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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El hijo del Coyote / La marca del Cobra (20 page)

—¿Por qué?

—Porque los hombres a quienes mató merecían la muerte. Eso lo sabía el jurado; pero no tuvo valor para decirlo. En Sacramento se ha sabido al fin y se hará un nuevo juicio si…

—¿Qué?

—Si Pack Manigan puede demostrar que es inocente del asesinato de Glenn Durham.

—¿Y cómo podrá probarlo?

—Si se descubre al asesino de los otros. Una persona que hubiese podido decirnos quién mató a Durham era Karl. Por eso murió.

—Pero si decimos que Manigan ha permanecido aquí herido desde…

—La herida de Manigan no probará nada —interrumpió
El Coyote
—. Al contrario, le condenará aún más.

—¿Por qué?

—Porque desde que Guy Pierce aseguró haber herido al
Cobra
no se ha cometido ningún otro asesinato.
El Cobra
ha dejado de actuar. Y si le encontrasen aquí, herido, las sospechas se confirmarían.

—¡Pero Pierce no pudo herirle! ¿Cómo iba a hacerlo?… Pero… eso quiere decir que Pierce mintió.

—Tal vez.

—Entonces él sería… el culpable… ¡No puedo creerlo! —rechazó Elissa—. ¿Qué interés podía tener en cometer tantos crímenes?

—Cada crimen o, por lo menos, casi cada crimen, le ha valido una importante suma de dinero. A Glenn Durham, después de matarle, le robaron veinte mil dólares o más. Si, como sospechoso, el autor del crimen fue Karl Peters, tuvo que recibir una cantidad importante, que debió de serle robada al morir. El dueño de la taberna también fue despojado, por lo menos, de nueve mil dólares, y casi puede asegurarse que le fueron robados cinco o seis mil más.

—¿Y eso lo pudo hacer Guy Pierce?

—Sí; pero también pudieron hacerlo el reverendo Barker y Breed Connor.

—¿Cómo puede sospechar de un religioso…?

—En nuestra tierra, señorita, tenemos un viejo adagio que sirve perfectamente para este caso. Es el de que el hábito no hace al monje. El reverendo Barker dice pertenecer a la secta de los cuáqueros. Tenemos su palabra; pero nada más. Si nos dijese que es un obispo católico, tendríamos que creerlo de la misma manera que creemos que es, realmente, un cuáquero. Y no olvide que él heredó las tierras y fincas de Durham. ¿Por qué?

—Eran grandes amigos.

—Lo cual no quiere decir que no se odiaran.

—¿Qué otros sospechosos hay?

—Los pocos bandidos que quedan en el valle.

—¿Pocos?

—Tan pocos que ya no constituyen ningún peligro. El asesino los ha utilizado para sus fines y han muerto varios.

—¿Y Connor? ¿También es sospechoso?

—También.

—¿Y quién más?

—Usted podría ser sospechosa.

—¿Yo?

—Sí. Al fin y al cabo es la más interesada en vengar a su padre y a su novio; vive en un lugar apartado, ha recibido varias veces visitas de bandidos…

—¿Cómo lo sabe? —preguntó, alarmada, Elissa.

—Yo lo sé casi todo. Si no hubiera sido por los bandidos, usted no hubiese podido subsistir aquí. Esa protección, de la que ya disfrutaba su padre, ha impedido su muerte. Alguien desea estas tierras, porque en ellas está la clave de la futura riqueza del valle, o sea el agua.

—No puedo creer que usted sospeche de mí.

—No. No sospecho porque ya sé quién es el asesino —rió
El Coyote
—; pero alguien hizo una promesa y no le impediré que la cumpla.

—¿Quién?


El Cobra
.

—Pero si él no ha hablado. ¿Cómo puede saber quién es el…?

—Lo sé y en el momento oportuno actuaré.

—¿Cuándo llegará ese momento?

—Cuando Manigan esté en condiciones de andar.

Durante otra semana la paz continuó reinando en el valle de San Arcadio. Todos daban por cierta la herida del
Cobra
y su tranquilidad sólo se turbaba por el temor de que, tan pronto como se recuperase, a menos que hubiera muerto,
El Cobra
siguiese atacando y cometiendo delito tras delito.

Habían llegado nuevos colonos que sustituyeron a los que se habían marchado, estableciéndose en tierras malas, ya que las buenas no estaban a su alcance.

En casa de Elissa, Manigan había recobrado el conocimiento. Miraba con interés todo cuanto le rodeaba y, especialmente, a la joven.

—¿Es usted la señorita O'Leary? —le preguntó al siguiente día de recobrar el habla.

—Sí —contestó Elissa, enrojeciendo intensamente.

—¿Me ha cuidado?

—Sí.

—¿Quién me trajo aquí?


El Coyote
.

—¿Quién es
El Coyote
?

—Un hombre misterioso…

—Ya le conozco de nombre; pero quiero saber quién es en realidad.

—Ni yo ni nadie lo sabe. Ni siquiera sus colaboradores.

Luego Elissa le había preguntado el nombre de la persona a quien debía castigar.

Pack Manigan movió negativamente la cabeza.

—Eso es cuestión mía —dijo.

Una noche, cuando ya se levantaba de la cama y empezaban a volverle las fuerzas, fue visitado por
El Coyote
.

—Hola, Manigan —le saludó.

El Cobra
trató de adivinar qué rostro se ocultaba tras la negra máscara. Al fin tuvo que desistir de ello.

—Hola —contestó—. Creo que le debo la vida.

—Cierto —sonrió
El Coyote
—. Le salvé cuando Peters le iba a echar dentro de la fosa que le había preparado.

—Gracias.

—He estado fuera del valle unos días —siguió
El Coyote
—. Tenía que hallarme presente en un sitio. Aproveché la oportunidad para hacer algunas investigaciones favorables para usted. Es posible que no tenga que volver jamás al penal.

—No pienso volver —dijo
El Cobra
.

—No volverá si se demuestra que es inocente de una serie de crímenes que se han cometido en este valle. Alrededor del cuello de cada una de las víctimas se ha encontrado una correa atada. Es su marca.

Los profundos ojos de Manigan se inflamaron.

—¿Qué está diciendo?

—Que alguien ha utilizado su marca y la ha aplicado a unos crímenes de los que usted es inocente, pero de los cuales todo el mundo le acusa.

—¿Y qué?

—Quiero salvarle. ¿Qué piensa usted hacer en cuanto se halle en condiciones de moverse sin dificultades?

—Yo sé lo que pienso hacer.

—¿Matar al hombre a quien vino a buscar? —preguntó
El Coyote
.

—Tal vez.

—Si no hace más que matarle será usted ahorcado por un crimen más.

—Si me cogen.

—Algún día le cogerán.

—Está bien. Me cogerán; pero yo habré cumplido mi palabra.

—¿Cómo se llama el hombre que debía haber sido ahorcado al mismo tiempo que Glenn Kelton?

Manigan no contestó.

—Ese hombre es el culpable de todos los crímenes de que ahora le acusan a usted —insistió
El Coyote
—. Yo quiero ayudarle. Dígame quién es.

—No.

—No sea loco, Manigan. Ya sé que es usted capaz de salir de aquí, ir a buscar a ese hombre y matarle; pero con ello no aclarará nada. Se espera que mate usted a ese hombre y a otros. Una vez que haya muerto, no podrá hablar ni demostrar que sólo él fue el culpable.

—No me importa. Debo matarle.

—Está bien. Dejaré que usted le mate; pero también quiero que usted lo haga como si cumpliera una justicia, no como un asesino. No deseo que vuelva a la prisión.

—¿Por qué? ¿Qué interés tiene usted por mí?

—Si vuelve al penal y no es ahorcado permanecerá en él treinta años, o sea cadena perpetua. Cuando salga, será viejo. ¿Cree que Elissa le aguardará hasta entonces?

—¿Cómo sabe…? —empezó, violentamente, Manigan.

—Yo sé muchas cosas. Ella le ama y usted la corresponde. Pero domina sus sentimientos diciéndose que no debe pensar en ella porque está destinado a volver a la cárcel o a vivir fugitivo de la justicia.

Por primera vez hubo vacilación en los firmes ojos de Manigan.
El Coyote
empujó hacia él una cartulina amarilla en la que se hallaba escrito un nombre.

—Éste es el culpable —dijo.

Manigan leyó el nombre y su expresión no se alteró.

—Lo es —siguió
El Coyote
—. Dentro de una semana será castigado. Escuche bien lo que voy a decirle.

Una hora bastó al
Coyote
para trazar el plan de castigo. Cuando hubo terminado, Manigan asintió con la cabeza.

—Acepto —dijo.

Durante los siete días que siguieron, Manigan estuvo acabando de reponerse. Continuamente practicaba con el revólver. Lo sacaba de la funda con una velocidad extraordinaria y el percutor caía rápidamente sobre los seis cartuchos vacíos que llenaban el cilindro. Elissa, que le observaba, sentía una honda angustia. Una angustia como no había podido sentirla cuando supo que iban a matar a Glenn Kelton.

Capítulo IX: La justicia del
Coyote

Guy Pierce miró, nerviosamente, al hombre que estaba ante él. Aquel antifaz, aquellos ojos que le miraban como si tratasen de leer en su alma, le producían un malestar creciente del que no lograba librarle el hecho de que
El Coyote
no empuñase ningún arma y, por el contrario, le estuviese hablando como a un amigo.

—Ha llegado el momento de probar la inocencia de un hombre y la culpabilidad de otro —le decía
El Coyote
.

—¿Y qué tengo yo que ver con
El Cobra
y sus crímenes? —preguntó Pierce.

—De momento nada más que su posible culpabilidad, señor Pierce.

—¿Mi qué?

—Su culpabilidad. Puede usted ser el criminal, no lo olvide.

—Pero… ¿cómo?

—Vaya esta tarde a las cuatro y media a este sitio —
El Coyote
le tendió un papel— y colóquese al pie de la ventana que hallará abierta. Escuche. Luego diríjase a la puerta principal y sea testigo de lo que verá.

—¿Y si me niego?

—No se negará, porque si lo hiciese tendría usted que responder de todas las acusaciones que pueden recaer sobre su persona. Y de que disparó sobre
El Cobra
sólo tenemos su palabra y la prueba de que en su casa se encontró una de las correas que
El Cobra
utiliza para señalar a sus víctimas. Y además… tendrá que borrar de la conciencia del jurado la mala impresión que producirá en él la prueba de que hace quince años usted fue condenado a prisión por robo y homicidio en Concordia, Massachusetts.

Guy Pierce se echó hacia atrás, pálido como un muerto.

—¡Mentira! —dijo, pero sin fuerza.

—Vaya allí y todo se arreglará —replicó
El Coyote
, empujando hacia él una cartulina en la que estaban escritas unas palabras y unas cifras—. No trate de huir, pues sería mucho peor para usted —advirtió, antes de marcharse—. Y lleve algún amigo que sirva de testigo.

*****

—¿Y si me niego a acudir a ese sitio? —preguntó el reverendo Barker.

El Coyote
, que estaba sentado ante él, se encogió de hombros.

—Cometería una locura de funestas consecuencias para usted —replicó.

—¿Qué consecuencias puede tener para mí el que me niegue a hacer de espía?

—Muchas —contestó
El Coyote
—. En primer lugar, demostraré que usted pudo ser el asesino de Glenn Durham, a quien mató para heredar sus bienes, de los que se sabía heredero único.

—¡No cometerá esa canallada! —rugió el reverendo, cerrando los puños.

—No será una canallada, señor Coljin.

El nombre de Coljin borró del rostro del cuáquero toda la sangre que un momento antes había afluido a él.

—¿Cómo sabe… mi nombre? —musitó, al fin.

—Coljin: hace tiempo cometió usted un crimen. Se le hallaron circunstancias atenuantes. Pasión excesiva. La mujer, al fin y al cabo, sólo era una profesional del amor. Estuvo cinco años en la cárcel y fue puesto en libertad por buena conducta. Entonces prosiguió los estudios que había empezado e ingresó en la única secta que quiso admitirle. Fue enviado al Oeste para que se purificara entregándose al amor de sus semejantes. Pero si llegara usted a sentarse ante un tribunal, su pasado delito, además de llenarlo de vergüenza, pesaría mucho en el ánimo del jurado. Usted poseía un billete de banco de mil dólares que le entregó el dueño de la taberna a cambio de mil dólares en billetes de toda clase. Ese billete fue partido en dos y una parte se envió a uno de mis hombres como anticipo del pago de un asesinato. La otra mitad fue hallada en poder de un criminal.

El reverendo Barker se puso trabajosamente en pie, fue hasta la biblioteca, tomó un ejemplar de las obras completas de Shakespeare, impreso en Londres en un papel de ínfima calidad, y abriéndolo sacó de él un billete de mil dólares que mostró al
Coyote
, diciendo:

—Aquí tiene el billete. Y está entero…

El Coyote
le interrumpió con un movimiento negativo de cabeza.

—No —dijo sin mirarlo—. Ése no es el billete. Es otro. El tabernero conocía la numeración y antes de que fuera asesinado dijo a quién se lo había entregado. Por lo tanto, son muchas las pruebas que existen contra usted. Vaya esta tarde a las cuatro y media al sitio que le he indicado. Lleve a dos testigos. Y no trate de huir, porque le sería imposible salir del valle.

—¿Descubrirá usted mi identidad? —preguntó, al fin, Barker.

—No, a menos que usted me obligue a ello o compruebe que es usted culpable. Adiós.

*****

—Acuda a este sitio —dijo
El Coyote
, empujando hacia la mujer un papel en el que estaba escrita una dirección.

—¿De veras asistiré al castigo del asesino de mi marido? —preguntó Clara Emerson.

—De veras —prometió
El Coyote
.

*****

Breed Connor tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar cuando, al levantar la cabeza del libro en que anotaba sus gastos, vio ante él, en el centro de la estancia, al
Coyote
. Su mano derecha, que había iniciado un movimiento hacia el cajón donde guardaba su revólver se detuvo antes de llegar a él, a pesar de que
El Coyote
no había hecho ningún ademán de amenaza.

—¿Qué… quiere? —tartamudeó. Estaba sentado de espaldas a la amplia ventana de su despacho, por la que entraban la luz y el aire.

—Hablar con usted, Connor —respondió
El Coyote
—. Supongo que tiene interés en aclarar el misterio de los crímenes del
Cobra
, ¿verdad?

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