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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (21 page)

BOOK: El Mago
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Una puerta se cerró de golpe en lo alto del edificio, y Perenelle se quedó inmóvil mientras escuchaba cómo unas garras correteaban por el suelo. Entonces una campana empezó a retumbar, de forma lenta y solemne, solitaria y alejada. La Hechicera percibió un ruido estrepitoso causado por el roce de las garras de la criatura sobre la piedra del suelo mientras ésta corría para averiguar qué ocurría.

Perenelle rodeó su cuerpo con los brazos, rozándose las manos con él, intentando entrar en calor. Llevaba un vestido de verano de tirantes. En circunstancias normales, Perenelle era capaz de regular su temperatura mediante el ajuste de su aura, pero tenía muy poca energía y se negaba a utilizarla de este modo. Uno de los talentos especiales de la esfinge era la capacidad de detectar y nutrirse de energía mágica.

Las sandalias planas de Perenelle no emitían ningún sonido sobre las piedras mientras corría por el pasillo. Iba cautelosa, pero no asustada. Perenelle Flamel había vivido más de seis siglos y, mientras Nicolas sentía una gran fascinación por la alquimia, ella había concentrado sus esfuerzos en el arte de la brujería. Sus investigaciones la habían llevado a lugares lúgubres y peligrosos, no sólo en este planeta, sino también en los Mundos de Sombras que lo bordeaban.

A lo lejos, se escuchaban vidrios partiéndose y desplomándose sobre el suelo. Escuchó a la esfinge silbar y aullar, mostrando así su frustración. Pero aquel sonido quedaba muy lejos. Perenelle sonrió: De Ayala estaba manteniendo a la esfinge ocupada, y sin importar cuánto tiempo invirtiera en buscarlo, jamás lo encontraría. Incluso una criatura tan poderosa como la esfinge no podía luchar contra un fantasma o un poltergeist.

Perenelle sabía que debía ascender a otro piso que recibiera directamente luz solar. De esta forma, su aura se recuperaría de forma más rápida. Cuando ya estuviera al aire libre, podría utilizar cualquier hechizo, conjuro o encanto para convertir la existencia de la esfinge en miseria. Un mago escítico, que aseguraba haber ayudado a construir las pirámides para los supervivientes de Danu Talis que decidieron instalarse en Egipto, le había enseñado un hechizo muy útil para derretir piedra. Perenelle no dudaría en echar abajo todo el edificio sobre la esfinge. Lo más probable era que la criatura sobreviviera, pues las esfinges eran prácticamente imposibles de matar, pero al menos reduciría su paso.

Perenelle vislumbró unas escaleras metálicas oxidadas y salió disparada hacia ellas. Estaba a punto de poner un pie sobre el primer peldaño cuando se dio cuenta del hilo gris que lo atravesaba. Perenelle temblaba y mantenía el pie aún en el aire... y entonces dio un paso hacia atrás. Se agachó y contempló la escalinata de metal. Desde ese ángulo, podía avistar los hilos de telarañas que entrecruzaban los peldaños. Cualquiera que pisara la escalera quedaría atrapado. Se echó hacia atrás, observando fijamente las oscuras sombras. Las telarañas eran demasiado gruesas, cual le indicaba que no se trataba de arañas normales. Además, estaban salpicadas por unos diminutos glóbulos de líquido plateado. Perenelle sabía de la existencia de una docena de criaturas que podrían haber tejido esas telarañas, pero no quería encontrarse con ninguna de ellas, ni en ese momento, ni en ese lugar, no mientras sus fuerzas estuvieran bajo mínimos.

Se dio media vuelta y empezó a correr por un largo pasillo alumbrado por una única bombilla ubicada al fondo. Ahora que ya sabía lo que estaba buscando, vislumbraba telarañas plateadas por todas partes, desplegadas por el techo, extendidas por las paredes; además, había nidos gigantescos ubicados en las esquinas, entre las sombras de la cárcel. La presencia de las telarañas explicaba por qué no había encontrado otros insectos o animales en la cárcel, ni hormigas, ni moscas, ni mosquitos, ni ratas. Cuando las criaturas de los nidos empollaran, el edificio se llenaría de arañas. A lo largo de los siglos, Perenelle había conocido a Inmemoriales que se habían asociado con arañas, incluyendo a Aracne y a la enigmática y aterradora Mujer Araña. Pero hasta donde Perenelle sabía, ninguna de ellas estaba aliada con Dee y los Oscuros Inmemoriales.

Perenelle acababa de cruzar el umbral de una puerta abierta, enmarcada perfectamente por una telaraña, cuando percibió un hedor amargo. Aminoró el paso y después se detuvo. Aquel olor era nuevo; no era el de la esfinge. Volviéndose, se acercó todo lo que pudo a la telaraña sin tocarla y trató de ver el interior. Pasaron unos segundos hasta que sus ojos se ajustaron a la oscuridad de la habitación. Y Perenelle se tomó unos instantes para dar sentido a lo que estaba viendo.

Baitales.

El corazón de Perenelle empezó a latir con tal fuerza en el pecho que incluso notaba la vibración del cuerpo. Colgadas desde la bóveda boca abajo, pendían una docena de criaturas. Sus zarpas, que eran una mezcla de pies humanos y garras de pájaro, estaban clavadas en la piedra. Unas alas de murciélago peludas envolvían un cuerpo humano esquelético. Las cabezas eran rostros jóvenes de chicos y chicas que apenas habían alcanzado la mayoría de edad.

Baitales.

Perenelle pronunció la palabra en silencio. Vampiros del continente indio. A diferencia de Scathach, este clan se alimentaba de sangre y vísceras. Pero ¿qué estaban haciendo ahí? Y, más importante aún, ¿cómo habían llegado hasta ahí? Los baitales siempre estaba unidos a una región o tribu: la Hechicera jamás había conocido a uno que abandonara su tierra natal.

Perenelle se volvió lentamente para contemplar el interior de los calabozos situados en el oscuro pasillo. ¿Qué más se hallaría escondido entre las celdas de Alcatraz?

¿Qué estaba planeando el doctor John Dee?

21

l grito de Sophie despertó a Josh de un sueño profundo y tranquilo, sacándole de la cama de un salto. Josh estaba de pie, intentando coger sus pertenencias en la oscuridad completa que le rodeaba.

Sophie chilló otra vez; el sonido era áspero y aterrador. Josh se tropezó en la habitación; se golpeó las rodillas con una silla antes de averiguar dónde estaba la puerta, visible únicamente por la tira de luz procedente del otro lado. Su hermana estaba en la habitación que se hallaba en frente de la suya.

Unas horas antes, Saint-Germain les había acompañado al piso superior y les había dejado escoger las habitaciones. De inmediato, Sophie se decidió por la habitación con vistas a los Campos Elíseos. De hecho, desde la ventana podía contemplar el Arco de Triunfo destacando sobre los tejados parisinos. En cambio, Josh había tomado la habitación de enfrente cuyas vistas daban al jardín trasero, un tanto marchito. Las habitaciones eran pequeñas, de techos bajos y paredes irregulares, incluso ladeadas, pero cada una contaba con su propio baño con una minúscula ducha que sólo tenía dos ajustes: agua hirviendo o agua helada. Cuando Sophie había abierto el agua en su habitación, la ducha de Josh dejó de funcionar. Y aunque le había prometido a su hermana que cuando acabara de ducharse iría a hablar con ella, se había sentado en el borde de la cama y, casi de forma simultánea, se había quedado dormido.

Sophie gritó por tercera vez, soltando un sollozo tan estremecedor que Josh sintió cómo los ojos se le aguaban de lágrimas.

Josh abrió la puerta de su habitación de golpe y corrió por el estrecho pasillo. Entonces empujó la puerta de la habitación de su hermana y se detuvo.

Juana de Arco estaba sentada en el borde de la cama de su hermana, sujetando la mano de Sophie entre las suyas. No había ninguna luz encendida, pero no estaban en completa oscuridad. Las manos de Juana resplandecían con un brillo plateado y, a simple vista, parecía que llevara puesto un guante gris. El joven observó que la mano de su hermana asumía la misma textura y color. Y el aire desprendía un aroma a vainilla y lavanda.

Juana giró la cabeza para mirar a Josh, quien sintió un sobresalto al descubrir que sus ojos se habían convertido en un par de monedas de plata. Dio un paso hacia delante, pero Juana colocó el dedo índice sobre sus labios mientras sacudía ligeramente la cabeza, indicándole que no dijera nada. El destello de su mirada se desvaneció.

—Tu hermana está soñando —dijo Juana. Sin embargo, Josh no estaba seguro de si había pronunciado las palabras en voz alta o si estaba escuchando la voz de Juana en su mente—. La pesadilla ya se está acabando. No regresará —afirmó, convirtiendo la frase en una promesa.

Escuchó cómo la madera del suelo crujía detrás de él y, al volverse, descubrió al conde de Saint-Germain, que se acercaba por una angosta escalera ubicada al fondo de la entrada. Francis le hizo un gesto a Josh desde el pie de la escalera y, aunque no movió ni un ápice los labios, el joven pudo escuchar su voz con claridad.

—Mi esposa cuidará de tu hermana. Sal de ahí.

Josh negó con la cabeza.

—Debería quedarme.

No quería dejar sola a su hermana con aquella extraña mujer; pero también sabía, de forma instintiva, que Juana jamás haría daño a Sophie.

—No hay nada que puedas hacer por ella —dijo Saint-Germain en voz alta—. Vístete y sube al ático. Allí tengo mi estudio.

Entonces se dio media vuelta y desapareció entre los peldaños de la escalera.

Josh echó un último vistazo a Sophie. Estaba descansando tranquilamente y su respiración había vuelto a la normalidad. Gracias al resplandor que emitía la mirada de Juana, Josh se percató de que las ojeras de su hermana se habían atenuado y que, en esos momentos, apenas quedaba rastro de ellas.

—Vete ahora —ordenó Juana—. Hay algunas cosas que tengo que decirle a tu hermana. Cosas privadas.

—Pero ella está dormida... —protestó Josh.

—Pero aun así se las diré —murmuró la mujer—, y ella las escuchará.

En su habitación, Josh se vistió rápidamente. Un fardo de prendas de ropa yacía sobre una silla colocada debajo de la ventana: ropa interior, pantalones tejanos, camisetas y calcetines. Supuso que la ropa pertenecía a Saint-Germain: era, más o menos, de la talla del conde. Josh se puso un par de tejanos negros de diseño y una camiseta negra de seda antes de ponerse sus propios zapatos y echarse un vistazo rápido en el espejo. No pudo evitar sonreír; jamás se habría imaginado llevar prendas de ropa tan exclusivas. En el baño, Josh sacó del envoltorio un cepillo de dientes sin estrenar. Se echó agua fría en la cara y se pasó los dedos por la cabellera rubia, apartando así los mechones que le tapaban la frente. Poniéndose el reloj, Josh se sobresaltó al comprobar que era más tarde de la medianoche del domingo. Había dormido el día entero y la mayor parte de la noche.

Cuando salió de la habitación, se detuvo en frente de la puerta del cuarto de su hermana y miró en el interior. El perfume a lavanda era tan intenso que incluso se le humedecieron los ojos. Sophie permanecía inmóvil sobre la cama y su respiración era regular. Juana seguía a su lado, sujetándole la mano, susurrando palabras en una lengua que era incapaz de entender. La mujer giró la cabeza para mirar a Josh. En ese instante, él se dio cuenta de que sus ojos se habían transformado, otra vez, en discos de plata, sin rastro alguno del blanco típico de los ojos o de una pupila. Juana desvió su mirada hacia Sophie.

Josh las observó con atención durante un momento antes de darse media vuelta. Cuando la Bruja de Endor había formado a Sophie en la Magia del Aire, a él le habían ordenado retirarse; ahora, lo habían vuelto a hacer. Empezaba a darse cuenta de que en este mundo mágico nuevo no había lugar para alguien como él, alguien sin poderes.

Lentamente, Josh subió las sinuosas escaleras que conducían a la oficina de Saint-Germain. Todo lo que Josh habría esperado encontrar en el ático, nada tenía que ver con aquella gigantesca habitación de madera blanca y muy luminosa. El ático tenía el mismo tamaño que toda la casa y resultaba evidente que había sido remodelado para crear un espacio de un solo ambiente. Al fondo, a través de una ventana arqueada, se podían contemplar los Campos Elíseos. La desmesurada habitación estaba repleta de instrumentos musicales y electrónicos, pero no había señales de Saint-Germain.

Un escritorio alargado se extendía desde un extremo al otro de la habitación. Estaba repleto de ordenadores, tanto personales como portátiles, de pantallas de multitud de formas y tamaños, de sintetizadores, de tablas de mezclas, de teclados y de instrumentos de percusión electrónicos.

Al otro lado de la habitación, un trío de guitarras eléctricas estaban colocadas sobre sus correspondientes atriles mientras que una colección de teclados se hallaba ordenada alrededor de una descomunal pantalla de LCD.

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