía pasar por encima de la esfinge. Pero ahora la esfinge se había ido. Perenelle respiró profundamente: el hedor ácido de la criatura, una mezcla rancia de serpiente, león y pájaro, había disminuido, permitiendo así que la Hechicera percibiera los aromas típicos de la prisión de Alcatraz: sal y metal oxidado, algas marinas y piedras. Giró hacia la izquierda y empezó a caminar a paso ligero por un pasillo repleto de calabozos. Perenelle estaba en la Roca, pero no sabía exactamente en qué parte del gigantesco laberinto. Aunque ella y Nicolas habían vivido en San Francisco durante años, jamás habían sentido la tentación de visitar la fantasmagórica isla. Todo lo que sabía es que estaba por debajo de la superficie terrestre. La única luz provenía de una serie de bombillas de baja potencia esparcidas por las celdas que contaban con electricidad. Perenelle dibujó una sonrisa irónica; la luz no le beneficiaría. La esfinge temía a la oscuridad; la criatura provenía de una época en que, realmente, los monstruos se ocultaban en lugares sombríos.
La esfinge había sido engatusada por el fantasma de Juan Manuel de Ayala. Había ido en busca de los ruidos misteriosos, del repiqueteo de los barrotes y de las puertas que se cerraban de golpe. Esta colección de sonidos había invadido, de forma repentina, el edificio. Durante cada segundo que la esfinge estaba lejos del calabozo, el aura de Perenelle recargaba energía. No podría recuperar toda la fuerza; para ello necesitaría dormir y comer primero, pero al menos ya no era vulnerable. Todo lo que tenía que hacer era alejarse del camino de la esfinge.