Read El libro del cementerio Online

Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (13 page)

—Es muy antiguo —dijo, y pensó para sus adentros: «… y de un valor incalculable». Probablemente no valga nada, pero nunca se sabe.

Nad se llevó una gran desilusión, pero el hombre le sonrió con afabilidad.

—Antes de darte un solo penique por él, quiero asegurarme de que no lo has robado. ¿No lo habrás cogido del tocador de tu mamá? ¿O de la vitrina de un museo? A mí puedes decirme la verdad; te prometo que no le diré nada a nadie, pero necesito saberlo.

Nad negó con la cabeza y siguió masticando su galleta.

—Entonces, ¿de dónde lo has sacado?

Nad se quedó callado.

Abanazer Bolger se resistía a soltar el broche, pero lo dejó sobre la mesa y lo empujó hacia el niño.

—Si no me lo dices, será mejor que te lo lleves. En los negocios, la confianza entre ambas partes es esencial. Ha sido un placer conocerte, aunque siento que no hayamos Podido cerrar el trato.

Nad se puso muy serio y, tras unos instantes de difícil reflexión, se decidió a hablar.

—Lo encontré en una tumba muy antigua. Pero no puedo decirle con exactitud dónde.

No dijo nada más, pues el semblante afable de Bolger se había transformado por completo y su expresión revelaba ahora una avidez y una codicia inquietantes.

—¿Y hay más como éste allí?

—Si no le interesa, buscaré otro comprador. Gracias por la galleta.

—Te corre prisa venderlo, ¿eh? Tus padres se estarán preguntando dónde andas, ¿no?

El niño negó con la cabeza, pero enseguida se arrepintió de no haber dicho que sí.

—O sea que no te espera nadie. Estupendo Abanazer Bolger atrapó el broche con la mano. Pues ahora me vas a decir exactamente dónde lo has encontrado, ¿eh?

—No me acuerdo —replicó Nad.

—Demasiado tarde, amiguito. Te voy a dar un rato para que hagas memoria y trates de recordar dónde lo hallaste. Luego, cuando lo hayas pensado bien, tú y yo tendremos una pequeña charla y me lo contarás.

Bolger se levantó, salió del almacén y cerró la puerta con una llave grande de metal. Entonces abrió la mano, miró el broche y sonrió con avidez. El sonido de la pequeña campanilla colocada encima de la puerta le indicó que alguien acababa de entrar en la tienda. Sorprendido, alzó la vista, pero no vio a nadie. Sin embargo, la puerta estaba entreabierta, así que la volvió a cerrar y, por si las moscas, colocó el cartel de cerrado.

Para mayor seguridad, echó también el cerrojo; no quería que nadie viniera a meter la nariz en sus asuntos.

Era otoño, y el día había amanecido soleado, pero ahora estaba nublado y una fina lluvia salpicaba el mugriento cristal del escaparate.

Abanazer Bolger cogió el teléfono que había sobre el mostrador y, con mano trémula, marcó un número.

—He encontrado un auténtico chollo, Tom —le dijo a la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico—. Pásate por aquí lo antes posible.

Nad comprendió que le habían tendido una trampa en cuanto oyó que el viejo echaba la llave. Empujó la puerta, pero no se abrió. Se dijo que había sido un estúpido al permitir que Bolger lo llevara hasta el almacén; por el contrario, tendría que haber hecho caso de su primer impulso y no haberse fiado de aquel hombre. Estaba claro que había infringido las normas del cementerio, y ahora estaba metido en un buen lío. ¿Qué diría Silas? ¿Qué dirían los Owens? Sentía cómo el pánico se iba apoderando de él, pero se esforzó en reprimirlo. Todo iba a salir bien. Pero para que fuera cierto tenía que encontrar el modo de salir de allí…

Se puso a inspeccionar la habitación en la que lo habían encerrado. No era más que un pequeño almacén con un escritorio. Y la puerta era la única vía de escape.

Abrió el cajón del escritorio, pero dentro sólo encontró unos cuantos frascos de pintura (de la que se usa para restaurar antigüedades) y una brocha. Pensó que si arrojaba pintura a los ojos de aquel individuo, quizá podría dejarlo ciego el tiempo suficiente para huir de allí. Abrió uno de los frascos e introdujo un dedo.

—¿Qué estás haciendo? —le susurró una voz al oído.

—Nada —respondió Nad, mientras volvía a cerrar el frasco y se lo guardaba en uno de los gigantescos bolsillos de la chaqueta.

Liza Hempstock lo miró impasible y le preguntó:

—¿Qué haces aquí? ¿Y quién es ese carcamal de ahí fuera?

—Es el dueño de la tienda. Estaba intentando venderle una cosa.

—¿Por qué?

—Eso a ti no te importa.

—Deberías volver al cementerio —murmuró observándolo con desdén.

—No puedo. Me ha encerrado.

—Claro que puedes. No tienes más que atravesar la pared…

—¡Qué va! En casa puedo atravesar las paredes porque cuando era un bebé me concedieron la Ciudadanía Honorífica del Cementerio, pero fuera de allí no tengo ese poder. La observó a la luz de la bombilla. Casi no podía verla, pero llevaba toda su vida hablando con muertos. Y a todo esto, ¿por qué estás aquí? ¿Qué haces fuera del cementerio? Es de día. Y tú no eres como Silas; se supone que no puedes salir del recinto.

—Esas reglas sólo valen para los que están enterrados en el cementerio, en tierra consagrada. Pero a mí nadie me dice lo que tengo que hacer ni necesito el permiso de nadie para ir a donde me dé la gana. —Elizabeth miró hacia la puerta con el entrecejo fruncido—. No me gusta nada ese tipo. Voy a ver qué está haciendo.

En un abrir y cerrar de ojos, la niña desapareció. Nad oyó el estallido de un trueno a lo lejos.

En la oscuridad de su abigarrada tienda, Abanazer Bolger alzó la vista con recelo, convencido de que alguien lo observaba, pero enseguida se dio cuenta de que era una idea absurda. «El niño está encerrado en el almacén. Y he echado el cerrojo a la puerta», se dijo. Estaba frotando con una gamuza la pieza metálica sobre la que iba montada la piedra de serpiente, y lo hacía con tanto mimo y delicadeza como un arqueólogo limpia una pieza recién extraída de la tierra. Había logrado quitarle la mugre, y la plata relucía ahora como si fuera nueva.

Empezaba a arrepentirse de haberle dicho a Tom Hustings que se pasara por la tienda, aunque Hustings era una mole y sabía cómo intimidar a la gente. También lamentaba tener que vender el broche cuando hubiera llegado a un acuerdo, porque era un objeto muy especial, y cuanto más brillo le sacaba, más ganas tenía de quedárselo.

Pero seguro que había más en el lugar del que salió. El niño le diría dónde lo encontró, y lo llevaría hasta ese lugar.

El niño…

De pronto tuvo una idea. Reticente, puesto que no deseaba separarse del broche, lo dejó sobre el mostrador y abrió el cajón para sacar una lata de galletas que contenía sobres, papel de cartas y algunas tarjetas.

Rebuscó entre los papeles y sacó una cartulina algo más grande que una tarjeta de visita, de bordes negros, en la que había una única palabra escrita a mano: Jack; debía de llevar allí muchos años, pues la tinta había adquirido un tono sepia.

Al dorso, a lápiz, Abanazer había anotado con letra diminuta y precisa una serie de instrucciones, aunque recordaba perfectamente cómo debía usar aquella tarjeta para citar al hombre Jack. No, «citar» no era la palabra más adecuada, sino «invitar», pues no era el tipo de persona al que uno pudiera citar sin más.

En ese momento alguien llamó a la puerta de la tienda.

Bolger dejó la tarjeta sobre el mostrador y fue a ver quién era.

—Date prisa —urgió Tom Hustings—. Hace un frío que pela y me estoy empapando.

Bolger quitó el cerrojo y Hustings, impaciente, empujó la puerta; tanto la gabardina como el cabello le chorreaban.

A ver, ¿qué es eso tan importante que no me puedes contar por teléfono?

—Algo que nos hará ricos. Ni más ni menos.

Hustings se quitó la gabardina y la colgó detrás de la puerta.

—¿Y de qué se trata? ¿Acaso es una valiosa mercancía que cayó de la parte trasera de un camión?

—No, no. Es un auténtico tesoro —afirmó Bolger—. Bueno, en realidad son dos.

Condujo a su amigo hasta el mostrador, y colocó el broche bajo la luz de la lámpara para que Hustings lo viera bien.

—Es una pieza antigua, ¿verdad?

—En efecto, es anterior a la era cristiana —precisó Abanazer—, muy anterior. Pertenece a la época de los druidas, previa a la llegada de los romanos. La llaman piedra de serpiente; yo ya había visto piedras similares en algún museo, pero jamás adornadas con un trabajo de orfebrería tan exquisito como éste. Seguramente perteneció a algún rey. El chico que me la trajo dice que la encontró en una tumba. Imagina una carretilla repleta de objetos de este tipo.

—Igual merece la pena llevar este asunto por lo legal —comentó Hustings pensando en voz alta—. Es decir, notificar a las autoridades competentes que hemos hallado un tesoro. Tienen la obligación de comprárnoslo a precio de mercado, y podríamos pedirles que le pusieran nuestro nombre: el legado Hustings-Bolger.

—Bolger-Hustings —lo corrigió automáticamente Abanazer—. Conozco a unos cuantos coleccionistas, gente que maneja mucho dinero, que estarían dispuestos a pagar por este broche una cantidad muy superior a su precio de mercado, si les damos la ocasión de tenerlo entre las manos como lo tienes tú ahora (Hustings lo acariciaba suavemente, como si fuera un gatito). Y no harían preguntas, además.

Bolger alargó el brazo y Hustings, no sin cierta desconfianza, le devolvió el broche.

—Mencionaste dos tesoros —dijo Hustings—. ¿Cuál es el otro?

Abanazer cogió la tarjeta, de reborde negro, que había dejado sobre el mostrador y la alzó para mostrársela a su amigo y le preguntó:

—¿Sabes qué es esto?

Hustings dijo que no con la cabeza, mientras Abanazer volvía a depositar la tarjeta sobre el mostrador.

—Hay alguien que busca a alguien.

—¿Ah, sí?

—Por lo que yo sé, el segundo alguien es un niño.

—Niños hay a montones por todas partes —replicó Tom Hustings—. Das una patada y salen cien. De lo cual deduzco, que el tipo en cuestión está buscando a un niño en particular, ¿no es eso?

—Este niño en particular parece tener la edad adecuada. La pinta que lleva… En fin, enseguida verás a qué me refiero. Y fue él mismo quien encontró el broche; creo que podría ser él.

—Y si, en efecto, es él, ¿qué?

Abanazer Bolger cogió la tarjeta y la agitó lentamente en el aire, como si le hubiera prendido fuego y quisiera avivar la llama.

—Esta vela alumbrará el camino hasta tu cama… —canturreó Bolger.

—… y esta hacha te cortará la cabeza
[5]
—replicó Hustings, pensativo—. Pero, reflexiona: si citamos al hombre Jack, perderemos al niño. Y si perdemos al niño, nos quedaremos sin tesoro.

Se pusieron a discutir la cuestión, sopesando los pros y los contras para dilucidar si merecía la pena entregar al niño y renunciar al tesoro, que había ido creciendo en su imaginación hasta convertirse en una cueva repleta de valiosísimos objetos y, mientras hablaban, Bolger sacó una botella de licor de endrinas de detrás del mostrador y sirvió dos generosas copas «para celebrarlo».

Liza se aburrió pronto de escuchar esta conversación (que no hacía más que dar vueltas y más vueltas entorno a lo mismo, sin llegar a ninguna conclusión), y regresó al almacén. Nad se hallaba de pie en medio de la habitación, con los ojos y los puños fuertemente apretados y el rostro contraído, como si le dolieran mucho las muelas; además, a fuerza de contener la respiración, se había puesto coloradísimo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le preguntó la niña, siempre impasible.

Nad abrió los ojos, se relajó y respondió:

—Intento la Desaparición.

—Vuelve a intentarlo —dijo ella, displicente.

El niño probó otra vez aguantando la respiración más rato.

—Para ya; vas a reventar.

Nad respiró hondo y suspiró.

—No hay manera dijo. ¿Y si le tiro una piedra y salgo corriendo, sin más?

Pero allí no había ninguna piedra, así que cogió un pisapapeles de cristal y lo sopesó con la mano, considerando si tendría fuerza suficiente para dejar seco a Abanazer Bolger de un solo golpe.

—Ha venido otro hombre; está con él ahí fuera —explicó Liza—, de modo que aunque logres escapar de uno, el otro te pillará. Dicen que van a obligarte a decirles dónde encontraste el broche, y luego inspeccionarán la tumba para llevarse el tesoro. Pero no le habló del otro asunto que les había oído discutir, ni de la tarjeta de borde negro.

—Y a todo esto, ¿por qué has hecho semejante estupidez? Conoces las reglas del cementerio perfectamente, y sabes que no puedes salir de allí. Mira que son ganas de meterte en líos.

Nad se sentía insignificante y estúpido.

—Sólo quería comprarte una lápida —admitió con un hilo de voz—. Pero no tenía dinero suficiente. Por eso quería venderle el broche, para que tuvieras tu lápida.

La niña no dijo nada.

—¿Estás enfadada conmigo?

Liza dijo que no con la cabeza y respondió con su sonrisilla de duende:

—Es la primera vez en quinientos años que alguien hace algo bueno por mí. ¿Cómo voy a estar enfadada?

Y tras una breve pausa, preguntó:

—Oye, ¿qué haces cuando intentas la Desaparición?

—Pienso lo que me dijo el señor Pennyworth: «Soy un umbral deshabitado, un callejón desierto. Soy nada. No hay ojo capaz de verme, ni mente capaz de percibirme». Pero nunca he logrado que funcione.

—Eso es porque estás vivo —repuso Liza, arrogante—. Nosotros, los muertos, somos los únicos que podernos desaparecer. Para nosotros lo difícil es manifestarnos, pero los vivos no sois capaces de llevar a la práctica la Desaparición.

Entonces Liza se abrazó con fuerza, balanceando su cuerpo adelante y atrás, como si intentara tomar una decisión. Al cabo de unos instantes, dijo:

—Ha sido por mi culpa por lo que te has metido… Ven aquí, Nadie Owens.

Nad se le acercó, y ella le puso una gélida mano en la frente; era como un pañuelo de seda húmedo.

—A ver si puedo ayudarte.

Y dicho esto, recitó en voz muy baja palabras que Nad no lograba descifrar. A continuación Liza dijo en voz alta y clara:

—Sé pozo, sé polvo, sé sueño, sé viento, sé noche, sé oscuro, sé deseo, sé mente, huye, deslízate, muévete sin ser visto hacia arriba, hacia abajo, a través, entre medias.

Algo inmenso lo tocó y le barrió el cuerpo de pies a cabeza. Nad se estremeció. Se le pusieron los pelos de punta y la carne de gallina, y notó que algo había cambiado.

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