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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (30 page)

—Aquí todos los días son iguales, no hay nada que te ayude a distinguir uno de otro. Se van sucediendo las estaciones, la hiedra sigue creciendo y las lápidas se caen. Pero cuando llegaste tú… En fin, que me alegro mucho de que te quedaras con nosotros, eso es todo.

La anciana se puso en pie, se sacó de la manga un mugriento pañuelo, escupió en él y limpió la sangre de la frente de Nad.

—¡Ea! Ahora ya estás más presentable —dijo, y se puso muy seria—. No sé muy bien cuándo volveré a verte, así que, por si acaso: cuídate mucho.

Nad, que no recordaba haberse sentido nunca tan disgustado como en aquel momento, echó a andar hacia la tumba de los Owens, y se alegró al ver que sus padres lo estaban esperando. Según se iba acercando, su alegría se transformó en preocupación: ¿qué hacían los señores Owens allí plantados, uno a cada lado de la tumba, como si fueran figuras de una vidriera? No lograba descifrar la expresión de sus rostros.

Su padre avanzó un poco y lo saludó:

—Buenas noches, Nad. Confío en que estarás bien.

—Pues tirando, nada más —replicó Nad, que era lo que respondía el señor Owens cuando algún amigo le hacía ese mismo comentario.

—La señora Owens y yo nos pasamos toda la vida deseando tener un hijo —le dijo su padre—. Pero creo que no habríamos podido tener uno mejor que tú, Nad.

El señor Owens lo miraba con verdadero orgullo.

—Vaya, muchas gracias, pero… —Se volvió hacia su madre, convencido de que ella le explicaría qué era lo que estaba pasando, pero su madre ya no estaba allí—. ¿Adonde se ha ido?

—¡Oh, claro! —El señor Owens parecía muy incómodo—. Esto… Bueno, ya conoces a Betsy. Hay cosas, momentos, en los que uno no sabe muy bien qué decir. En fin, ya sabes.

—No, no lo sé —replicó Nad.

—Me parece que Silas te está esperando —le dijo su padre, y desapareció.

Era más de medianoche. Nad se encaminó hacia la vieja capilla. El árbol que había nacido en el canalón del campanario se había caído durante la última tormenta, arrastrando en su caída unas cuantas tejas de pizarra.

El chico se sentó a esperar en el banco, pero no veía a Silas por ninguna parte.

Sopló una ráfaga de viento. Era una noche de verano, cuando los atardeceres parecen infinitos, y hacía calor, pero Nad sintió erizársele el vello de los brazos.

Entonces una voz le susurró al oído.

—Di que me vas a echar de menos, so melón.

—¿Eres tú, Liza? —Llevaba más de un año sin ver a su amiga la bruja y sin saber nada de ella (desde la noche de los Jack)—. ¿Dónde has estado metida todo este tiempo?

—Vigilando —respondió la niña—. ¿Acaso una dama tiene que andar dando explicaciones sobre lo que hace en cada momento?

—¿Me has estado vigilando?

Liza le susurró al oído:

—De verdad te lo digo, Nadie Owens, lo que hacéis los vivos con la vida es un verdadero despilfarro. Yo no sé para qué la quieres. Como mínimo, di que me echarás de menos.

—Pero ¿adonde te vas? Claro que te voy a echar de menos, espero que…

—Serás idiota —susurró la voz de Liza Hempstock, y Nad sintió que la niña le acariciaba la mano—. Demasiado idiota para estar vivo.

Entonces también sintió los labios de Liza en la mejilla y en la comisura de los labios. Aquellos besos tan dulces lo desconcertaron de tal modo, que no supo qué decir, ni qué hacer.

—Yo también te voy a echar de menos —susurró la niña—. Siempre.

Una brisa repentina le desordenó los cabellos, o quizá fuera la mano de Liza, y Nad se dio cuenta de que volvía a estar solo en el banco.

Se levantó. Fue hasta la puerta de la capilla, levantó la piedra que había al lado del porche y cogió la llave que había debajo (la dejó allí un sacristán que murió muchos años atrás). Abrió la pesada puerta de madera sin siquiera probar si podía atravesarla como antes. La puerta chirrió, como si protestara.

El interior de la capilla estaba oscuro, y Nad se percató de que ya no podía ver en la oscuridad.

—Pasa, Nad —era la voz de Silas.

—No veo nada —observó Nad—. Esto está demasiado oscuro.

—¿Tan pronto? —dijo Silas, y suspiró.

Nad oyó un frufrú de terciopelo y el ruido de una cerilla que sirvió para encender dos grandes cirios que había al fondo de la iglesia. A la luz de las velas, vio a su tutor, que estaba de pie junto a un gran baúl de cuero, tan grande que podría haber contenido el cuerpo de un hombre adulto. Al lado, se hallaba el maletín negro de Silas; Nad lo había visto ya en varias ocasiones, pero aún seguía impresionándolo.

El interior del baúl estaba forrado con una tela blanca.

El chico introdujo una mano y tocó el forro de seda y algo de tierra.

—¿Es aquí donde duermes? —preguntó.

—Cuando estoy lejos de casa, sí —respondió Silas.

Nad se quedó muy desconcertado porque Silas ya vivía en el cementerio antes de que él llegara.

—¿Esta no es tu casa?

Silas negó con la cabeza y le explicó:

—Mi casa está muy, muy lejos de aquí. Eso, si todavía sigue siendo un lugar habitable. Ha habido ciertos problemas en mi tierra natal, y la verdad es que no sé muy bien qué me encontraré cuando regrese.

—¿Vuelves a tu casa? —preguntó Nad. Por lo visto, todo lo que hasta ahora le había parecido inmutable estaba cambiando—. ¿Te vas, de verdad? Pero… Eres mi tutor.

—He sido tu tutor hasta ahora. Pero ya eres lo suficientemente mayor para poder cuidar de ti mismo. Yo debo proteger otras cosas.

Silas cerró el baúl y se puso a abrochar las correas y las hebillas.

—¿Y yo? ¿Puedo quedarme aquí, en el cementerio?

—No deberías —le respondió Silas, y el chico pensó que nunca le había hablado con aquel tono tan suave—. Aquí todo el mundo ha vivido ya su vida, Nad, por muy breve que fuera. Ahora te toca a ti. Tienes que vivir tu vida.

—¿Puedo ir contigo?

Silas negó con la cabeza.

—¿Volveré a verte algún día?

—Es posible —había amabilidad en la voz de Silas, y algo más—. Pero aunque no volvieras a verme, estoy seguro de que yo sí te veré a ti.

Silas apoyó el baúl contra la pared y, encaminándose hacia la puerta que había en el rincón del fondo, le dijo a Nad.

—Ven conmigo.

Nad lo siguió por la escalera de caracol que bajaba hasta la cripta.

—Me he tomado la libertad de prepararte la maleta —le comentó Silas al llegar abajo.

Sobre la caja que contenía los viejos cantorales, había un pequeño maletín de cuero que parecía el hermano pequeño del de Silas.

—Aquí dentro están todas tus pertenencias.

—Hablame de la Guardia de Honor, Silas. Tú formas parte de ella, y también la señorita Lupescu. ¿Quién más? ¿Sois muchos? ¿Qué es lo que hacéis exactamente?

—No somos suficientes, me temo —respondió Silas—. Y, principalmente, protegemos las fronteras.

—¿Qué clase de fronteras?

Silas no contestó.

—¿Quieres decir que os dedicáis a detener a gente como el hombre Jack?

—Hacemos lo que haya que hacer —repuso Silas. Parecía cansado.

—Pero obrasteis bien. Quiero decir, detuvisteis a los Jack. Eran muy peligrosos; unos auténticos monstruos.

Silas se aproximó a Nad, lo que obligó al chico a echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara.

—No siempre he obrado bien —murmuró Silas—. Cuando era joven… hice cosas mucho peores que las que hizo el hombre Jack. Mucho peores de lo que puedas imaginar. Por aquel entonces, yo era el monstruo, Nad, el peor monstruo de todos.

Al chico no se le pasó por la imaginación que su tutor estuviera mintiendo o bromeando. Sabía que era cierto lo que decía.

—Pero ya no lo eres, ¿verdad?

—La gente puede cambiar —replicó Silas y, después, se quedó callado.

Nad se preguntaba si su tutor, si Silas estaba recordando su pasado.

—Ha sido un verdadero privilegio ser tu tutor, jovencito —dijo al fin Silas. Una de sus manos desapareció entre los pliegues de la capa y, cuando volvió a sacarla, tenía en ella una vieja billetera—. Toma. Esto es para ti.

Nad cogió la cartera, pero no la abrió.

—Dentro encontrarás dinero suficiente para empezar a vivir tu vida. Pero sólo lo justo.

—Hace un rato he ido a ver a Alonso Jones, pero no estaba allí. O a lo mejor estaba, y no he podido verlo. Quería que me hablara de todos esos lugares lejanos que visitó a lo largo de su vida: islas, glaciares, montañas… Lugares en los que la gente viste los más extraños atuendos.

Nad vaciló un momento antes de continuar.

—Esos lugares siguen existiendo. Quiero decir, que hay todo un mundo nuevo ahí fuera. ¿Podré conocerlo? ¿Puedo viajar yo a esos lugares?

—Claro que sí. Hay todo un mundo ahí fuera. Tienes un pasaporte en el bolsillo interior del maletín; va extendido a nombre de Nadie Owens. Y no fue fácil conseguirlo.

—Si cambio de opinión, ¿podré volver aquí? —quiso saber Nad, pero él mismo respondió a la pregunta—. Si vuelvo, ya no será mi hogar.

—¿Quieres que te acompañe hasta la puerta principal? —le dijo Silas.

—No… Prefiero ir yo solo. Esto… Silas, si alguna vez estás en un apuro, llámame. Te ayudaré encantado.

—Yo nunca estoy en apuros.

—No, claro. Pero de todos modos…

La cripta estaba muy oscura y olía a humedad y a moho y, por primera vez, a Nad le pareció muy pequeña.

—Quiero ver la vida. Quiero tocarla con mis manos. Quiero dejar mi huella en la arena de una isla desierta. Quiero jugar al fútbol. Quiero… —Nad se interrumpió—. Lo quiero todo.

—Estupendo —dijo Silas, pasándose una mano por los ojos, como si se apartara el cabello de los ojos; un gesto nada habitual en él—. Si en algún momento veo que estoy en un apuro, te prometo que te buscaré.

—¿Aunque tú nunca estés en apuros?

—Tú lo has dicho.

En los labios de Silas asomaba algo que podía ser una sonrisa, o un gesto de tristeza o, simplemente, un efecto óptico provocado por las sombras.

—Bueno pues, adiós, Silas.

Nad extendió la mano, como cuando era un niño, y Silas se la estrechó con su gélida y marfileña mano.

—Adiós, Nadie Owens.

Nad cogió su maletín, abrió la puerta y se fue de la cripta. Luego salió de la capilla y echó a andar por el sendero sin volver la vista atrás.

Hacía ya rato que habían cerrado las puertas del cementerio. Según se acercaba a ellas, se preguntó si se dejarían atravesar, o tendría que volver a la capilla a coger la llave, pero al llegar vio que la pequeña puerta peatonal estaba abierta de par en par, como si estuviera esperándolo, como si el propio cementerio quisiera de ese modo despedirse de él.

Delante de la puerta lo esperaba una figura pálida y regordeta. La mujer le sonrió con los ojos llenos de lágrimas.

—Hola, mamá —dijo Nad.

La señora Owens se enjugó las lágrimas, primero con el dorso de la mano, y luego con el delantal.

—¿Sabes ya qué es lo que vas a hacer? —le preguntó su madre.

—Ver mundo —respondió Nad—. Meterme en líos; salir de ellos; conocer selvas, volcanes, desiertos, islas… Y conocer gente. Quiero conocer a mucha, muchísima gente.

La señora Owens tardó unos instantes en reaccionar.

Lo miró fijamente, y se puso a cantar una canción que a Nad le resultaba muy familiar. Era una nana que ella solía cantarle cuando era un bebé.

—Duerme, duerme mi sol, duerme hasta que llegue el albor. Cuando seas mayor, si no me equivoco, viajarás por todo el mundo.

—No te equivocas, no —murmuró Nad. Viajaré por todo el mundo.

—Besarás a una princesa, bailarás un poco, hallarás tu nombre y un tesoro ignoto…

Entonces la señora Owens recordó la última estrofa y se la cantó a su hijo.

—Haz frente a tu vida, habrá dolor y también alegría, no dejes de explorar todos los caminos.

—No dejes de explorar todos los caminos —repitió Nad—. Todo un reto, pero haré lo que pueda.

Quiso abrazar a su madre, como cuando era un niño, pero fue como intentar abrazar una nube, pues allí ya no había nadie.

Al atravesar la puerta del cementerio, le pareció oír una voz que decía: «Estoy tan orgullosa de ti, hijo mío», pero quizá fuera cosa de su imaginación.

Era un día de verano, y el sol empezaba a asomar por el este. Nad echó a andar colina abajo, para reunirse con los vivos, en la ciudad, a plena luz.

Llevaba un pasaporte en la maleta y algo de dinero en la cartera. Una sonrisa quería asomar a sus labios, pero era una sonrisa tímida aún, pues el mundo era un lugar mucho más grande que un pequeño cementerio en la colina; tenía por delante muchos peligros y misterios que afrontar, nuevos amigos por descubrir, viejos amigos por reencontrar, errores que todavía debía cometer y, en definitiva, muchos caminos por recorrer antes de regresar para siempre al cementerio, o de cabalgar a lomos del inmenso caballo de la Dama de Gris.

Pero entre el presente y el futuro, estaba la vida; y Nad caminó a su encuentro con los ojos y el corazón abiertos de par en par.

Agradecimientos

Primero, por encima de todo y siempre, he de reconocer que este libro le debe mucho, consciente e inconscientemente, a Rudyard Kipling y a los dos volúmenes de El libro de la selva. De niño, su lectura me impresionó y me emocionó enormemente; tanto, que de mayor he vuelto a leerlos y releerlos mil veces. Si hasta ahora sólo habéis visto la película de Disney, deberíais leer la novela.

Fue mi hijo Michael quien me inspiró este libro.

Comencé a pergeñarlo cuando él tenía dos años, viéndolo circular con su pequeño triciclo por entre las tumbas un día de verano. Luego sólo me ha llevado veintitantos años sentarme a escribirlo.

Una vez que me decidí (empecé por el capítulo 4), tan sólo la insistencia de mi hija Maddy, que quería saber que más pasaba después, me empujó a continuar después de las primeras dos páginas.

Gardner Dozois y Jack Dann publicaron La lápida de la bruja, y la profesora Georgia Grilli habló de ese libro incluso antes de haberlo leído; escucharla me ayudó a ordenar y concretar los diversos temas. Kendra Stout estaba conmigo cuando vi por primera vez una puerta de los
ghouls
, y tuvo la amabilidad de acompañarme a visitar otros muchos cementerios. Ella fue la primera en leer los capítulos iniciales, y su amor por Silas fue realmente increíble.

Audrey Niffenegger, artista y escritora, es también una experta guía de cementerios, y fue ella quien me descubrió esa maravilla cubierta de hiedra que es la parte occidental del cementerio de Highgate. Muchas de las cosas que me contó acabaron formando parte de los capítulos 7 y 8. Olga Nunes, una antigua elfa, y Hayley Campbell, una asustadiza hija de la divinidad, lo hicieron fantástico y siempre me apoyaron.

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