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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

El Imperio Romano (26 page)

Las noticias llegaron al emperador Valente en Siria, donde los ejércitos romanos estaban luchando una vez más contra el anciano rey persa Sapor. (Este se acercaba a sus setenta años y había sido rey durante toda su larga vida.) Los romanos habían ganado algunas victorias, pero ahora se vieron forzados a sellar una paz desfavorable. A fin de cuentas, Valente debía ocuparse de los godos.

En 378, Valente marchó impetuosamente al Oeste desde Constantinopla, para encontrar a las hordas godas en la vecindad de Adrianópolis, la ciudad fundada por el emperador Adriano dos siglos y medio antes. Las fuerzas de Valente eran inferiores en número a las de los godos, y podía haber esperado a su sobrino, Graciano, quien avanzaba apresuradamente hacia el Este para unirse a él, pero Valente no juzgó necesario el refuerzo. Estaba completamente equivocado; en verdad, ni siquiera ese refuerzo quizás hubiese bastado, pues se abría una nueva era en el arte de la guerra.

A través de toda la historia, el soldado de a pie había sido el rey de la guerra. Habían sido los soldados de infantería de la falange macedónica quienes habían conquistado vastas extensiones del Este para Alejandro Magno. Y fueron los soldados de infantería de las legiones romanas los que conquistaron el mundo mediterráneo para Roma.

También había habido jinetes y carros, pero eran pocos y caros, y raramente habían sido decisivos a la larga en tiempos griegos y romanos. Podían ser usados para apoyar a los soldados de infantería y, manejados hábilmente, podían convertir una retirada en una derrota, o efectuar eficaces correrías contra un enemigo desprevenido. Pero no podían ser usados en una batalla cuerpo a cuerpo contra infantes resueltos y disciplinados.

Una posible razón de ello quizá sea que los primeros jinetes no tenían estribos, y su equilibrio era siempre inestable. Un lanzazo podía fácilmente arrojarlos del caballo, y esto los obligaba a mantenerse a distancia, lo cual reducía su efectividad.

Fueron los jinetes de las estepas quienes inventaron el estribo. Su equilibrio era firme y podían girar y apartarse a voluntad mientras sus pies estaban bien plantados. Un hombre a caballo, con buenos estribos, podía resistir un lanzazo y, a su vez, esgrimir una lanza o una espada con fuerza.

Los soldados romanos tuvieron que adaptarse a la necesidad de luchar con un número creciente de jinetes de caballerías bárbaras cada vez más eficaces. La armadura romana fue aligerada para aumentar la movilidad y se puso fin a la rígida regla por la cual los ejércitos romanos debían construir campamentos fortificados cada tarde. Las espadas se hicieron más largas y se empezaron a usar lanzas, pues el largo era necesario para que un soldado de a pie alcanzase a un jinete. Roma empezó a invertir mil años de tradición militar, haciendo un uso creciente de la caballería y multiplicando su número hasta el punto de que casi rivalizó con la infantería en número e importancia.

Pero Roma confiaba aún en el soldado de infantería. Las legiones siempre habían triunfado antes, y seguramente seguirían triunfando hasta el fin de los tiempos.

En Adrianópolis, las legiones romanas se enfrentaron con una caballería godo-huna que tenía estribos y de una habilidad nunca igualada antes. Los infantes, mal conducidos, quedaron inermes. Fueron acorralados por los jinetes, que hicieron una matanza con ellos. Todo el ejército romano fue destruido, y el mismo Emperador, Valente, con él.

En 378 (1131 A. U. C), en esta batalla de Adrianópolis, llegó a su fin la era del soldado de infantería. Las legiones que durante tanto tiempo fueron el soporte de Roma quedaron destruidas como fuerza de combate útil. Durante mil años los jinetes iban a dominar Europa y sólo con la invención de la pólvora los soldados de a pie recuperarían su valor.

Teodosio

Con la muerte de Valente, Graciano se convirtió prácticamente en el único gobernante del Imperio, ya que el emperador niño Valentiniano II no contaba. Era más de lo que Graciano podía soportar —sólo tenía veinte años por entonces— y buscó a alguien con quien compartir el gobierno.

Su elección cayó en Flavio Teodosio, quien a la sazón tenía unos treinta y tres años. Su padre era el capaz y triunfante general que había pacificado Britania y luego fue ejecutado injustamente, pocos años antes.

Teodosio frenó a los godos victoriosos, no mediante la lucha directa (lo de Adrianópolis no podía repetirse), sino enfrentando a una facción contra otra e induciéndolos a incorporarse al ejército romano. También convino en permitirles asentarse al sur del Danubio como aliados romanos (en teoría), pero bajo sus propios gobernantes y sus propias leyes.

De este modo, poco a poco la frontera quedó custodiada y las provincias se pacificaron, pero a un elevado precio, pues se sentó el precedente de permitir la existencia de reinos bárbaros dentro de los límites del Imperio. Además, ahora los ejércitos romanos se llenaron casi completamente de bárbaros. En verdad, para que los romanos pudiesen combatir al nuevo estilo, con la caballería como soporte principal del ejército, tenían que depender cada vez más de los jinetes bárbaros. Los bárbaros de diverso origen llegaron a ocupar los más altos cargos militares del Estado. Sólo el emperador —aún romano en el sentido de que descendía de los pueblos nativos— estaba por encima de ellos. Si llegase el tiempo en que gobernase un emperador débil, serían los bárbaros germanos quienes gobernarían realmente el Imperio, y ese momento iba a llegar pronto.

Bajo Graciano y Teodosio, la corriente se volvió de manera total y definitiva contra el paganismo. El proselitismo cristiano tenía más éxito que nunca, y los paganos se volvían cristianos en proporciones torrenciales, ahora que las preferencias de emperadores cristianos se dirigían automáticamente hacia los cristianos. Y si los paganos conversos a menudo sólo prestaban un homenaje verbal al cristianismo, sus hijos, educados en la Iglesia, eran sinceramente cristianos. Empezó a cernirse la oscuridad final sobre la cultura de la antigua Grecia y Roma.

Una de las principales figuras que asistieron al lecho de muerte del paganismo fue Ambrosio (Ambrosius), nacido alrededor del 340 e hijo de un alto funcionario del gobierno. El mismo entró al servicio del gobierno, pero quedó atrapado en los conflictos mundanos entre católicos y arríanos ocasionados por la muerte del viejo obispo de Milán y las consiguientes querellas por la identidad confesional del nuevo ocupante del cargo. Ambrosio pronunció un discurso de tanto éxito a favor del punto de vista católico que él mismo fue nombrado para el obispado en 374.

Durante el siglo IV, cuando los emperadores occidentales tenían su corte en Milán, esta ciudad fue el obispado más influyente del Oeste, dejando totalmente en la sombra —al menos temporalmente— a los diversos obispos de Roma. Esto fue más cierto que nunca bajo Ambrosio, un eclesiástico audaz y dinámico.

Ambrosio ganó gran influencia sobre Graciano y lo obligó a abandonar su anterior política de tolerancia. El poder del Imperio fue ahora descargado sobre lo que quedaba del paganismo. En 382 Graciano renunció al título de
Pontifex Maximus,
por el que hacía las veces de «sumo sacerdote» en nombre de la parte pagana de la población del Imperio. También quitó el altar pagano de la victoria del Senado romano, prohibió tener propiedades a las vírgenes vestales, extinguió la «llama eterna» que habían mantenido durante siglos y, en general, dejó claramente sentado que los paganos eran ciudadanos de segunda clase. Ambrosio inspiró a los emperadores una política de represión, no sólo de los paganos, sino también de los arríanos. Por primera vez desde el Concilio de Nicea de medio siglo antes, el Emperador del Este, Teodosio, era un ardiente católico. Desde ese momento, la herejía arriana empezó a decaer en el Imperio. No sólo reinaría el cristianismo, sino el cristianismo católico.

Pero Graciano perdió popularidad a medida que se interesó más por los placeres del poder que por sus responsabilidades. Se entregó al juego de la caza en compañía de jinetes bárbaros, y generales usurpadores se echaron al ruedo. Las legiones de Britania proclamaron emperador a su general, Magno Máximo, quien se adueñó de la Galia y mató a Graciano en 383 (1136 A. U. C).

Teodosio aún no había acabado la pacificación de los godos en el Este y se vio obligado a reconocer al usurpador a condición de que Valentiniano II, medio hermano de Graciano, tuviese bajo su dominio Italia. Tampoco ésta era una solución ideal, pues Valentiniano II (que ahora tenía doce años) estaba bajo la dominación de su madre, quien era una arriana declarada e hizo lo que pudo para fortalecer la herejía.

Algunos años más tarde, cuando Máximo invadió Italia, Teodosio vio allí su oportunidad. Acababa de casarse con una nueva Esposa, Gala, la hermana de Valentiniano II e hija de Valentiniano I. Esto lo hizo miembro de la familia, por así decir, y le brindó otro motivo para vengar la muerte de Graciano. Teodosio selló otra paz desventajosa con Persia y marchó hacia el norte de Italia. Allí derrotó a Máximo, en 388, y lo hizo matar.

Teodosio ahora dominaba todo el Imperio, en efecto. Celebró un triunfo en Roma y otorgó al joven Valentiniano II el gobierno nominal de la Galia, bajo la custodia de unos de sus propios generales, un franco llamado Arbogasto, que había limpiado la Galia de adeptos de Máximo. Fue la primera vez que un emperador tenía el mando nominal, y un general germano el poder real detrás del trono. Esta iba a ser la regla en Occidente durante el siglo siguiente.

Arbogasto, incapaz de controlar a Valentiniano II, quien empezaba a mostrar independencia y capacidad a medida que crecía, hizo asesinar al joven co-emperador en 392 (1145 A. U. C.). Una vez más, Teodosio tuvo que vengar la muerte de un colega occidental.

Consiguió hacerlo, derrotando al franco en 394. Arbogasto se suicidó y el Imperio quedó unido —por última vez— bajo un solo gobernante. Sin embargo, la experiencia con Arbogasto no disuadió a Teodosio de usar a los germanos en cargos importantes. En realidad, no tenía más remedio que hacerlo. Sólo el ejército podía proteger a un emperador, sobre todo si era joven, y los generales del ejército eran germanos. Sencillamente era así.

Uno de los oficiales en quienes más confió Teodosio hacia el final de su reinado era Flavio Estilicón. Era hijo de un vándalo (según una tradición aceptada), una de las tribus germánicas que habían acosado al Imperio en tiempos recientes e iban a volver a hacerlo en un futuro cercano. Pero Estilicón fue y siguió siendo un firme puntal del Imperio.

Muerto el arriano Valentiniano II y con el católico Teodosio como gobernante de todo el Imperio, la tendencia a la victoria total del cristianismo católico se aceleró aún más. Por sus servicios a este respecto, los historiadores eclesiásticos agradecidos le dieron el título de «Teodosio el Grande». En 394, por ejemplo, Teodosio puso fin a los Juegos Olímpicos, que se habían celebrado en Grecia desde 776 a. C., es decir, durante cerca de doce siglos. La tradición sólo sería reanudada quince siglos más tarde.

Pero el incidente más famoso del reinado de Teodosio se produjo en 390, cuando Arbogasto y Valentiniano II aún gobernaban la Galia. Ese año, los oficiales de la guarnición de Tesalónica, ciudad del noroeste de Grecia, fueron linchados por una multitud en el curso de una disputa local de escasa importancia.

Teodosio, en un momento de ciega cólera, ordenó que Tesalónica fuese saqueada por el ejército y murieron unas siete mil personas. Ambrosio, obispo de Milán, quedó horrorizado por este acto y notificó a Teodosio que no sería admitido en los ritos de la Iglesia hasta que no hiciese una penitencia pública por esa acción. Teodosio resistió ocho meses, pero finalmente cedió.

Fue el primer gran ejemplo de que la Iglesia podía actuar independientemente del Estado y hasta, en cierto modo, ser superior al Estado. Es significativo que esto ocurriese en el Imperio Occidental y no en el Oriental, pues a medida que los siglos pasaron la Iglesia iba a ser cada vez más independiente del Estado.

Teodosio murió en 395 (1148 A. U. C.) y, sorprendentemente, el Imperio quedó prácticamente intacto. Durante un siglo y medio había logrado rechazar las continuas correrías de los bárbaros del Norte. Había luchado periódicamente con los persas, en el Este, y contra generales insurgentes, en el interior. Había soportado los desgarramientos de las disputas religiosas de cristianos contra paganos y de cristianos contra cristianos. Su economía estaba marchita; su pueblo, agotado; sus ejércitos habían sido derrotados muchas veces y finalmente habían sufrido una matanza en Adrianópolis; y su administración había quedado en manos de los germanos.

Sin embargo, las fronteras del Imperio estaban prácticamente intactas. Sin duda, las provincias conquistadas por Trajano en el último período de conquistas imperiales habían sido abandonadas —Dacia, Armenia y Mesopotamia—, pero nada más.

Ello obedeció, en parte, a que los bárbaros estaban desorganizados. Nunca se unían bajo un solo líder para llevar un ataque coordinado contra el Imperio. Se especializaban en rápidas incursiones que realmente sólo tenían éxito cuando Roma era cogida de improviso o estaba inmersa en guerras civiles. Raramente podían resistir al ejército romano cuando éste era conducido capazmente. En resumen, para que los bárbaros pudiesen destruir el Imperio Romano o cualquier parte de él, éste debía estar consumido interiormente. Ni siquiera los desastres de un siglo y medio lo habían desgastado lo suficiente para eso. Todavía no. Ni en el momento de la muerte de Teodosio. Pero tampoco el Imperio había estado nunca en situación tan precaria. Todos los esfuerzos de los emperadores y generales durante un siglo y medio, todos los trabajos sobrehumanos de Aureliano, Diocleciano, Constantino, Juliano, Valentiniano y Teodosio sólo habían conseguido hacer que el Imperio aguantase. Persia aún amenazaba codiciosamente en dirección a Siria, los germanos aún hacían incursiones a través del Danubio y el Rin, siempre que podían (mientras los hunos esperaban amenazadoramente detrás de ellos) y aún surgían usurpadores en toda ocasión.

Sin duda, había lugares del Imperio donde las condiciones habían mejorado con respecto a las espantosas ruinas en que habían caído durante el medio siglo de anarquía anterior a Diocleciano. Egipto y Siria eran casi prósperos y en todas partes algunos terratenientes se enriquecían mientras la mayoría de la población se empobrecía. Pero en conjunto, el barco imperial se estaba hundiendo, y con cada década que pasaba el esfuerzo del Imperio por mantenerse solamente a flote era un poco mayor, su población declinaba un poco más, las ciudades se empobrecían y arruinaban un poco más y la administración se sumergía algo más a fondo en la corrupción y la ineficacia.

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