Pero esta vez Nad no dijo nada.
Scarlett lo miró, como si no supiera muy bien qué era lo que estaba mirando.
—Así que lo sabías. Sabías que el Sanguinario se lo iba a llevar. ¿Por eso me escondiste allí? ¿Fue por eso? ¿Y qué he sido yo, un simple anzuelo?
—No, Scarlett, no se trata de eso —le dijo—. Estamos vivos, ¿no? Y ese tipo no volverá a hacernos daño.
Scarlett sentía que una rabia incontenible empezaba a apoderarse de ella. El miedo había desaparecido, y todo cuanto quería ahora era liarse a patadas con algo, gritar con todas sus fuerzas. Pero decidió contenerse.
—¿Y qué ha pasado con los demás? ¿Los has matado también?
—Yo no he matado a nadie.
—Entonces, ¿dónde están?
—Uno de ellos está en el fondo de una fosa, con un tobillo roto. Los otros tres están… muy lejos de aquí.
—¿No los mataste?
—Pues claro que no. Este es mi hogar. ¿De verdad crees que me apetece tenerlos rondando por aquí hasta el fin de los tiempos? —replicó Nad. Y, tras una pequeña pausa, añadió—: Mira, no te preocupes. Ya ha pasado todo, me he encargado de todos ellos.
Scarlett se apartó de él y le espetó:
—Tú no eres un ser humano. Los seres humanos no actúan de ese modo. Eres un monstruo.
Nad se puso blanco como el papel. Después de lo que había tenido que pelear aquella noche, después de lo que había pasado, aquello era, con mucho, lo más difícil de asimilar.
—No —replicó—. Eso no es cierto.
Scarlett se apartó de Nad. Dio un paso, luego otro, y ya estaba a punto de echar a correr, de darse la vuelta y huir como alma que lleva el diablo, cuando un hombre alto, vestido con un traje de terciopelo negro, le puso una mano en el hombro, y le dijo:
—Creo que estás siendo muy injusta con Nad. Pero, indudablemente, serás mucho más feliz si no recuerdas nada de lo que ha sucedido hoy aquí. Así que, ven conmigo, y hablemos tú y yo de todo lo que te ha pasado estos días. Entre los dos decidiremos lo que debes recordar y lo que, por tu bien, debes olvidar.
—Silas —protestó Nad—, no puedes hacerme eso. No puedes hacer que se olvide de mí.
—Es lo mejor, créeme —replicó Silas—. Por su bien y por el de todos nosotros.
—¿Y yo qué? ¿Es que no tengo derecho a dar mi opinión? —preguntó Scarlett.
Silas no contestó y Nad dio un paso hacia su amiga.
—Ya ha pasado todo —le dijo—. Sé que ha sido muy duro, pero… Lo conseguimos. Tú y yo. Los hemos vencido.
Scarlett meneó suavemente la cabeza, como si se negara a aceptar todo lo que había visto aquella noche, todo lo que había experimentado. Luego miró a Silas y rogó:
—Quiero volver a casa, por favor.
Silas asintió y, juntos, echaron a andar por el sendero en dirección a la salida del cementerio. Nad se quedó mirando a Scarlett mientras se alejaba, esperando que se volviera una vez más y lo mirara, que le sonriera o que, al menos, lo mirara sin miedo. Pero ella no se volvió. Se marchó, sin más.
Nad volvió a entrar en el mausoleo. Se puso a recoger los ataúdes del suelo, a limpiar los escombros y colocó otra vez los huesos dentro de los ataúdes, aunque ninguno de los Frobisher, Frobysher ni Pettyfer allí reunidos parecían muy seguros de qué huesos eran los de cada uno de ellos.
Un hombre llevó a Scarlett a su casa. Más adelante, la madre de la niña no lograría recordar muy bien lo que le había dicho, pero se llevó un disgusto al saber que Jay Frost se había visto obligado a abandonar la ciudad a causa de una fuerza mayor.
El hombre se quedó un rato charlando con ellas en la cocina, acerca de sus vidas y sus sueños. Terminada la conversación, y sin saber muy bien por qué, la madre de Scarlett decidió que sería mejor regresar a Glasgow; a Scarlett le haría muy feliz vivir cerca de su padre y volver a ver a sus amigos de siempre.
Silas dejó a la chica y a su madre charlando animadamente en la cocina, haciendo planes para regresar a Escocia, y Noona le prometió a su hija que le compraría un móvil. Ni siquiera se acordaban ya de que Silas había estado allí, pero eso era exactamente lo que él pretendía.
Silas regresó al cementerio y se encontró a Nad sentado en las gradas del anfiteatro, junto al obelisco.
—¿Qué tal está?
—Borré sus recuerdos. Van a volver a Glasgow; ella tiene muchos amigos allí.
—¿Cómo has logrado que me olvide?
—La gente prefiere olvidar lo imposible; les hace la vida más fácil.
—Me caía bien.
—Lo siento mucho.
Nad quiso sonreír, pero no le salía.
—Aquellos hombres… dijeron que estaban teniendo problemas en Cracovia, y también en Melbourne y en Vancouver. Fuiste tú, ¿verdad?
—Sí, pero no iba solo —respondió Silas.
—¿Ibas con la señorita Lupescu? —inquirió Nad. Pero entonces, al ver la expresión de su tutor, preguntó—: ¿Se encuentra bien?
Silas negó con la cabeza y, por un momento, Nad no pudo soportar mirarle a la cara.
—Era una mujer muy valiente. Luchó por ti hasta el final, Nad.
—El Sanguinario se quedó con el hombre Jack; otros tres Jack se fueron por la puerta de los
ghouls
, y hay uno herido, pero todavía con vida, en el fondo de la fosa de Carstairs.
—El último Jack —dijo Silas—. Tengo que hablar con él, antes de que amanezca.
Un viento frío barrió el cementerio, pero ninguno de los dos pareció notarlo.
—Scarlett tenía miedo de mí —afirmó Nad.
—Sí.
—Pero ¿por qué? Le salvé la vida. No soy una mala persona. Yo soy como ella, yo también estoy vivo.
Poco después, tras un breve silencio, preguntó:
—¿Cómo murió la señorita Lupescu?
—Con valentía —respondió Silas—. Luchando… Protegiendo a los demás.
—Podrías haberla traído aquí —la mirada de Nad se había ensombrecido—. Si la hubiéramos enterrado aquí, ahora hablaría con ella.
—No, no tenía elección —replicó Silas.
—Solía llamarme Nimini —sintió escozor en los ojos—. Ahora nadie volverá a llamarme así. Nunca.
—¿Quieres que vayamos a comprarte algo de comer? —le preguntó Silas.
—¿Has dicho vayamos? ¿Quieres que vaya contigo?
—Ya no hay nadie que quiera matarte. Al menos, de momento. Hay muchas cosas que no volverán a hacer. Nunca más. Así que… Sí, puedes venir conmigo. ¿Qué te apetece comer?
Nad estuvo a punto de decirle que no tenía hambre, pero se dio cuenta de que no era verdad. De hecho, estaba un poco mareado, flojo, y tenía un hambre de lobo.
—¿Pizza, quizá? —sugirió.
Atravesaron el cementerio, en dirección a las puertas.
Por el camino, Nad vio a los habitantes del cementerio, pero dejaron que el chico y su tutor pasaran por su lado sin decirles una palabra. Se limitaron a mirarlos.
Nad quería darles las gracias por su ayuda, expresarles su gratitud, pero los muertos no hablaron.
Las luces de la pizzería eran muy potentes, demasiado potentes para Nad. Silas y él se sentaron hacia el fondo, y Silas le enseñó a leer el menú y a pedir la comida. (Él pidió un vaso de agua y una ensalada, que esparció cuidadosamente por el cuenco con el tenedor, pero no llegó a probarla siquiera.) Nad se comió su pizza con los dedos y con verdadero entusiasmo. No quiso hacer más preguntas. Ya se lo contaría todo Silas cuando le pareciera oportuno. O quizá no.
—Hace ya tiempo —dijo Silas— que sabíamos de su existencia… Me refiero a los Jack… Bueno, en realidad, sólo los conocíamos por las secuelas resultantes de sus actividades. Sospechábamos que detrás de todo ello había una organización, pero sabían ocultarse muy bien. Entonces vinieron a por ti y mataron a tu familia. Y a partir de ahí, poco a poco, empecé a armar el rompecabezas y logré seguir su rastro.
—Con eso de «sabíamos» te refieres a ti y a la señorita Lupescu, ¿verdad? —le preguntó Nad.
—Entre otros.
—La Guardia de Honor —aventuró Nad.
—¿Quién te ha hablado de…? —Silas dejó la pregunta a medias—. Bien, es igual. Supongo que, como dicen por ahí, las paredes oyen. Efectivamente, la Guardia de Honor.
Silas cogió el vaso de agua, se humedeció los labios, y volvió a dejarlo sobre la mesa. La superficie de la mesa era negra y brillante, como un espejo, y si alguien se hubiera fijado, se habría dado cuenta de que el hombre no se reflejaba en ella.
—Así que… Ya has cumplido tu misión —comentó Nad—. ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Te quedarás aquí?
—Hice una promesa —respondió Silas—. Prometí que me quedaría hasta que fueras mayor.
—Ya soy mayor.
—No. Eres casi un adulto, pero no del todo.
Silas dejó un billete de diez libras sobre la mesa.
—Y esa chica —dijo Nad—, Scarlett, ¿por qué tenía tanto miedo de mí, Silas?
Pero éste no respondió, y la pregunta quedó en el aire mientras el hombre y el muchacho pasaban de la intensa luz de la pizzería a la oscuridad que aún reinaba en la calle; y al cabo de unos instantes, desaparecieron entre las sombras.
Despedidas y separaciones
Ahora ya no siempre podía ver a los muertos. Había empezado a pasarle uno o dos meses antes, en abril o en mayo. Al principio sólo le ocurría de vez en cuando, pero cada vez le sucedía más a menudo.
Todo parecía estar cambiando.
Un día Nad se fue hacia la zona noroeste del cementerio, hasta la mata de hiedra que colgaba del tejo y bloqueaba casi por completo la salida del Paseo Egipcio.
En medio del sendero, vio a un zorro, de pelaje rojizo, y a un enorme gato negro, con las zarpas blancas y una franja de pelo blanco en el cuello, que parecían estar charlando amigablemente. Al verlo llegar, alzaron la vista, sorprendidos, y corrieron a ocultarse entre la maleza, como si los hubiera pillado maquinando algo.
«Qué raro», pensó Nad. Conocía a ese zorro desde que era un cachorro, y llevaba toda la vida viendo a aquel gato merodear por el cementerio. Sabían perfectamente quien era, y cuando estaban de buen humor, incluso le permitían que los acariciara.
Se encaminó, pues, hacia la mata de hiedra, pero se encontró con que no podía pasar. Se agachó, la apartó un poco y logró pasar con dificultad. Siguió caminando por el sendero, con mucho cuidado, sorteando las raíces y los socavones, hasta llegar a la suntuosa lápida que señalizaba la última morada de Alonso Tomás García Jones (1837- 1905. «Viajero, deja a un lado tu cachava.»).
Nad llevaba varios meses bajando hasta allí muy a menudo: Alonso Jones había recorrido el mundo entero, y disfrutaba mucho relatándole sus viajes. Siempre empezaba la conversación diciéndole: «A mí nunca me ha sucedido nada extraordinario», y poco después añadía con tristeza: «Y ya conoces todas mis historias», pero entonces, sus ojos se iluminaban y puntualizaba: «Excepto quizás… ¿Te he contado ya…?». Y, tanto si lo que decía a continuación era: «¿… lo de aquella vez que tuve que huir de Moscú?», como: «… que una vez perdí una mina de oro en Alaska que valía una fortuna?», o bien: «¿… lo de aquella estampida en la pampa Argentina?», Nad siempre negaba con la cabeza y lo miraba como hechizado, sabiendo que, de inmediato, se vería envuelto en alguna fascinante historia llena de aventuras; historias de amor con hermosas doncellas, o relatos de malhechores acribillados a balazos o vencidos en un duelo a espada, o de sacos llenos de oro o de diamantes tan grandes como la yema de un pulgar; historias de ciudades perdidas y montañas gigantescas, de trenes de vapor y de grandes trasatlánticos, de océanos y desiertos, de la pampa, o de la tundra.
Nad se aproximó a la lápida fusiforme alta, con antorchas invertidas grabadas en la piedra y esperó, pero no vio a nadie. Llamó a Alonso Jones, incluso dio unos golpes en la lápida con los nudillos, pero no hubo respuesta.
Se agachó, inclinó la cabeza hacia el suelo y llamó a su amigo, pero en lugar de traspasar el mármol, como de costumbre, su cabeza chocó contra la piedra y se dio un buen coscorrón. Volvió a llamar a su amigo, pero allí no había nada ni nadie, así que, con mucho cuidado, salió de allí y se encaminó de nuevo hacia el sendero. Tres urracas, que estaban posadas en un espino, levantaron el vuelo al ver que se acercaba.
No se encontró con nadie hasta que llegó a la ladera suroeste del cementerio, donde reconoció la peculiar silueta de Mamá Slaughter, tan menuda como siempre, ataviada con su enorme gorro y su capa; caminaba por entre las lápidas, con la cabeza gacha, contemplando las flores silvestres.
—¡Eh, jovencito! —lo llamó—. He visto unas capuchinas silvestres por ahí. ¿Por qué no coges algunas de ellas y las pones en mi tumba?
Nad arrancó unas cuantas capuchinas rojas y amarillas y las llevó a la tumba de Mamá Slaughter, tan estropeada y rota que lo único que se leía ya en ella era:
RÍE
[9]
Aquella inscripción había desconcertado a los cronistas locales a lo largo de más de cien años. Con mucho respeto, Nad dejó las flores delante de la lápida.
—Eres un buen chico. No sé qué vamos a hacer sin ti —le dijo Mamá Slaughter sonriéndole.
—Muchas gracias —replicó Nad—, pero, dígame, ¿dónde se han metido los demás? Es usted la primera persona que me encuentro en toda la noche.
Mamá Slaughter lo miró con el entrecejo fruncido y le preguntó:
—¿Qué te ha pasado en la frente?
—Me he dado un golpe con la lápida del señor Jones. No pude…
Pero Mamá Slaughter hizo una mueca y ladeó la cabeza; sus brillantes ojillos escrutaron el rostro de Nad.
—Te he llamado chico, ¿verdad? Pero el tiempo pasa volando, y ya debes de ser casi un hombre, ¿no? ¿Qué edad tienes?
—Unos quince años, creo, aunque yo no me siento diferente…
Mamá Slaughter lo interrumpió:
—Yo también me siento igual que cuando era un cominín y hacía collares de margaritas en el viejo prado. Uno es siempre quien es, eso no cambia, pero uno va evolucionando continuamente, y no se puede hacer nada por evitarlo.
La anciana se sentó en su lápida y continuó hablando.
—Me acuerdo perfectamente de cómo eras la noche en que llegaste aquí. Yo les dije: «No podemos permitir que el pequeño se vaya», y tu madre me dio la razón, pero los demás se enzarzaron en una terrible discusión, hasta que apareció la Dama de Gris que nos dijo: «Ciudadanos del cementerio, escuchad a Mamá Slaughter. ¿Es que no hay caridad en vuestros huesos?». Y entonces todos me dieron la razón.
La mujer meneó la cabeza y siguió divagando.