La serie informalmente titulada «Historia Universal Asimov» reúne las obras dedicadas por el gran novelista y divulgador científico a la evolución política, cultural y material de la especie humana. «El Imperio Romano» expone las grandes líneas de desarrollo histórico de esta potencia del mundo antiguo desde la proclamación de Augusto como emperador hasta la caída del Imperio Romano de Occidente y la instauración de los reinos germánicos.
Isaac Asimov
El Imperio Romano
ePUB v1.0
Mcphist10.07.12
Título original:
The Roman Empire
Isaac Asimov, 1967.
Traducción: Néstor A. Míguez
Editor original: Mcphist (v1.0)
ePub base v2.0
En mi libro
La República Romana
[1]
,
relaté el surgimiento de Roma, que comenzó como una pequeña aldea a orillas del río Tíber, en Italia.
Había sido fundada, según la leyenda, en 753 a. C.; esto es, 753 años «antes de Cristo», o antes de la fecha tradicional del nacimiento de Jesús
[2]
.
Durante siglos, los romanos lucharon para crear un gobierno eficiente. Se libraron de sus reyes y crearon una república. Elaboraron un sistema de leyes y reforzaron su dominación sobre las regiones circundantes.
Sufrieron algunas derrotas y en un momento la ciudad fue casi destruida por invasores bárbaros. Los romanos resistieron, sin embargo, y en la época en que su ciudad tenía cinco siglos de antigüedad lograron la dominación de toda Italia, Roma empezó, entonces, a emprender guerras contra las otras grandes naciones del mundo mediterráneo. Una vez más, estuvo cerca de la derrota, pero, una vez más, resistió hasta la victoria final. Por la época en que la ciudad tenía ya seis siglos, era la mayor potencia de todo el Mediterráneo.
La prosperidad y el poder acarrearon problemas, y Roma comenzó a sufrir por las insurrecciones de esclavos, las revueltas de aliados y, sobre todo, por las guerras desencadenadas por generales rivales.
Por un momento, pareció que llegaría la paz cuando el más grande de los generales romanos, Julio César, reunió todo el poder en sus manos. Pero en 44 a. C. (709 A. U. C.), César fue asesinado y comenzaron nuevamente las guerras civiles.
Esta vez, duraron poco tiempo. El sobrino nieto de Julio César, Octavio, se apoderó a su vez del poder y derrotó a todos sus rivales. En 29 a. C. (724 A. U. C.), finalmente llegó la paz. Terminaron las guerras de siete siglos, tanto las grandes guerras de conquista como las terribles y desgarradoras guerras civiles.
La guerra continuó en regiones fronterizas y lugares distantes, pero las tierras civilizadas que rodeaban el Mediterráneo se entregaron, gozosamente, a las alegrías de la paz. Fue en este punto donde llegó a su fin mi libro
La República Romana,
y es en él donde, en este libro, retomo el relato.
Conquistada la paz, Octavio se dispuso a reorganizar el gobierno. Hasta su época Roma había sido gobernada por el Senado, un grupo de hombres que provenían de familias ricas y nobles de la ciudad. Esta forma de gobierno funcionó bien cuando Roma era un país pequeño, pero, pese a todos los esfuerzos para adaptarla al gobierno de un gran imperio que se extendía a lo largo de miles de kilómetros, era ya anticuada. Los senadores, muy a menudo corruptos, saqueaban las provincias que, se suponía, debían gobernar y se resistían a los necesarios cambios sociales internos que hubiesen debilitado su poder.
Durante un siglo, hubo una constante oposición dentro de Roma al partido senatorial por políticos que no eran senadores y querían parte del poder y del botín para ellos. (Sin duda, había también idealistas en ambos lados que hubiesen deseado un gobierno honesto y eficiente.) Tanto el Senado como la oposición hicieron uso de la fuerza, y fue esto lo que originó medio siglo de guerras civiles.
Julio César planeaba poner fin a esto suprimiendo el Senado como institución puramente romana formada sólo por hombres nacidos y educados en Italia. Comenzó a hacer el intento de introducir en el Senado a hombres de las diversas provincias. De este modo, se establecería un gobierno en el cual los intereses generales de todo el ámbito romano estarían representados. Sin duda, pensó también que, en un gobierno en el cual figurarían muchos hombres de fuera de Italia, podría hacerse proclamar rey. Los romanos de Italia tenían un gran prejuicio contra los reyes, pero la gente de las provincias estaba muy acostumbrada a los reyes y habría aceptado un «rey Julio». Entonces, establecida la dominación de un solo hombre, podía imponerse mayor orden y eficiencia en Roma, siempre que ese hombre que gobernase fuese una persona capaz y supiese cómo gobernar, cosa que Julio César ciertamente era.
A la larga, esto habría sido de inestimable valor para la civilización occidental, pero la dificultad consistía en poner en práctica este ideal de igualdad racial y nacional. Eran demasiados los romanos de Italia que se consideraban amos de los dominios sometidos a Roma, y no estaban dispuestos a renunciar a sus prerrogativas. Indudablemente, este prejuicio nacional tuvo importancia en las motivaciones de los hombres que asesinaron a César.
Una vez que Octavio subió al poder, comprendió que, para reformar el gobierno, era necesaria la supremacía de un solo hombre. Pero el destino de su tío abuelo le enseñó a proceder con cautela. Decidió no arriesgarse a implantar la monarquía ni a permitir que el poder se alejase de Italia. Una y otra línea de acción le habría hecho demasiado impopular y cernerían sobre él el puñal de un asesino. Por ello, declaró que su intención era restaurar la república y gobernar con las viejas instituciones a las que los romanos estaban acostumbrados.
Y lo hizo, en cierto modo. Destituyó a los senadores introducidos por Julio César, dejando solamente a los de aceptable ascendencia italiana. Octavio se esmeró en tratar a los senadores y al Senado con todo respeto y en reservar todo el poder senatorial en las manos de los italianos. Hizo que el Senado discutiese asuntos de gobierno, para gran alborozo de los senadores, cumpliese con todas las viejas formas, hiciese recomendaciones, tuviese voz en el gobierno de ciertas provincias y en la designación de algunos funcionarios inferiores.
Pero era el mismo Octavio (que controlaba todos los cargos importantes del gobierno) el que decidía quién iba a ser senador y quién no, y esto lo sabía cada miembro del Senado. Por consiguiente, aunque hablaban libremente, siempre terminaban decidiendo hacer exactamente lo que Octavio quería que hiciesen.
Octavio también atrajo a su bando a los «equites». Estos constituían la clase media del mundo romano, los hombres de negocios. Su nombre de «equites» provenía de una palabra latina que significa «caballo», porque, cuando eran llamados a prestar servicios en el ejército, podían costearse un caballo y el equipo militar correspondiente. Podían servir como jinetes en la caballería, mientras que los soldados de a pie provenían de las clases más pobres. Se les puede llamar asimismo «caballeros», de otra voz latina que significa «caballo», nombre que también se dio a los jinetes en los ejércitos medievales, aunque los «caballeros» medievales eran muy diferentes de los
equites
romanos.
Los
equites
eran suficientemente ricos como para ser senadores, pero no pertenecían a las viejas familias senatoriales. A algunos de ellos Octavio los hizo senadores, pero a otros los colocó en cargos administrativos importantes. Se convirtieron en los «funcionarios públicos» del imperio, por así decir. De este modo, las clases medias, bien tratadas, se hicieron ardientemente leales a Octavio y sus sucesores.
Un aspecto importante del poder de Octavio fue su absoluto dominio sobre todo el ejército. Este solo obedecía a él, pues sólo él tenía el dinero para pagarle.
Octavio esparció cuidadosamente unos diez mil soldados a todo lo largo y lo ancho de Italia. Estos constituyeron la «guardia pretoriana» (nombre derivado de los días en que un general, o
praetor,
usaba un grupo de soldados como su guardia de corps personal). La guardia pretoriana fue la fuerza privada de Octavio, y constituyó su puño de hierro bajo el guante de terciopelo de su política deliberadamente moderada. Había también una fuerza especial de unos 1.500 hombres que formaban la policía de la misma ciudad de Roma. Esta impidió los motines y disturbios callejeros que fueron una característica tan acentuada del período de intranquilidad social y guerra civil del siglo anterior a Octavio.
Pero la parte principal del ejército no permaneció en Italia, donde generales rebeldes podían intrigar con el Senado y provocar revueltas repentinas. En cambio, las legiones romanas (en número de veintiocho, de seis mil hombres cada una, más fuerzas auxiliares que hacían ascender el total a unos 400.000 hombres) fueron apostadas en las fronteras exteriores de los dominios romanos, justamente en los lugares donde podía haber problemas con las tribus bárbaras del otro lado de las fronteras. De este modo, se mantenía a las tropas ocupadas y atareadas en sus propios asuntos, permaneciendo, al mismo tiempo, bajo el control de Octavio, quien podía enviarlas a una u otra parte, según le conviniera. Además, Octavio cuidó de que los oficiales del ejército y las tropas de élite fuesen italianos. Esto también estableció la supremacía de Italia sobre las provincias y aseguró que el ejército fuera dirigido por gente que adhería a la tradición romana.
Más aún, aunque se concedió al Senado el tradicional derecho de gobernar provincias, su gobierno quedó limitado a las provincias del interior, donde no había ejércitos estacionados. Las provincias fronterizas, donde sí los había, estuvieron bajo el control personal de Octavio. Y hasta las regiones senatoriales pasaban bajo el mando de Octavio cuando éste quería ejercer su influencia en ellas.
En otras palabras, el Senado no controlaba parte alguna del ejército, y sabía que toda agitación por su parte lo dejaría inerme y sin defensa frente a hombres armados que podían matarlos, si se les ordenaba, sin ningún escrúpulo. Por ello, los senadores se comportaron juiciosamente y no plantearon problemas.
Por cierto, en 27 a. C. Octavio anunció que los peligros habían pasado, que la paz había sido restaurada, que todo estaba tranquilo y que, por lo tanto, renunciaba a todos sus poderes especiales, inclusive su control del ejército. Pero no lo decía en serio, y el Senado lo sabía. Lo que Octavio quería era que el Senado le devolviese todos los poderes. Entonces los tendría legalmente y nadie podría elevar contra él la acusación de ser un «usurpador ilegal».
El Senado desempeñó su papel sumisamente. Solicitó humildemente a Octavio que aceptase numerosos poderes, incluyendo el fundamental: el mando de las fuerzas armadas. También le pidió que aceptase el título de
Princeps,
que significaba «el primer ciudadano». (De esa palabra deriva la nuestra «príncipe».) Por esta razón, el período de tres siglos de la historia romana que comenzó en el 27 a. C. (726 A. U. C.) es llamado a veces «el Principado».
Octavio también recibió ese año el título de «Augusto», título que anteriormente sólo se había dado a ciertos dioses. El título implicaba que la persona del dios así llamada era responsable por el incremento (el «aumento») del bienestar del mundo. Octavio aceptó el título, y en la historia es más conocido como «Augusto». Por ende, así lo llamaré de aquí en adelante.