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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El hijo del Coyote / La marca del Cobra (11 page)

—¿Quieres algo, Kelton? —pregunté guarda que estaba junto a su calabozo.

—¿Cuándo puedo encargar mi última comida? —preguntó el preso.

—Si quieres algo especial, llamaré al alcaide.

—Sí, llámelo; se lo agradeceré. Necesito algo muy especial.

Mientras iban a avisar al alcaide, Glenn Kelton se asomó a la ventana su celda. A través de los recios barrotes pudo contemplar, una vez más, el suave mar de hierba que se extendía hasta chocar contra el acantilado de las lejanas sierras. Era tierra de pastos; pero cerca del penal no se veía ninguna de las vacas, bueyes o terneros que daban vida a otras praderas.

Las sombras se iban alargando sobre el suelo, como si ya empezaran a tenderse a descansar. Cuando se hicieran más largas e imprecisas habría llegado el momento de no volverlas a ver más.

Por primera vez Kelton se encontró recordando palabras y enseñanzas de su madre. Palabras y enseñanzas de religión, que ya había olvidado y que ahora en aquellos últimos momentos, volvían a tener importancia.

Comprendiendo que si se dejaba dominar por aquellos recuerdos no podría realizar su plan, apartóse de la ventana y, volviendo a la puerta de su celda, espero allí la aparición del alcaide.

—Hola, Glenn.

Hacía casi dos minutos que el alcaide estaba ante él y Glenn ni le había visto.

—Quería encargar mi última comida, señor —dijo Kelton—; pero no quisiera comerla solo. Deseo que me acompañe otro hombre; pero no un hombre cualquiera, sino uno que sea capaz de comer como si no estuviese delante de un condenado a muerte, que tenga apetito, que sonría, que no se sienta afectado por lo que va a ser de mí.

—¿Existe un hombre capaz de eso? —preguntó el alcaide.

—Sí. Y está en esta cárcel. No le he visto jamás; pero he sabido que se encuentra aquí. Es un hombre a quien todos odian, a quien todos temen. Le dan nombre de serpiente…

—¿Te refieres a Pack Manigan? ¿Al
Cobra
?

—Sí.

El alcaide vaciló. La petición de Kelton era muy extraña. Jamás había escuchado nada semejante. Tal vez el condenado quisiera cobrar energías para sus últimos momentos. ¿Debía negarle aquel favor? Pero era la primera vez que el alcaide tenía que ordenar una ejecución y, como además era bondadoso, replicó:

—Todo depende de Manigan. Si él quiere aceptar…

Dirigióse a la celda de Manigan y antes de decir nada miró un momento al hombre que se encontraba dentro de ella. Era estremecedora la fría fijeza de su mirada. En aquellos ojos había odio y tragedia. Su compañero de celda estaba tendido en el camastro superior y de cuando en cuando le miraba, atemorizado. Aquel otro preso tenía la impresión de hallarse encerrado en compañía de una peligrosa serpiente.

—Manigan —llamó el alcaide.

El preso volvió la cabeza con la rapidez de un animal salvaje que escucha un ruido sospechoso.

—¿Qué? —preguntó secamente.

Después fue hasta la puerta de la celda y, a través de los barrotes, el alcaide le examinó. Manigan tenía unos treinta años escasos, aunque en algunos momentos representaba muchos más. Era de cuerpo ágil. A pesar de su delgadez poseía una formidable energía. Una furia arrolladora dormía bajo su epidermis.

—Cuando se ponga el sol, Glenn Kelton deberá ser ahorcado —dijo el alcaide.

—¿Y qué? —preguntó, indiferente, Manigan—. ¿Qué tengo yo que ver con lo que le hagan a Kelton?

—Escucha un momento —pidió el alcaide cuando Manigan se iba ya a apartar de la puerta—. Kelton me ha pedido que tú vayas a compartir con él su última comida. Quiere que seas su invitado. Será algo horrible; pero no es necesario que aceptes si no quieres.

Manigan irguió el cuerpo. Poco a poco se llevó la mano a la barbilla y la acarició.

—¿Por qué no? —murmuró—. No es una idea mala. Me habían dicho que Kelton tenía nervios de acero. Ahora comprendo que no los tiene y que necesita un amigo que le ayude para poder pasar serenamente los últimos momentos de su vida. Bien: iré.

El alcaide llamó a uno de los carceleros y éste, acompañado por cuatro guardas armados, abrió la puerta de la celda. Pack Manigan fue conducido, estrechamente vigilado, hasta la celda de Glenn Kelton y encerrado con él.

—Siéntate, Manigan —dijo Kelton, indicando un taburete que había sido colocado ante el suyo—. Muchas gracias por haber aceptado mi invitación. ¿Qué te gustaría comer?

Manigan se encogió de hombros.

—No es a mí a quien ahorcan, Kelton —replicó.

El reo volvióse hacia el alcaide y preguntó:

—¿Qué puedo pedir?

—Lo que quieras, siempre y cuando dependa de nosotros el podértelo dar.

Kelton solicitó una apetitosa y abundante cena, café, licores y cigarros. El alcaide marchó a encargarla y, en la celda, los dos hombres que debían consumirla quedaron frente a frente, silenciosos, mirándose apenas.

Trajeron los alimentos, que fueron colocados sobre una mesita, entre el condenado y su compañero. Ambos empezaron a comer, cambiando muy escasas palabras. Poco a poco la vigilancia de los carceleros, que asistían desde el otro lado de la reja a aquella extraña escena, se fue alejando. De súbito, Kelton murmuró, volviendo la cabeza para que sus guardianes no pudiesen verle mover los labios:

—Estás condenado a veinte años por homicidio, Manigan. ¿Qué darías por salir de aquí hoy mismo?

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Manigan. Luego, moviendo la cabeza, replicó:

—En los quince años que han transcurrido desde que este penal fue levantado, no se ha conocido ni una sola evasión. Los que intentaron huir no llegaron ni al muro.

—Te he preguntado cuánto darías por huir de aquí.

—¿Qué necesitas de mí?

—Quiero que mates a un hombre. A un hombre que me traicionó. Soy culpable y merezco la pena que se me ha impuesto; pero él también es culpable y debiera correr mi misma suerte.

Kelton hablaba entre bocado y bocado, y sus palabras sólo llegaban a los oídos de Manigan. Éste replicó:

—Por lograr la libertad antes de que me haya convertido en un esqueleto viviente daría una fortuna. No quiero pasar aquí veinte años y salir con la espalda encorvada, una tos que me vaya arrancando los pulmones y dos manchas rojas en las mejillas. Quiero anchos horizontes, un buen caballo, un revólver, un rifle y municiones en abundancia. Y entonces desafío al mundo entero a que me detenga.


Cobra
, conozco toda tu fama. Sé de lo que eres capaz y sé también lo que has hecho. Mataste a dos hombres, los estrangulaste con dos correas que dejaste atadas a sus cuellos. Nadie sabe aún por qué no fuiste condenado a muerte y el jurado dictó sólo veredicto de homicidio. El juez te aplicó la máxima pena y amonestó al jurado. Me gustaría saber quiénes pagaron a aquel jurado para que no te enviaran a la horca.

—Los hombres a quienes maté —replicó secamente
El Cobra
—. Continúa y no hagas preguntas. Si es verdad que al salir de esta vida se pueden ver todas las cosas y conocer todas las verdades, ya lo verás entonces.

—Perdona. Lo que sí conozco bien de ti es que jamás has faltado a tu palabra. Yo, tampoco… Es lo bueno que nos queda. Sé que si me prometes cumplir mi venganza, la llevarás a cabo y no aprovecharas, simplemente, las facilidades que para huir de aquí va a darte un hombre que dentro de una hora habrá muerto.

—¿A quién he de matar? —preguntó
El Cobra
.

—A un hombre cuyas palabras son miel y cuyo corazón es hiel. A un canalla que ha engañado a todos sus amigos, porque todo el mundo es amigo suyo, y él, en cambio, no es amigo de nadie. Incluso a ti te engañará con sus palabras. Debes ir a San Arcadio, en la Baja California. No hay tierras mejores en todo el país. Cuando se pueda conducir hasta ellas toda el agua que se necesita, serán un paraíso. Ahora es tierra de ganados y refugio de los cuatreros; pero cada día llegan allí nuevos emigrantes. Él los quiere echar; quiere ser dueño absoluto de aquel imperio.

—¿Cómo se llama ese hombre?

Con voz casi imperceptible, Glenn Kelton pronunció un nombre. En el mismo instante acercóse a la puerta uno de los carceleros y el reo temió que
El Cobra
no hubiese entendido bien; pero en sus ojos leyó que el nombre había quedado bien grabado en su cerebro. Cuando el carcelero se alejó, después de recomendar un poco más de prisa, pues se estaba acercando la hora, Pack Manigan pidió:

—Dime cómo puedo huir.

—Ocupas la celda del ala sur, ¿no? La número doscientos.

Manigan asintió con la cabeza.

—En ella encierran a todos los presos peligrosos —continuó Kelton—. Yo estuve allí hasta el momento en que me trajeron a esta celda. Alguien me contó que tú la ibas a ocupar. Debajo del camastro inferior se encuentran sueltos dos grandes bloques de granito de los que forman la pared. Aparentemente están como los otros, y nadie creería que el cemento que rodea sus bordes sólo es miga de pan puesta allí para disimular las junturas. Un hombre fuerte no tendrá dificultades en retirar esos dos bloques. A continuación de ellos se encuentran otros dos bloques algo mayores, que corresponden a la parte exterior del muro. Si te tiendes en el suelo y con las manos te agarras al camastro, sólo tendrás que empujar fuertemente con los pies y podrás echar abajo aquellos dos bloques, que caerán en el patio. Luego, deslízate por el agujero, salta los tres metros que te separarán del suelo y te encontrarás fuera de la celda.

—Si conocías ese camino para huir, ¿por qué no lo utilizaste? —preguntó, suspicazmente,
El Cobra
.

—Lo descubrí tarde. Otro prisionero que murió de un ataque de locura debió empezar la obra. Al día siguiente de mi descubrimiento averigüé, desde el patio, adonde daba aquella salida. Pensaba utilizar por la noche mi descubrimiento; pero aquella tarde me trajeron aquí. Lo hicieron para que al ir al cadalso no tuviera que pasar por delante de las celdas.

—La caída de los bloques de piedra producirá un ruido enorme. Se oirá en toda la cárcel y cuando yo llegue al patio ya tendré allí, esperándome, a los guardas del penal.

—¿Es la primera vez que estás en la cárcel? —preguntó Kelton.

—Sí.

—Entonces no sabes lo que ocurre cuando ajustician a un preso. Todos los otros se vuelven como locos. Golpean las rejas con sus platos, gritan, insultan y producen tal ruido que en muchos minutos no se oye otra cosa que su tumulto. Aunque entonces se volara la mitad del presidio no se oiría la explosión… Ese tumulto durará más de cinco minutos, o sea desde el momento en que yo suba los trece escalones del cadalso hasta que los médicos certifiquen mi muerte. Esos cinco minutos son los que tú debes aprovechar para huir.

—¿Y cómo saldré fuera de la prisión? Los muros son demasiado altos.

—Ya lo sé. Es imposible salvarlos, a menos que te acompañara una suerte inconcebible, en la que no debes confiar; pero existen dos medios de fuga. Unos treinta testigos se hallaran presentes en el momento de mi ejecución. El penal está muy apartado del pueblo. Los testigos habrán venido a caballo o en coches. Esos coches estarán en el patio, frente a la puerta principal. No sé cómo serán; pero alguno de ellos te ofrecerá en su interior un buen escondite. Debajo de los asientos o en otro lugar. Luego está el coche que ha de llevar mi cuerpo al cementerio. Elige el mejor. La parte final de tu huida la has de resolver tú.

—La resolveré. No volverán a cogerme vivo.

—No olvides que debes matar al hombre que me engañó. No dejes que te engañe también a ti. Y si te es posible, antes de matarlo dile que te envié yo. Veo en tus ojos que no te dejarás convencer por sus mentiras. Ve a San Arcadio. Si necesitas ayuda, pídesela a Elissa O'Leary. Era la mujer con quien yo quería casarme algún día. Creo que te ayudará. Elissa vive en un pequeño rancho que se levanta en el lugar donde confluyen el Río Alto y el Río Bajo. El padre de Elissa tenía la esperanza de que algún día su rancho valdría mucho. Allí se ha de levantar una presa para utilizar las aguas de los dos ríos; pero…

—No pierdas el tiempo —advirtió Manigan, bebiendo la última taza de café y encendiendo un cigarro, sin que su mano temblase lo más mínimo—. Dime lo que sea verdaderamente importante.

—Ya lo sabes. Mata a quien te he dicho.

Glenn Kelton alcanzó el otro cigarro que estaba en la bandeja de la comida y lo encendió pausadamente. Su mano tampoco tembló; pero Manigan se dio cuenta de que la serenidad no era natural, sino violentamente forzada.

En aquel momento el alcaide acercóse de nuevo a la puerta de la celda y a través de los barrotes anunció:

—Ya falta poco, Glenn. Manigan debe volver a su calabozo.

Por las ventanas entraban las últimas rojeces de la puesta del sol. Manigan se puso en pie. Con el cigarro a medio fumar entre los dedos de la mano izquierda, tendió la derecha a Kelton, deseando:

—Ánimo, Glenn.

—Gracias, Pack —replicó el condenado estrechando la mano que el otro le tendía.

El alcaide no vio nada anormal en aquella despedida. Sin embargo, cuando Manigan estuvo en el pasillo lo hizo registrar por si llevaba algo escondido.

Los carceleros que quedaron junto a la celda no pudieron contener un estremecimiento al notar que los dos hombres habían devorado hasta la última migaja de la última comida de Glenn Kelton.

Capítulo II: La huida del
Cobra

Cuando Pack Manigan era devuelto a su celda, uno de los guardas anunció al alcaide:

—Ya han llegado los testigos, señor. Los hemos registrado a ellos y a sus coches. No traían nada ilegal.

—Ya pueden acompañarlos a su sitio —replicó el alcaide, queriendo decir que los testigos podían ir a instalarse alrededor del cadalso.

Luego, antes de que Pack Manigan fuera encerrado de nuevo, el alcaide declaró:

—Te agradezco mucho que hayas accedido a la petición de Kelton… Creo que le has ayudado bastante.

El Cobra
se encogió de hombros y entró en su celda. Cuando la puerta se hubo cerrado y el alcaide y los guardas se alejaron, Manigan se aseguró de que no se encontraba cerca ningún guardián, y entonces, tendiéndose en el suelo, fue tanteando las junturas de los bloques de granito hasta dar con dos en los que el cemento había sido sustituido por miga de pan.

En un instante el prisionero retiró toda la miga e introduciendo las yemas de los dedos por entre los bloques comenzó a tirar con todas sus fuerzas. Al principio las dificultades fueron casi insalvables; pero en cuanto pudo sacar unos milímetros el bloque, la tarea ya fue más sencilla. Al cabo de diez minutos el bloque estaba fuera, oculto en el extremo opuesto de la celda. Tres minutos más tarde el otro bloque se hallaba a su lado.

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