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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El hijo del Coyote / La marca del Cobra (17 page)

BOOK: El hijo del Coyote / La marca del Cobra
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—Otro de los nuestros ha caído —empezó—. Le hirió un ser diabólico, escapado de la cárcel para causar todo el daño posible. Pero yo os digo que si somos fuertes nadie nos podrá echar de este valle. El que era jefe admitido de los campesinos ha muerto. Fay Emerson, en quien todos pensábamos como su sustituto, ha muerto también antes de que pudiésemos elegirle; pero en su lugar se levantará otro. Y si él cayese, su puesto no quedará vacante muchas horas, porque sé que otros muchos se ofrecerían para guiarnos a conseguir, al fin, la victoria que, de derecho, nos pertenece.

El reverendo Barker calló como si esperase que entre los reunidos se elevasen voces ofreciéndose para ocupar el puesto vacante. Sin embargo, nadie habló y sólo se oyeron los sollozos de Clara Emerson y de sus hijos. Por fin, Baker prosiguió:

—Los exangües labios de nuestro compañero no pueden hablar. Sus oídos no pueden escucharnos; pero, no obstante, yo le prometo que su muerte no ha sido en vano. Y ya que no se ofrecen otros más fuertes, yo tomaré el mando si me aceptáis como jefe. Y porque vuestra causa es justa lucharé por ella con la fuerza que Dios me concederá.

Mientras hablaba agitaba en el aire un débil puño. Casi todos se sintieron emocionados por aquella energía y por la elocuencia del cuáquero, aunque algunos se preguntaron qué podría hacer aquel puño contra los poderes que se enfrentaban con él. ¿Qué fuerza podía tener un religioso contra los enemigos que llenaban el valle?

—¡Yo desafío al
Cobra
a que se enfrente conmigo! —siguió Barker.

En aquel instante abrióse la puerta de la improvisada capilla y la luz del día penetró a raudales. En el umbral apareció un viejo mejicano que tenía unas pequeñas tierras a la entrada del valle.

—¡Socorro! —pidió—. Me persiguen. Quieren que me marche…

Antes de que los aterrados campesinos que se encontraban en la capilla pudieran darse cuenta total de lo que estaba ocurriendo, aparecieron dos jinetes enmascarados y cubiertos de polvo. Uno de ellos llevaba una escopeta de caza y el otro empuñaba un revólver. Sus llameantes ojos proclamaban cuáles eran sus intenciones.

—¡Deteneos! —gritó Barker levantando su mano—. ¡Ésta es la Casa de Dios! ¡No la profanéis con un crimen!…

No pareció que sus palabras fueran a surtir ningún efecto. Ribera, el mejicano, se había vuelto, horrorizado, hacia sus perseguidores.

El momento era de gran dramatismo. Una invencible parálisis se había como apoderado de todos. Tan sólo Barker, con la mano levantada, conservaba algún movimiento.

Porque también los dos jinetes se habían detenido e, inmóviles, no parecían a atreverse a levantar sus armas. El fuego de sus ojos se había apagado y la salvaje alegría del triunfo seguro había sido sustituida por un creciente temor.

Durante unos segundos el reverendo Barker pudo creer que su mano poseía una fuerza divina, pero no tardó en salir de su error cuando, en el luminoso rectángulo de luz de la puerta de la improvisada capilla, apareció la silueta de un hombre que volvía la espalda al reverendo y a los fieles. Sin duda durante aquel rato había estado fuera, esperando.

Vestía un traje oscuro, a la moda mejicana, sombrero charro y sobre el hombro izquierdo llevaba, colgado, un sarape de vivos colores. Al hacer un movimiento, todos vieron que empuñaba dos revólveres a los que el sol de la mañana arrancaba metálicos destellos.

Con voz más dura que el acero de sus armas, el desconocido habló:

—Merecéis que os mate y eso es lo que debiera hacer con vosotros; pero os castigaré de otra forma…

Dos detonaciones siguieron a su interrupción y los dos jinetes soltaron sus armas y se llevaron la mano a la oreja izquierda. La sangre brotó abundante, mientras el autor de los disparos decía:

—Ya no necesito quitaros los antifaces. Con esas marcas os conoceré siempre…

—¡Es
El Coyote
! —gritó alguien dentro de la capilla.

Estas palabras fueron como un espolazo para los jinetes que, sin esperar más partieron al galope, mientras
El Coyote
guardando los revólveres, se volvía hacia los que estaban dentro de la capilla, y en especial hacia el mejicano a quien acababa de salvar la vida.

—Vigilad las orejas marcadas que van a ir apareciendo en el valle —dijo—. Y no os fiéis de quien luzca mi marca.

La esperanza iluminaba muchos de los rostros que un momento antes aún se dejaban ganar por la inquietud.

—Dios lo ha enviado —murmuró Clara Emerson.

—No soy tan importante, señora —replicó
El Coyote
—, pero le prometo que el asesino de su marido será castigado.

—Usted puede ser nuestro jefe —dijo Barker.

El enmascarado movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—; pero les ayudaré cuanto pueda. Busquen a uno de los suyos.

—Yo me ofrezco —dijo Breed CONNOR—. Sabiendo que
El Coyote
está a nuestro lado, no tengo ningún temor. Él nos ayudará a expulsar a los bandidos y a terminar con
El Cobra
.

—¿Le aceptáis? —preguntó Barker, parecía algo defraudado por el puesto que acababa de perder.

Varias voces replicaron afirmativamente. Casi antes de que el entusiasmo se redujese,
El Coyote
, montando a caballo, había desaparecido.

*****

La siguiente víctima del
Cobra
fue Karl Peters. Le encontraron entre unas rocas, con el pecho atravesado por un cuchillo y una correa atada al cuello. Su oreja izquierda aparecía destrozada por un balazo.

—Tenía la marca del
Cobra
y la del
Coyote
—se comentó en la taberna al saberse la noticia.

José López, que estaba entre el grupo que discutía la última hazaña del misterioso
Cobra
, soltó una carcajada. Cuando la atención de todos se centró en él, López declaró, explicando su extemporánea risa:

—Me río del miedo que todos tienen a causa de esos dos hombres.

—¿Usted no lo tiene? —preguntó Pierce.

—No conozco al
Cobra
. Por lo menos no le conozco mucho, pues aunque le vi como todos, si es que realmente fue él quien hirió en el brazo al señor Peters, no tuve tiempo de fijarme bien. Pero no le creo más peligroso que
El Coyote
. ¡Y al
Coyote
le vi una vez correr como una liebre delante de mí!

—¿Cuándo soñó eso? —preguntó Breed Connor cuyas palabras fueron coreadas por estrepitosas risas.

—Una noche en que lo acorralamos. Si no es por la ayuda que le prestaron unos campesinos le hubiéramos cogido como a un palomo.

—¿Qué haría si ahora se le presentase? —preguntó uno de los que estaban allí.

La respuesta de José López fueron tres disparos tan seguidos que parecieron uno solo. Nadie le vio empuñar el revólver; pero éste, que unos momentos antes se encontraba en la funda, estaba ahora en su mano, soltando una columnita de humo. En la pared frontera a él, aparecía un cartel de las fábricas Winchester, que representaba a un hombre vestido con el típico traje de los llaneros. Con la mano derecha sostenía en alto un rifle y con la izquierda se apoyaba en un blanco formado por círculos rojos y blancos. En la diana veíanse tres agujeros tan juntos que formaban uno solo.

La distancia que separaba a López del cartel no era muy grande; pero todos sabían que ni a tres pasos hubieran sido capaces de conseguir aquellos blancos, y mucho menos disparando con la rapidez con que lo había hecho López.

—Yo creí que los de su raza sólo eran diestros manejando el cuchillo —comentó el tabernero.

De su faja, José López sacó un cuchillo y, como sin apuntar, lo lanzó contra el blanco, donde quedó clavado en el centro del desgarrón producido en el papel por las tres balas.

—Por eso yo no le temo ni al
Cobra
ni al
Coyote
—dijo, yendo a recobrar su cuchillo, mientras en la taberna entraba el reverendo Barker, atraído por las detonaciones.

Si hasta entonces José López podía haberse lamentado de atraer poco la atención de los habitantes de San Arcadio, desde el momento en que les demostró lo que era capaz de hacer, se vio rodeado por un círculo de rostros que expresaban profunda admiración. Fue invitado a beber y a fumar, y durante un buen rato todos se olvidaron de la nueva hazaña del
Cobra
al matar a Karl Peters.

—Por esta vez
El Cobra
eligió bien a su víctima —comentó Connor, llenando de nuevo el vaso de López. Al mismo tiempo éste sintió que una mano introducía un papel en el bolsillo de su chaquetilla. Haciendo como si no se hubiese dado cuenta de nada, vació el vaso y luego volvióse para dirigir una mirada a su alrededor. Nadie parecía fijarse demasiado en él.

César de Echagüe sentía unos irresistibles deseos de ver lo que le habían metido en el bolsillo. Sin embargo se contuvo hasta que pudo salir de la taberna. Entonces, acercándose a uno de los faroles que iluminaban el porche, hundió la mano en el bolsillo y sus dedos tropezaron con un papel que estaba hecho una arrugada bola. Al examinarlo a la luz lanzó un silbido. Era un billete de mil dólares. Pero cuando lo extendió tuvo que rectificar su impresión primera. Sólo era medio billete de mil dólares y un papel en el cual, escrito con lápiz y con letras mayúsculas, leyó:

López: Si quieres ganarte la otra mitad, repite contra el corazón de Breed Connor lo que hiciste con el cuchillo en la taberna. A Breed lo encontrarás en su casa esta noche. Suele tener la ventana abierta y la luz encendida.

C.

—Me parece que hiciste una tontería, querido López —murmuró César—. Esperabas algo; pero no esto. Sin embargo se puede probar.

Montando a caballo, don César, bajo el disfraz de José López, se encaminó hacia la casa de la viuda Emerson. A cierta distancia se detuvo y lanzó un largo aullido de coyote.

Otro plañidero aullido contestó y de entre unas matas salió Juan Lugones.

—Hola, López —saludó en voz baja, al reconocer al jinete—. Tenemos buenas noticias.

—¿Qué?

—Cazamos a uno que venía a incendiar la casa de la señora Emerson.

—¿Y qué? ¿Le matasteis?

—No. Le cogimos entre Timoteo y yo y le hicimos hablar. Esta noche piensan quitar de en medio a Breed Connor. Irán a su rancho y…

—Y le clavarán un cuchillo en la espalda, ¿no? —preguntó de inmediato el falso López.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Juan Lugones.

—Porque me han encargado a mí el trabajo.

—¿Quién?

—A menos que haya sido
El Coyote
debo suponer que me lo ha encargado
El Cobra
.

—Pero… si él…

—¡Silencio! —interrumpió López—, no hables de lo que no debes. Ya sé que no ha sido ni el jefe ni el otro. Pero estamos luchando contra el asesino más sagaz que hemos tenido jamás ante nosotros. Nos va a dar mucho trabajo, sobre todo desde que sabe quiénes somos.

—¿Lo sabe?

—Claro. Está jugando con nosotros ¿Dónde está vuestro prisionero?

—Lo encerramos en la leñera. Timoteo quedó vigilando.

—Vayamos hacia allí. No me gusta servir de juguete a un enemigo. Por ahora todas las ventajas están de su parte y sólo tenemos sobre él dos, aunque una de ellas no es muy sólida.

—¿Cuáles son? —preguntó Lugones.

—La principal es que sólo nosotros sabemos qué ha sido del verdadero
Cobra
. Nuestro adversario le cree muerto; pero no ha podido encontrar su cuerpo y eso le tiene intranquilo, pues mientras no se tiene delante el cadáver no se puede asegurar que uno haya muerto. La otra ventaja que tenemos sobre él, es que no sabe quién es ni dónde se encuentra
El Coyote
. Mas, aparte de estas ventajas el asesino es más fuerte que nosotros porque mientras
El Cobra
no pueda hablar, no sabremos contra quién luchamos.

Los dos hombres hablaban en voz baja y avanzaban buscando las sombras en dirección a la parte trasera de la casa, sin que sus pasos produjeran ningún ruido. En el momento en que llegaban a la vista de la leñera vieron surgir una sombra que escapaba a toda prisa hacia un macizo de árboles que crecían cerca de un camino posterior.

La reacción de Juan Lugones fue tan rápida que don César no tuvo tiempo de detenerle ni de impedir que se llevara el rifle al hombro y disparase contra el que huía. Oyóse un grito cortado antes de que terminara y la sombra cayó al suelo, quedando de bruces en medio de un espacio despejado, donde la luz de la luna se proyectaba sin obstáculos.

—¡Imbécil! —gritó don César.

—Es que se escapaba —se excusó Juan—. Aunque le haya matado, ya le hicimos decir todo lo que sabía.

Don César se dirigió hacia el sitio donde estaba tendido el fugitivo; pero al pasar junto a la leñera se detuvo, estando a punto de tropezar con el cuerpo de Timoteo Lugones, que aparecía caído de espaldas, con el rostro bañado en sangre. Junto a la cabeza, veíase una piedra, manchada también de rojo.

—¡Le han matado! —gritó Juan, deteniéndose junto a su hermano.

—Sólo está sin sentido —dijo don César—. Vamos. Luego le atenderemos. Parece que os estáis volviendo imbéciles.

Tras una corta vacilación, Juan Lugones siguió al que él conocía por José López, que estaba ya arrodillado junto al fugitivo, a quien acababa de volver cara al cielo. La bala disparada por Juan Lugones le había atravesado de parte a parte el corazón. La muerte fue instantánea. El rostro del muerto no le era conocido. Cuando Juan llegó a su lado le iba a preguntar si era aquél el preso; pero, antes de que pudiese hacerlo, Juan Lugones lanzó una exclamación de asombro.

—¿Qué ocurre?

—Es que… ése no es el que detuvimos —tartamudeó—. ¿Habré cometido un error?

—Sí, uno muy grande. A los fugitivos a quienes no se tiene especial interés en matar hay que herirles en las piernas. Un par de piernas rotas no impiden hablar. En cambio un corazón atravesado cierra para siempre una boca. Volvamos junto a tu hermano y arrastremos hasta allí a éste.

Timoteo Lugones estaba tan sin sentido a causa del golpe que su cabeza había recibido con la piedra que resistió eficazmente a todos los esfuerzos que para reanimarle realizaron López y su hermano. Al fin, López, interrumpiéndose, pidió a Juan:

—Trae una linterna y veamos a vuestro prisionero.

Juan Lugones entró en la cocina de casa y salió con una lámpara de petróleo. En cuanto la luz se proyectó sobre la puerta de la leñera, don César comprendió que el preso había huido, pues la puerta estaba entreabierta. Sin embargo la empujó y entró en el reducido espacio donde los Emerson habían guardado siempre la leña. Con su cuerpo tapaba la luz de la linterna; pero cuando Juan se hizo a un lado y la leñera quedó iluminada, un horrible espectáculo se ofreció a los ojos de los dos nombres.

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