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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El hijo del Coyote / La marca del Cobra (18 page)

El prisionero seguía allí, tan bien atado como le dejaron los dos hermanos; pero en torno a su cuello se veía una correa que había servido para estrangularlo.

—¡Dios santo! —jadeó Juan Lugones—. ¡Le han asesinado!

López arrodillóse junto al cuerpo y sacando su cuchillo cortó la correa; pero entonces descubrió que el asesino había clavado un puñal de finísima hoja triangular en el corazón de la víctima.

—No dejaron nada al azar —murmuró, volviéndose hacia Juan Lugones, que estaba lívido, pensando en cómo debía de haber muerto su hermano Leocadio, asesinado, acaso, por la misma mano que había cometido aquel crimen.

—¡Dios santo! —repitió, atontado.

Su compañero se puso en pie y quitándole la linterna, que temblaba en la mano de Juan, salió al exterior y, arrodillándose junto al hombre a quien había matado Juan Lugones, dejó la linterna en el suelo y comenzó a registrarle los bolsillos. De momento no encontró nada de particular. Una bolsa de tabaco, papel español para liar cigarrillos, un pañuelo limpio, unas cuantas monedas de cobre y plata y, por fin, un papel doblado que al ser aproximado a la luz reveló su verdadera identidad: ¡Medio billete de mil dólares!

Rápidamente, don César sacó el otro medio billete que había recibido en la taberna y, acercándose más a la luz, comprobó las numeraciones de ambas mitades. ¡Eran idénticas!

El sistema no era nuevo. Cuando se quería encargar un trabajo peligroso, especialmente asesinatos, y se quería dar una seguridad de que el dinero ofrecido se pagaría y al mismo tiempo no se quería pagar por anticipado, se partían los billetes de banco por la mitad y de esa forma el encargado de cometer el delito sabía que, si cumplía lo prometido, recibiría la otra mitad, sin la cual la mitad recibida no tenía ningún valor. Tampoco era la primera vez que un jefe astuto encargaba un crimen y daba medio billete a su cómplice, buscando luego a otro a quien encargaba de matar a aquel otro cómplice, en cuyo poder hallaría la mitad del billete que le entregaba. Así se deshacía de un testigo peligroso.

—Timoteo ya está recobrando el conocimiento —anunció Juan Lugones.

López se volvió hacia él guardando las dos mitades del billete.

—¿Qué ocurrió? —preguntó al medio atontado Timoteo.

Éste tardó varios minutos en poder coordinar sus ideas.

—No sé —dijo al fin—. Estaba vigilando, con la espalda apoyada contra la puerta, cuando oí la llamada y la respuesta de mi hermano. Creo que entonces me distraje un poco y, de pronto, sentí un golpe terrible, vi muchas luces y ya no recuerdo nada más. ¿Qué sucedió?

—Te tiraron una piedra más dura que tu cabeza y eso fue todo. Luego asesinaron a vuestro prisionero.

Juan explicó con más detalles lo ocurrido y Timoteo, volviéndose hacia López, le preguntó:

—¿Entiendes eso?

—Sí. Por lo menos creo entenderlo. ¿Os costó mucho hacer hablar al prisionero? ¿Tuvisteis que recurrir a martirizarle?

—No, no. Cantó en seguida —dijo Juan—. En cuanto nos pusimos un poco violentos con él.

—Eso quiere decir que no le sacasteis más que una mínima parte de lo que sabía o, mejor, que os contó lo que se le había encargado que contara.

—¿Eh?

—Sí; pero ese hombre sabía mucho más. Por eso se envió a otro a que le hiciera callar para siempre.

—¿Qué dirá
El Coyote
cuando lo sepa? —preguntó Timoteo—. Hemos sido unos imbéciles.

—No —interrumpió López—. Lo que ocurre es que estamos luchando contra un hombre sagacísimo, muy por encima de lo que es habitual. No cabe duda de que esta noche intentará algo contra Breed Connor o contra nosotros; y si queremos averiguarlo no tenemos más remedio que ir a la finca de Breed y montar un servicio de vigilancia, aunque sin acercarnos a la ventana del despacho de Connor.

López se levantó y, señalando el interior de la leñera, ordenó:

—Meted a éste con el otro. Más tarde decidiremos lo que se debe hacer.

—¿No convendría que
El Coyote
supiera esto? —preguntó Timoteo.

—Al
Coyote
no le gusta escuchar fracasos, y hasta ahora ninguno de nosotros puede contarle otra cosa que una serie de fracasos y de estupideces. Vamos.

—¿No conviene que vigilemos la casa de la viuda? —preguntó Juan.

—No creo que le ocurra nada mientras estemos fuera —replicó López—. Lo que haya de suceder sucederá en el rancho de Breed Connor.

Los tres hombres dirigiéronse adonde estaban sus caballos y montando en ellos emprendieron la marcha hacia el rancho de Breed Connor.

—¿Y Evelio? —preguntó Juan.

—Está vigilando al
Cobra
—respondió López—. Y quiera Dios que sea menos torpe que vosotros.

Al cabo de un rato, Timoteo, que se había vendado la herida con un pañuelo negro, acercóse a López y en voz baja le pidió:

—Oye, López, por favor, no nos eches mucha tierra encima cuando hables con
El Coyote
. Si arreglamos lo del rancho de Connor quizá no sea necesario contarle cómo ocurrieron las cosas. Piensa: algún día también te podemos ayudar nosotros.

Como si reflexionara o se debatiera en dudas, López calló un momento y por fin declaró, mientras la risa bailaba en sus ojos:

—Está bien. Te doy mi palabra de honor de que no diré una palabra al
Coyote
de lo que os ha ocurrido. Enterraremos a esos dos y así
El Coyote
no sabrá nada.

Cuando Timoteo explicó a su hermano lo que José López le había prometido, Juan replicó:

—Al principio no me era muy simpático el tal López, pero veo que no es lo que parece. Nos hace un gran favor, porque si
El Coyote
supiera lo que hemos hecho…

Timoteo lanzó un profundo suspiro declaró:

—No quiero ni imaginar lo que nos ocurriría. Pero si ése cumple su palabra…

—…
El Coyote
no sabrá nada —terminó Juan.

Capítulo VII: En el rancho de Breed Connor

Dejando sus caballos a prudente distancia, los tres hombres avanzaron hacia la casa del rancho de Connor. En cuanto hubieron saltado las cercas de los corrales y pasado por entre las reses encerradas en ellos, se detuvieron para decidir lo que debían hacer.

—Sería mejor que nos separásemos —indicó Timoteo.

—No —dijo López—. Nos expondríamos a confundirnos y a tirotearnos. Es preferible que vayamos juntos.

Siguieron adelante por entre los laureles que crecían en el patio que rodeaba la casa y a cierta distancia vieron la proyección de la luz que salía a través de una de las ventanas.

—Quietos —susurró López—. No os mováis de aquí.

Imitando a su compañero, los dos hermanos sentáronse en el suelo, protegidos por las sombras y aguardaron. Al cabo de media hora, Timoteo preguntó a López:

—¿Qué esperamos?

Por toda respuesta, López se llevó el índice a los labios.

Continuaron callados y a medida que su silencio se prolongaba iba aumentando el chirriar de los grillos, el piar de los pajarillos nocturnos, así como el batir de las alas de algún búho o lechuza que había salido de caza. La inactividad se hacía insoportable para los Lugones; pero en cambio, no parecía afectar lo más mínimo a López.

De súbito se oyó un crujir de pequeño guijarros pisados por una bota y López extendió un brazo, como para recomendar prudencia. Los Lugones le miraron y, obedeciendo a otra seña, se pusieron en pie tan silenciosamente como hubieran podido hacerlo tres gatos.

Los pasos se oían ya muy claros y al otro lado de los laureles se dibujó una silueta humana. Era la de un hombre que avanzaba solo. A una señal de López los tres hombres se lanzaron sobre el nocturno paseante, que se encontró derribado y aplastado contra el suelo antes de que pudiera ni levantar el percutor del revólver que había estado empuñando. La tierra que llenó su boca le impidió lanzar ni un grito.

López, que estaba sentado sobre la espalda del nombre, a quien los otros dos sujetaban brazos y piernas, le registró rápidamente por si llevaba alguna otra arma oculta. No encontró armas; pero en cambio halló algunas monedas de oro y plata, un pañuelo y un papel doblado en cuatro. A la luz de la luna López trató de leer lo que estaba escrito en el papel. Tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un grito de asombro, pues el contenido del papel era el siguiente:

Si quiere salvar su vida y cazar a un enemigo que le quiere asesinar, apóstese esta noche en el patio, cerca de su oficina, y dispare sobre el hombre que se aproximará allí. Será mejor que deje en el despacho, sentado ante la mesa, un monigote vestido con sus ropas para que su enemigo lo confunda con usted. Si lo hace así, verá cómo lanzan un cuchillo al monigote. Dispare a matar y luego vaya al tercer tilo. Allí encontrará las indicaciones necesarias para deshacerse del cadáver de su enemigo. No deje de seguir mis instrucciones al pie de la letra, pues de lo contrario se expondría a llevarse un disgusto. Piense que soy su amigo.

EL COYOTE.

Guardando la asombrosa carta, César se inclinó sobre el prisionero y él volvió la cabeza para verle la cara.

Como ya esperaba, su cautivo era Breed Connor.

—Soltadle —ordenó a sus hombres—. Nos hemos equivocado.

Breed Connor se puso en pie y avanzó furioso, contra López.

—¿Puedo saber qué significa este atropello?… —empezó.

—Un momento —interrumpió López—. Supe que corría usted peligro y busqué a estos amigos para venir a defenderlo. Cuando le vimos creí que era usted el asesino que venía a matarle y… quisimos detenerle.

—¿Quiere devolverme por favor el papel que sacó de mi bolsillo? —pidió Connor.

—Con mucho gusto —replicó López—. Aquí lo tiene. Me tomé la libertad de leer el mensaje del
Coyote
. Si le hubiese sabido protegido por él, no habría venido a entrometerme; pero creí que estaba usted en peligro de muerte.

—Entonces tal vez tenga que darle gracias por haberme atacado y humillado —refunfuñó Connor.

—No fue con mala intención, —dijo Juan Lugones—. Al contrario, vinimos con intenciones muy buenas.

Connor habíase inclinado a recoger su revólver. Timoteo Lugones aprovechó aquel momento para decirle a López en voz baja:

—Hoy estamos de buenas. Falta sobre falta. Veremos cómo termina esto.

Breed Connor se incorporó y, guardando el revólver, preguntó:

—¿Quién les dijo que yo corría peligro?

—Lo supimos por unos que no sé cómo lo averiguaron —explicó López—. Por eso vinimos en seguida.

—Sospecho que todo habrá sido una falsa alarma —dijo Connor—. Iré a ver qué me reserva
El Coyote
en el tilo a que se refiere en la carta. Después me acostaré sin preocuparme por nada más.

Connor echó a andar hacia la ventana de su despacho y el resplandor que brotaba de ella le iluminó un momento, haciendo que luego, al llegar al otro lado, su figura se confundiese aún más entre las sombras; pero no debía de haber dado más de cinco pasos más allá de la ventana, cuando dos fogonazos iluminaron noche y dos detonaciones se confundieron.

Al momento, López y sus compañero dispararon hacia el punto de donde habían partido los dos anteriores disparos, corriendo hacia donde debía de haber caído Connor. Cuando pasaron ante la ventana vieron que, sentado ante la mesa de despacho, se hallaba un muñeco que, a cierta distancia, debía de dar la impresión de que se trataba de un ser vivo. Sentado en el suelo y moviendo la cabeza como para despejarla de la niebla de la inconsciencia, Breed Connor, al oírles llegar, se puso rápidamente en pie y entonces explicó:

—Ha sido una trampa. Tropecé con un cordel.

Señalaba hacia el suelo. Ocupando todo lo ancho del sendero veíase un cordel atado a un arbolillo y que pasando por una estaca en forma de gancho invertido, se dirigía luego hacia un árbol, ascendiendo hasta una de sus ramas bajas, que rodeaba por detrás yendo a engancharse en el centro de otro cordel cuyos dos extremos aparecían atados, como comprobaron en seguida, a los gatillos de dos revólveres, los cuales estaban sujetos a unas hendiduras practicadas en una rama más baja. Al tropezar con la cuerda, ésta se tensaba y presionaba sobre los dos gatillos haciendo que los revólveres se disparasen a la vez. Y como ambos apuntaban hacia el punto donde estaba cruzado el cordel, su efecto debía de ser desastroso para quien tropezara.

José López señaló la rama donde estaban los revólveres. Dos balas se habían hundido en ella.

—Ha sido una suerte para el que preparó la trampa el que no se haya quedado a comprobar si funcionaba bien o no —dijo—. Bien, señor Connor, creo que ahora ya no nos necesita. De todas formas procure ir con cuidado cuando entre en su casa. No vaya a tropezar con otro cordel, porque a lo mejor no tiene tanta suerte como esta primera vez.

Con voz temblorosa, Breed Connor preguntó, aunque sin dirigirse precisamente a los que estaban con él:

—Pero ¿quién puede tener interés en matarme?

—Sospecho que hay alguien en el valle que tiene interés en matarnos a todos —dijo López—. Tampoco yo comprendo por qué deseaba que usted, antes de recibir su ración de plomo, me sirviese una a mí.

—¿A usted? —preguntó Breed Connor—. ¿Por qué iba yo a disparar sobre usted?

—¿No lo hubiese hecho si me hubiera visto dirigirme hacia la ventana de su despacho?

—¡Oh! Claro… Y luego yo hubiera muerto…

—A menos que hubiese tenido también la buena suerte de que las balas pasaran por encima de su cabeza. Adiós, señor Connor. Esté alerta, pues alguien tiene mucho interés en que baje usted al infierno con la piel hecha una criba.

Los Lugones y López abandonaron el rancho mientras Connor entraba en la casa y dirigíase a su cuarto. Por el camino miró varias veces hacia atrás, sin soltar el revólver que había vuelto a desenfundar.

*****

Aunque era ya muy tarde, López regresó a San Arcadio después de indicar a los Lugones lo que debían hacer con los dos cadáveres encerrados en la leñera.

—Enterradlos entre unos árboles y no os preocupéis de señalar su tumba —dijo.

Luego se dirigió al poblado. Como esperaba, vio todavía luz en la taberna. Entró en ella y dirigióse hacia el tabernero, que estaba preparándose para cerrar el establecimiento.

—¿Qué hay López? He oído bastantes tiros esta noche.

—Deben de andar cazando conejos —replicó López—. Sólo he venido a hacerle una pregunta. ¿Ha visto usted alguna vez un billete de mil dólares?

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