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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El hijo del Coyote / La marca del Cobra (15 page)

La detonación llenó toda la estancia y el humo de la pólvora se extendió como una sofocante niebla. El hombre que había estado durante todo aquel rato sentado ante la mesa, vio, como hipnotizado, cómo en el rostro de Manigan se pintaba un doloroso asombro. Luego le vio caer hacia delante, soltando su revólver, y quedar tendido en el suelo, de espaldas, mientras una mancha de sangre se extendía sobre su corazón.

Al caer Manigan quedó visible, detrás de donde él había estado, el autor del disparo.

—Te salvé de una y buena, ¿eh? —dijo sin enfundar el revólver, de cuyo cañón brotaba aún una columnita de humo.

—Sí…, sí…, sí… Fuiste muy oportuno, Peters.

—Hoy te he librado de dos peligrosos enemigos. Rex Burton y
El Cobra
.

—Te daré los cinco mil dólares que te prometí por lo de Burton. Y algo más por esto.

—¿Cuánto más?… —preguntó Karl Peters, siempre con el revólver a punto de disparar de nuevo.

—¿Te parecen… otros cinco mil?

—A él le ofreciste veinte mil si te perdonaba la vida. Dámelos a mí. Creo que los merezco.

El hombre vaciló. Miró el cuerpo de Manigan y la mancha de sangre que se iba extendiendo por su pecho. Allí estaba el cadáver de un enemigo; pero ante él continuaba en pie un hombre, que, a pesar de ser su amigo, le resultaba casi tan peligroso como el que había muerto.

—¿No contestas?

Peters hablaba seca e imperiosamente. El arma que empuñaba seguía amenazando al hombre a quien había salvado.

Éste pensaba de nuevo en el dinero que tenía en el cajón y en la pistola colocada junto a los billetes.

—Bien —dijo, al fin—, te daré los veinte mil dólares; pero has de hacer algo más.

Llevó la mano al cajón y empezó a abrirlo. Karl Peters había ido inclinando el revólver; pero en realidad no perdía de vista al otro. Tal vez por eso la mano que ya rozaba el pulido doble cañón del Derringer vaciló unos instantes, pero al fin se decidió.

*****

Karl Peters sudaba copiosamente cuando terminó de abrir el hoyo. Ya tenía la suficiente profundidad para admitir el cadáver que le estaba destinado. Dejando a un lado la pala con la que había estado sacando la tierra, Peters salió del fondo de la fosa y se secó el sudor con un sucio pañuelo que ya había utilizado muchas veces.

De pronto el calor de su cuerpo desapareció y transformóse en helor. Sus dilatados ojos se fijaron en la figura que estaba ante él, vestida con un traje mejicano, con el rostro cubierto por un antifaz iluminado por la escasa luz de la luna pero fácilmente reconocible.

—¡
El Coyote
!

La bala le destrozó la oreja izquierda y fue como un espolazo que precipitó su huida, haciéndole saltar al otro lado de los matorrales y arbustos que debían haber ocultado la tumba abierta entre ellos. Rodó por el suelo y fue a caer en un hoyo que se alargaba hasta el macizo de árboles donde estaba su caballo. Cuando lo alcanzó montó en él y, pegado al lomo del animal, escapó al galope. Hasta mucho después no empezó a asombrarse de que el hombre cuya marca llevaba en la oreja no le hubiera perseguido ni hubiese disparado de nuevo contra él. Entone empezó también a preguntarse qué habría ido a hacer a San Arcadio
El Coyote
.

En aquellos momentos
El Coyote
estaba arrodillado junto al cuerpo tendido al borde de la fosa. La luz lunera era suficiente para permitirle identificar a Pack Manigan,
El Cobra
. Sus manos aún estaban calientes, pero su inmovilidad era tan absoluta que no cabía esperanza alguna de que estuviese vivo.

Sin embargo,
El Coyote
continuó buscando algún aliento de vida. Al fin, en un momento en que grillos y aves interrumpieron su nocturno canto, logró captar un debilísimo latido en el pulso del hombre a quien habían estado a punto de enterrar.

El caballo de Manigan se encontraba atado a un arbusto. Haciendo un esfuerzo,
El Coyote
cargó el cuerpo sobre el animal y llevando a éste de la brida fue en busca de su propio caballo, que había dejado a bastante distancia. Luego, una vez montado, emprendió la marcha hacia el único sitio donde podía esperar cobijo para
El Cobra
.

*****

La insistente llamada arrancó al fin a Elissa de su lecho. Había estado soñando que Glenn Kelton llegaba fugitivo y llamaba a la puerta. Ella deseaba abrirle y no podía, y durante una eternidad luchaba con sus deseos de abrir la puerta y la imposibilidad física de hacerlo, en tanto que por todo su cuerpo resonaban los ecos de la angustiosa llamada.

De pronto Elissa O'Leary se dio cuenta de que la llamada era real, de que no se trataba de una fantasía de su sueño. Un súbito terror la invadió. Sabía que la mano que llamaba no podía ser la de Glenn, porque eso era humanamente imposible. Y aquel desolado rincón del valle de San Arcadio solía recibir tan pocas visitas, que la llamada tenía más de amenaza que de otra cosa. Elissa cogió de encima de la chimenea el revólver que había sido de su padre y, con él en la mano, se acercó a la puerta, después de cubrirse con una bata.

—¿Quién llama? —preguntó.

A través de la puerta llegó una voz que contestó:

—Un amigo, señorita O'Leary. Traigo a un herido.

Elissa vaciló. Era una locura abrir. Faltaba poco para que amaneciese, y de la amistad del que llamaba no tenía otra prueba que su palabra. Sin embargo… Tal vez fuese una locura, pero tenía confianza en aquella voz.

Con la mano izquierda descorrió el pesado cerrojo, mientras con la derecha continuaba empuñando el revólver de su padre, que él le había enseñado a disparar perfectamente. Lo había amartillado y lo conservó así después que el hombre que llamaba entró en la casa, cargado con el herido. Elissa cerró la puerta, corrió el cerrojo y con el arma a la altura del pecho avanzó hacia el hombre.

—A la izquierda hay una cama —dijo.

Cuando el desconocido, a quien ni siquiera le había visto el rostro, hubo depositado su carga sobre la cama que había sido de Lion O'Leary, volvióse hacia la joven y ésta lanzó un grito de asombro al ver el antifaz que le ocultaba la cara.

—¿Quién es usted? —preguntó. Y el revólver le temblaba como una hoja agitada por el viento.

—Tal vez conozca mi nombre. La gente me llama
El Coyote
.

Elissa se llevó la mano izquierda a los labios, tartamudeando:

—¿Usted…
El Coyote
? ¿Qué quiere… de mí?

—Traigo un herido, señorita Elissa. Se trata de un hombre que estuvo en la cárcel con Glenn Kelton, quien le encargó le vengase.

—¿Un enviado de Glenn? —musitó Elissa.

—Sí. Le han herido tan gravemente que ya le iban a enterrar creyéndole muerto. Yo le rescaté cuando se disponían a echarle dentro de la fosa. No sé si curará. Casi lo dudo; pero debemos intentar salvarle la vida porque él es el único que conoce las últimas palabras que pronunció Glenn Kelton antes de morir.

Elissa estaba muy pálida y tuvo que apoyarse en la pared, porque sus piernas se doblaban.

—¿Qué pudo decir Glenn? —preguntó.

—Un nombre. El de la persona que debiera haber muerto con él y que se salvó traicionándole.

—Yo conozco ese nombre —dijo Elissa O'Leary—. Yo sé quién traicionó a Glenn.

—¿Quién?

—Glenn Durham. Un canalla que se escuda tras una apariencia honrada, y cuya alma está tan sucia, que… ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no has exterminado ya a ese maldito Durham?

*****

A la mañana siguiente la noticia corrió por todo San Arcadio. Glenn Durham había muerto. Su corazón había sido atravesado por un balazo y en torno a su cuello el asesino le había atado una correa. Parecía como si una serpiente se hubiese enroscado alrededor de aquel cuello. Y a la par que la noticia de la muerte de Glenn Durham corrió el nombre de su matador.

—¡
El Cobra
!

Y a quienes preguntaban por qué se suponía la culpabilidad del
Cobra
, se les contestaba:

—Porque la correa en torno al cuello es la marca que
El Cobra
deja en sus víctimas. ¡La marca del
Cobra
! Además, ¿quién sino
El Cobra
podía tener interés en matar a Durham? Durham fue quien denunció a Kelton. Y Kelton, antes de morir, tuvo en su celda al
Cobra
. Después
El Cobra
escapó de la cárcel y todos, hasta Durham, esperaban que viniese a vengar al hombre que, sin ninguna clase de duda, le facilitó la huida.

Seguían muchas preguntas acerca de la posibilidad de que Kelton hubiese facilitado, realmente, la fuga del
Cobra
y de que él, en cambio, no hubiera podido escapar. Seguían explicaciones para justificar la sospecha, y en el valle de San Arcadio hubo tema de conversación para todo el día.

Lo último importante que se supo referente a Glenn Durham fue que de su mesa de trabajo había desaparecido una importante cantidad. No se sabía cuánto, porque Durham había sido muy reservado en cuestiones de dinero; pero se suponía que pasaba de doce mil dólares.

Capítulo V: Alarma en el valle

Evelio Lugones fue despertado cuando ya se iniciaban las livideces de la aurora. Su sobresalto fue mayor por no haber oído aproximarse al que le despertaba que por el simple hecho de haber sido despertado. No obstante, cuando vio inclinarse hacia él la enmascarada figura del
Coyote
, respiró con alivio.

—Necesitamos en seguida un médico que no viva en el valle y que sea prudente. ¿Conoces alguno?

Evelio reflexionó unos instantes.

—Que sea precisamente médico, no; pero muy cerca existe una tribu de indios navajos y en ella tienen a un curandero que es más médico que otra cosa, aunque él hace creer a sus amigos que es una especie de hechicero. Si se le paga bien, vendrá.

—¿Le has visto trabajar alguna vez?

—Sí. Le he visto curar heridas terribles con mucho pronunciar palabras mágicas, pero valiéndose también de instrumentos y medicinas.

—Entonces tráelo y llévalo a la cabaña de Elissa O'Leary. Aunque tengáis que dar un gran rodeo, no importa, con tal de que nadie en el pueblo se entere de su llegada. Págale lo que te pida, pero insiste en que si no entiende el caso, o no se atreve a curar al herido que encontrará allí, lo diga a fin de que podamos buscar otro médico. Insiste en que, de cuanto vea, no debe decir nada a nadie.

Evelio Lugones se puso en pie, comenzó a arreglarse y a arreglar su caballo, y doce minutos más tarde marchaba al galope en dirección opuesta a la del
Coyote
que, después de un largo rodeo, llegó al otro lado de San Arcadio y encerróse en la pequeña cabaña que allí tenía José López.

*****

El curandero indio llegó a mediodía. Guiado por Evelio, entró en la cabaña. Elissa O'Leary le condujo junto al herido, que no daba más señales de vida que al ser recogido por
El Coyote
.

—Mala herida —refunfuñó el indio después de examinarla—. Bala entró por detrás y salió por delante. Bala muy grande y herida muy grande. Tenía que haber tocado el corazón, pero no lo tocó.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Evelio, que a su pesar se sentía inclinado a creer más en los sortilegios que en la ciencia médica.

—Si hubiese tocado corazón, el hombre ya no viviría —replicó, sarcásticamente, el indio—. Corazón se habría parado; pero, de todas formas…, herida muy mala.

—¿Morirá? —preguntó Elissa.

—Hombre muy fuerte y con mucha resistencia; pero herida muy fuerte también. Yo no haría apuesta sobre vida suya; pero tampoco tengo desesperación de que no cure.

Y luego, con una sonrisa que iluminó su bronceado rostro, agregó:

—Si Dios hubiera querido que muriese no habría hecho que la mano que disparó el arma temblase ligeramente y la bala no llegase al sitio adónde iba destinada.

Durante media hora el indio estuvo limpiando la herida, utilizando infusiones de tomillo, y de otras hierbas que ya traía preparadas.

—¿Cuándo recobrará el sentido? —preguntó Elissa.

—Cuanto más tarde en recobrarlo, mejor para todos —replicó el indio—. Le necesito muy quieto para evitar las hemorragias. Que no se mueva. Lo demás lo ha de hacer la naturaleza.

—¿Y cuándo podrá hablar? —insistió Elissa.

—Tardará mucho.

—Es que… es que nos tiene que decir algo…

—Si tiene que decir alguna cosa, la dirá mejor dentro de diez o doce días que si hacemos esfuerzos para que la diga antes. Entonces quizá nunca la diría.

Recordando la indicación de su jefe, Evelio preguntó al indio:

—¿Está seguro de que lo entiende?

—Lo entiendo con toda perfección —sonrió el navajo—. Caso muy sencillo. Bala hizo viaje a través de su cuerpo y se llevó mucha vida; pero dejó un poquito, poquito. No es enfermedad difícil, sino enfermedad muy sencilla y muy antigua… Vida está atada con hilo delgado. Si hilo se rompe, vida se marcha. Si hilo se hace más fuerte, vida se queda. No tiene complicación difícil. Pero es tan fácil: que muera como es fácil que viva.

Después de decir esto, el indio se despidió de Elissa y acompañado por Evelio Lugones regresó a su tribu.

Elissa cerró cuidadosamente la puerta de la cabaña y salió al exterior. Fue a sentarse en un rústico banco que había hecho su padre y durante largo rato estuvo contemplando el hermoso panorama que se extendía ante sus ojos. Las frescas, claras y tumultuosas aguas de los dos ríos que confluían al pie de la pequeña altura en que se encontraba la cabaña atravesaban un largo cañón de amplia entrada y estrecha salida, y luego se perdían, alejándose del valle. El cañón y todas las tierras circundantes eran propiedad de Elissa. A la salida del cañón su padre había soñado en levantar un dique capaz de embalsar una gran cantidad de agua que permitiese regar todo el valle. Por ese afán fue asesinado.

Declinaba ya el sol cuando Elissa, después de repetidas visitas al herido, salió a recoger leña de la que guardaba en el cobertizo adyacente a la cabaña. Durante toda la tarde y casi desde que el herido quedó en su casa, la joven había estado pensando en Glenn Kelton. Muchas veces se había preguntado si estuvo realmente enamorada de él. Hubiera hecho cualquier sacrificio para salvarle la vida; pero también lo hubiese hecho por salvar la de cualquiera de sus amigos. Además, Kelton había prometido vengar la muerte de su padre, y ella sabía positivamente que inició sus pesquisas para descubrir al asesino.

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