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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

El Imperio Romano (27 page)

La vida intelectual también declinaba. La literatura pagana (naturalmente) se fue apagando hasta su última débil llama que fue Símaco (Quintus Aurelius Symmachus), nacido alrededor de 345 y casi el último representante del paganismo virtuoso y próspero en Roma. Desempeñó muchos altos cargos y se distinguió por su honestidad y humanidad. Fue el último de los grandes oradores paganos y no temió oponer sus escritos retóricos frente al irresistible avance del cristianismo. Representó al menguante contingente de senadores paganos, y cuando Graciano quitó el altar de la Victoria del Senado, Símaco dirigió una carta a Valentiniano II, gobernante titular de Italia, pidiéndole que el símbolo de la antigua Roma fuese restablecido. Pero no lo fue y, en cambio, Símaco fue desterrado de Roma. Más tarde se le perdonó y siguió sirviendo a Roma en altos cargos, para morir finalmente en paz.

El poeta romano Ausonio (Decimus Magnus Ausonius) encarnó una especie de semipaganismo. Nació en Burdigala (la moderna Burdeos) alrededor del 310 y creó en esa ciudad una escuela muy popular de retórica. Su padre había sido médico privado de Valentiniano I, y el hijo fue nombrado tutor del joven Graciano. Para poder ocupar el cargo, rindió un homenaje verbal al cristianismo. En el reinado de Graciano alcanzó altos honores, inclusive el consulado, pero después de la muerte de aquél se retiró a su ciudad natal, donde siguió produciendo mala poesía hasta su muerte, a la avanzada edad de ochenta años.

El monacato

La literatura latina cristiana, en cambio, floreció. Ambrosio de Milán escribió mucho, pero aún más importante fue la obra de Jerónimo (Eusebius Sophronius Hieronymus). Jerónimo nació en Iliria alrededor del 340 y, pese a ser cristiano de padres cristianos, se sintió fuertemente atraído por la literatura y el saber paganos; más aún, le desagradaban las Escrituras por el estilo torpe y pobre del latín en que estaban escritas.

Resolvió elaborar una traducción latina apropiada de la Biblia y, con este fin, viajó al Este y estudió no sólo griego, sino también hebreo. Con el tiempo, tradujo la Biblia al latín literario, sin despreciar la ayuda de rabinos eruditos. El resultado de sus esfuerzos fue la versión de la Biblia comúnmente llamada la «Vulgata» (es decir, escrita en la lengua «vulgar», la lengua de la gente común de Occidente —que por entonces era el latín—, y no en griego o hebreo, que eran las lenguas originales del Nuevo y del Viejo Testamento, respectivamente). La Vulgata ha sido desde entonces la Biblia de uso común en la Iglesia Católica.

Jerónimo volvió a Roma durante un tiempo, pero luego viajó al Este de nuevo y murió en Belén, en 420. Fue un firme defensor del celibato y el monacato que estaba surgiendo con fuerza creciente en el cristianismo del siglo IV.

El monacato (de una palabra griega que significa «solo») es el hábito de retirarse del mundo comúnmente con el fin de que las preocupaciones, la corrupción y los placeres de la vida cotidiana no distraigan de la vida buena o la devoción de Dios. Antes de la aparición del cristianismo, hubo grupos de judíos que formaban comunidades separadas en regiones aisladas donde podían adorar a Dios en la paz y la concentración. Hubo también algunos filósofos griegos que se retiraron, en ciertos aspectos, de la sociedad. Diógenes el Cínico fue uno de ellos.

Comúnmente, los monjes tendían a llevar una vida muy sencilla, en parte porque no podían hacer otra cosa en comunidades distantes y aisladas, y en parte porque pensaban que era un bien absoluto, pues creían que cuanto más descuidaran las necesidades y deseos del cuerpo, tanto más podrían concentrarse en el culto a Dios. Ese desprecio del bienestar corporal es llamado «ascetismo», de una voz griega que significa «ejercicio», porque los atletas griegos tenían que olvidarse de los placeres cuando se entrenaban para las competiciones atléticas. Un asceta, en otras palabras, es alguien que está «en entrenamiento».

Los primeros cristianos tendían a ser ascéticos, pues consideraban inmorales o idólatras muchos de los placeres de la sociedad romana común. Pero a medida que el cristianismo obtuvo más éxitos, también se hizo más mundano, y para muchas personas de espíritu ascético ser solamente cristiano no bastaba.

El primer monje cristiano notable fue un egipcio llamado Antonio, de quien se supone que vivió cien años, de 250 a 350. A los veinte años, se retiró al desierto para vivir solo y de una manera muy sencilla; autores posteriores (como Atanasio, quien admiraba mucho el celo de Antonio contra el arrianismo) contaron muchas historias dramáticas de él con respecto al modo como resistió las tentaciones que el Diablo le presentaba en la forma de todo género de visiones lujuriosas y lascivas.

El ejemplo de Antonio se hizo muy popular y el desierto egipcio llegó a contener muchos monjes. Ésta popularidad no es difícil de comprender. Para los hombres verdaderamente piadosos, podía ser un modo seguro de evitar las tentaciones y el pecado, y de asegurarse el ingreso al Cielo. Para muchos de los menos piadosos, era también una manera de quitarse el peso de un mundo fatigoso.

Ese tipo de monaquisino solitario, aunque se adecuaba literalmente a la palabra, tenía sus peligros. Entre otras cosas, cada monje, librado a sí mismo, podía considerar su papel casi de cualquier forma, y algunos fueron muy excéntricos en sus actividades. Por ejemplo, un monje sirio llamado Simeón (que vivió del 390 al 459) practicaba austeridades casi inimaginables. Construía pilares y vivía sobre ellos, sin descender nunca, de día o de noche y cualquiera que fuese el clima, durante treinta años. Por ello, es llamado «Simeón el Estilista» (de una palabra griega que significa «pilar»). Es sumamente desagradable pensar cómo puede haber sido su vida en un pilar semejante, y muchos no podían por menos de abrigar dudas sobre si esa clase de actitudes podía ser realmente grata a Dios.

Además, los monjes solitarios que se retiraban del mundo podían huir de sus tentaciones y su maldad, pero también eludían sus responsabilidades y esfuerzos. ¿Era justo abandonar a tantas almas que necesitaban salvación en pro de la preocupación fundamental por la propia alma solamente?

Por ello, Basilio, obispo de Cesárea, capital de Capadocia, en Asia Menor, creó una forma alternativa de monaquisino.

Basilio nació alrededor de 330 en una familia que contribuyó con muchas figuras notables a la historia de la Iglesia. Estaba muy interesado en el monacato y viajó por Siria y Egipto para estudiar a los monjes y su modo de vida.

Creyó concebir un modo mejor y más útil de dirigir las energías del hombre hacia Dios. En lugar de vivir totalmente solo, un monje debía formar parte de una comunidad separada. Así, forma parte de un grupo, pero el grupo mismo está lejos de las tentaciones.

Además, en vez de entregarse al ascetismo como meta de la vida, el grupo debe trabajar tanto como orar. Más aún, el trabajo no debe ser sólo otra forma de ascetismo; debe estar dirigido al bien de la humanidad. Esto suponía que el grupo debía estar situado cerca de los centros de población, para que su trabajo pudiese beneficiar a esos centros. Aunque evitando los pecados del mundo, los monjes debían contribuir al bien de éste.

Ese monaquismo basiliano siempre ha sido muy popular en el Este, pero en el siglo V también se difundió por Italia.

Arcadio

A la muerte de Teodosio, sus dos hijos heredaron el trono. Arcadio, el mayor, que tenía diecisiete años, gobernó el Imperio Romano de Oriente desde Constantinopla. Honorio, el más joven, de sólo once años, gobernó el Imperio Romano de Occidente desde Milán.

En teoría, el Imperio era todavía uno e indiviso y sólo tenía dos emperadores que compartían el gobierno, como había ocurrido de tanto en tanto durante el siglo transcurrido desde Diocleciano. Por ejemplo, las leyes y edictos se promulgaban en nombre de ambos emperadores. Luego, la venerable institución del consulado por la cual cada año, desde el 509 a. C., el ámbito romano elegía o designaba dos cónsules, siguió de un modo especial: un cónsul ocupaba el cargo en Roma y otro en Constantinopla. (El consulado continuó hasta el 541, de modo que, en total, la institución duró más de mil años.)

Pero de hecho, las dos mitades del Imperio permanecieron distintas y separadas después de la muerte de Teodosio y hasta hubo hostilidades entre ellas. Los gobernantes de una a menudo estaban dispuestos a perjudicar a la otra, si de esta manera podían obtener alguna ventaja a corto plazo.

Una disputa particularmente irritante entre las dos mitades del Imperio era de carácter territorial. Iliria estaba al oeste de la línea de Norte a Sur que separaba a las dos mitades y comúnmente era considerada parte de Occidente. Sin embargo, la corte de Constantinopla la codiciaba y se apoderó de una parte de ella. El Oeste se resintió por esta acción, e Iliria fue un perpetuo motivo de enemistad entre ellos. Fue esta disputa, exacerbada por las ambiciones de hombres implacables y crueles de ambas partes, lo que realmente dividió al Imperio, no sólo la existencia de dos co-emperadores.

Además, existía la tendencia (aún suave en tiempos de Teodosio) a las disputas religiosas entre el Este y el Oeste, y la pugna en lento crecimiento por la supremacía entre el obispo de Roma y el patriarca de Constantinopla.

Signos de esto aparecieron en relación con una querella religiosa que convulsionaba a la sazón al Imperio Oriental. Se centraba alrededor de un hombre destinado a convertirse en el más famoso de los Padres Griegos de la Iglesia: Juan, conocido como Crisóstomo («boca de oro») por la habilidad de su oratoria y sus efectos sobre el auditorio.

Juan Crisóstomo nació en Antioquía en 345, de una familia noble y rica, y recibió instrucción jurídica. No hay duda de que, con estas ventajas mundanas y sus talentos naturales, habría sido un maravilloso abogado. Pero alrededor de 370 se dedicó a la religión y decidió ser un ermitaño. Durante años se enterró en las regiones desérticas al este de Antioquía y sólo una enfermedad le obligó a retornar al mundo. Entró entonces en el sacerdocio y pronto se hizo muy popular entre los auditorios que se reunían para oír sus conmocionantes sermones. Pero no fue sólo su hábil oratoria lo que le hizo popular. Llevó una vida de ejemplar moralidad y usó su riqueza e influencia para crear hospitales y aumentar la caridad a los pobres; de éstas y otras maneras, se convirtió en un merecido favorito del pueblo.

En 398, tres años después de la muerte de Teodosio, el patriarca de Constantinopla murió y Juan Crisóstomo fue designado para sucederle. Pudo, entonces extender su influencia a una esfera más amplia, y lo hizo.

El trueno de sus sermones, en los que denunciaba el lujo y la inmoralidad, se hizo más resonante. Insistía en el celibato estricto entre los sacerdotes y su mordaz lengua no perdonaba a nadie, una vez despertada su cólera (y si tenía algún defecto, era la facilidad con que se despertaba su cólera). Naturalmente, esto le creó enemigos entre los clérigos a los que denunciaba y entre quienes estaban celosos de él. El obispo de Alejandría, Teófilo, fue un oponente particularmente acerbo, pues era amigo de los placeres y envidioso.

Pero Teófilo era un favorito de Eudoxia, la Emperatriz, hija de un jefe germano y mujer de carácter fuerte que dominaba totalmente a su débil esposo. Además, Juan Crisóstomo estaba lejos de ser favorito de Eudoxia, pues los reproches de la lengua de oro no se detenían ante el palacio. Eudoxia llevaba una vida alegre, y Juan Crisóstomo la denunció en términos enérgicos.

Se convocó un sínodo especial en 403, en el que Teófilo iba a acusar a Juan Crisóstomo de herejía y se había preparado un veredicto de culpabilidad. Juan Crisóstomo se negó a presentarse ante él y, en consecuencia, fue destituido del patriarcado y enviado al exilio. Una tormenta de protestas surgió entre el populacho, y Eudoxia, llena de pánico, lo llamó de vuelta a los dos días. Pero esto sólo era una tregua; Eudoxia empezó a poner los cimientos para un exilio mejor preparado.

Un nuevo sínodo se reunió en 404, y esta vez se llevó a Constantinopla un destacamento de mercenarios germanos. A estos soldados les importaba un ardite que ganase Juan Crisóstomo o Teófilo; sólo cumplían órdenes, y si las órdenes eran hacer una matanza en la población, la harían. El pueblo, bien consciente de esto, no pudo hacer nada.

Juan Crisóstomo fue enviado a una ciudad situada en los tramos orientales de Asia Menor, a unos 650 kilómetros de Constantinopla, en un segundo exilio que no fue revocado. Pero mientras permaneció allí se mantuvo en contacto con sus adeptos de todo el Imperio. Más aún, audazmente envió cartas al obispo de Roma y a Honorio, el emperador de Occidente, en un intento de hacer que reabrieran su caso.

Para la corte de Constantinopla, y para el Estado tanto como para la Iglesia, era lo peor que podía hacer. Hacía parecer que Juan reconocía la prioridad del emperador occidental y la posición religiosa suprema del obispo de Roma.

Eudoxia había muerto, pero el resto de la corte estaba convencida de que era menester silenciar al combativo viejo. Se lo trasladó a un lugar aún más remoto, al extremo nororiental del Imperio. En el viaje, Juan murió, en 407. Al año siguiente murió también Arcadio, el Emperador de Oriente.

Ni siquiera la muerte de Juan hizo olvidar al pueblo de Constantinopla a su viejo patriarca. Muchos se negaron a aceptar al nuevo patriarca de Constantinopla mientras no se reivindicara la memoria de Juan, lo que más tarde se hizo. El cuerpo de Juan fue llevado de vuelta a Constantinopla con plenos honores treinta años después de su muerte. Su condena fue anulada; luego se lo santificó; y el hijo de Arcadio y Eudoxia, que estaba entonces en el trono, llevó a cabo una cuidadosa ceremonia de arrepentimiento en nombre de sus padres.

Pero toda la cuestión debilitó el prestigio del cargo de patriarca de Constantinopla, y posteriores querellas entre la Iglesia y el Estado iban a debilitarlo todavía más. E inevitablemente, a medida que el prestigio del patriarca de Constantinopla decayó, el del obispo de Roma aumentó. Esto se acentuó por el hecho de que el prestigio del obispado occidental rival, el de Milán, sufrió un repentino eclipse, como veremos.

El visigodo Alarico

Mientras las peripecias de Juan Crisóstomo concentraban la atención de la corte, los obispos y el pueblo de Constantinopla, terribles sucesos se estaban produciendo en las fronteras casi desde el momento en que la muerte arrancó del trono al enérgico Teodosio.

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