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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (91 page)

CAPÍTULO XXI
Continuación de la misma materia

La fuerza que Carlomagno había comunicado a la nación, le sirvió algún tiempo a Ludovico Pío para mantener el poderío del Estado y ser respetado por los extranjeros. El príncipe tenía un ánimo flojo, pero la nación era guerrera. La autoridad se eclipsaba en lo interior, sin que en lo exterior pareciera disminuír su poder.

Gobernaron la monarquía, sucesivamente, Carlos Martel, Pipino y Carlomagno. El primero halagó la avaricia de la gente de guerra; los otros dos la del clero; Ludovico Pío descontentó a unos y otros.

En la constitución francesa, el rey, la nobleza y la clerecía tenían en sus manos todo el poder del Estado. Carlos Martel, Pipino y Carlomagno se entendieron a veces con algunos de aquellos dos brazos para contentar al otro, y aun con ambos cuando lo exigían sus intereses; pero Ludovico Pío no se entendió jamás con ellos. Se indispuso con los obispos, dictando reglamentos que les parecieron demasiado rígidos o contrarios a sus conveniencias: hay leyes buenas que pueden ser intempestivas. Los obispos de aquel tiempo, acostumbrados a guerrear contra los Sajones y los Sarracenos, distaban mucho del espíritu monástico. Por otra parte, habiendo perdido su confianza en la nobleza, la ofendió Ludovico Pío elevando a personas sin merecimiento alguno. Privó a los nobles de sus empleos en palacio y los constituyó con extranjeros. Clérigos y nobles, al verse rechazados, abandonaron a Ludovico Pío.

CAPÍTULO XXII
Continuación de la misma materia

Pero nada contribuyó tanto al descrédito de la monarquía y a su debilidad como la disipación del príncipe. Acerca de esto, debemos oír a Nitard, uno de nuestros historiadores más juiciosos, nieto de Carlomagno, adicto al partido de Ludovico Pío y que escribía la historia por mandato expreso de Carlos el Calvo.

Dice Nitard: Un tal Adelardo había ejercido tanto ascendiente sobre el ánimo del emperador, que éste no hacía más que su voluntad; instigado por él, dió los bienes fiscales a cuantos los quisieron, con lo cual aniquiló la República. De suerte que ejecutó en todo el imperio lo que he dicho que antes había hecho en Aquitania. El mal que hizo en Aquitania lo enmendó Carlomagno; pero después no había quien lo remediara.

Quedó el Estado tan empobrecido como lo encontrara Carlos Martel; y las circunstancias eran tales que ya no era posible restaurarlo autoritariamente.

El fisco se vió tan exhausto, que en tiempo de Carlos el Calvo no se mantenía a nadie en los honores ni a nadie se le concedía seguridad sino mediante dinero. Cuando se podía acabar con los Normandos, se les dejaba escapar a cambio de dinero. Y el primer consejo dado por Hinemar a Luis el Tartamudo fue que pidiese en una asamblea dinero para atender a los gastos de su casa
[70]
.

CAPÍTULO XXIII
Continuación de la misma materia

El clero tuvo motivo para arrepentirse de la protección que había otorgado a los hijos de Ludovico Pío. Este príncipe, lo he dicho ya, no dió nunca a los laicos
[71]
precepciones de los bienes de las iglesias; pero Lotario en Italia y Pipino en Aquitania abandonaron pronto el plan de Carlomagno para seguir el de Carlos Martel. Los eclesiásticos acudieron al emperador contra sus hijos, pero ellos mismos habían debilitado la autoridad que invocaban. En Aquitania, algo se la tuvo en cuenta; en Italia, no fue obedecida.

Las guerras civiles que habían turbado la vida de Ludovico Pío fueron causantes de las posteriores a su muerte; estaba en las primeras el germen de las últimas. Los tres hermanos, Lotario, Luis y Carlos cada cual por sí, bien quisieron atraerse la amistad y el concurso de los grandes; para eso dieron precepciones de las iglesias a los que se prestaron a seguirles.

Se ve en las capitulares, que estos príncipes tuvieron que ceder a las exigencias de los nobles a expensas de los clérigos, que se consideraron cada vez más oprimidos; y más oprimidos por los nobles que por los reyes. Parece que fue Carlos el Calvo el que más atacó al patrimonio del clero
[72]
. De todos modos, las capitulares evidencian las continuas querellas entre el clero, que pretendía recuperar sus bienes, y la nobleza que rehusaba o difería la devolución.

El estado de cosas era lamentable en aquel tiempo: Ludovico Pío haciendo a las iglesias donaciones inmensas de sus dominios, y sus hijos repartiendo los bienes del clero entre los laicos. A menudo se vió que la misma mano, fundadora de abadías nuevas, despojaba las antiguas. El clero no tenía una situación estable; unas veces le daban y otras veces le quitaban, pero siempre salía perdiendo la Corona.

A fines del reinado de Carlos el Calvo, y posteriormente, apenas se vuelve a hablar de las disensiones del clero y de los laicos por la restitución o no restitución de los bienes de las iglesias. Los obispos, ciertamente, no dejaban de pedirla; vemos sus peticiones en la capitular del año 856 y en el artículo 8 de la carta que dirigieron a Luis el Germánico el año 858; pero pedían tales cosas y recordaban tantas promesas incumplidas, que seguramente formulaban sus reclamaciones sin ninguna esperanza de verlas atendidas.

Sólo se trató de remediar los males causados a la Iglesia y al Estado
[73]
. Los reyes se obligaron a no quitarles a los leudos sus hombres libres y a no dar los bienes eclesiásticos por precepciones, de modo que el clero y la nobleza tuvieron para unirse un interés común.

Pero lo que más contribuyó a terminar las querellas fue la horrorosa devastación de los Normandos.

Los reyes, cada día más desprestigiados, no tuvieron más recurso que ponerse en manos de los clérigos. Mas el clero había debilitado a los reyes y los reyes habían debilitado al clero. En vano fue que Carlos el Calvo y sus inmediatos sucesores apelaran al clero para salvar al Estado de una completa ruina; en vano se valieron del respeto que tenían los pueblos a los monjes; en vano trabajaron por dar autoridad a sus leyes con la que tenían los cánones; en vano añadieron las penas eclesiásticas a las civiles; en vano dieron a cada obispo el título de enviado suyo en las provincias, para contrapesar la autoridad del conde
[74]
; todo fue inútil: ya el clero no podia reparar el mal que había hecho; y al fin, lo que hizo fue echar por tierra la Corona.

CAPÍTULO XXIV
Los hombres libres llegaron a poseer feudos

He dicho que los hombres libres iban a la guerra al mando de su conde y los vasallos al mando de su señor; esto hacía que los órdenes del Estado se equilibrasen entre sí; y aunque los leudos tuviesen vasallos propios, podía mantenerlos el conde, que era el capitán de todos los hombres de la monarquía.

Estos hombres libres no podían pretender un feudo; pero esto era al principio; más adelante sí pudieron. Esta mudanza ocurrió en el tiempo transcurrido desde el reinado de Gontrán hasta el de Carlomagno. Pruebo que fue así, cotejando el tratado de Andely
[75]
, que ajustaron Gontrán, Childeberto y la reina Brunequilda, la repartición que entre sus hijos llevó a efecto Carlomagno y otra semejante hecha por Ludovico Pío. Los tres documentos contienen disposiciones parecidas respecto a los vasallos; y como en los tres se tocan los mismos puntos, el espíritu y la letra resultan iguales en los tres.

Pero en lo tocante a los hombres libres, hay entre los tres documentos una diferencia capital. El tratado de Andely no dice que se les pueda encomendar un feudo; pero lo dicen, en cláusulas terminantes, las reparticiones de Carlomagno y de Ludovico Pío, demostrando que después del tratado de Andely se implantó un uso nuevo por el cual los hombres libres llegaron a tener capacidad para dichas encomiendas.

Debió suceder esto cuando Carlos Martel distribuyó los bienes de la Iglesia entre sus soldados, pues dándoles una parte en feudo, y otra parte en alodio, hubo de provocar una especie de revolución en las leyes feudales. Es verosímil que los nobles, que ya tenían feudos, creyeran más ventajoso para ellos recibir en alodios las nuevas donaciones, mientras los hombres libres se quedarían muy satisfechos, creyéndose bien favorecidos, con recibirlas en feudo.

CAPÍTULO XXV
Causa principal de la debilitación de la segunda línea. Cambio de los alodios

Dispuso Carlomagno
[76]
que, a su muerte, los hombres de cada rey (Carlos, Pipino y Luis) recibieran beneficios en el reino de cada uno, no en los de los otros; pero que conservaran sus alodios en cualquier reino que los tuvieran. Añadía, sin embargo, que todo hombre libre, muerto su señor, podría recomendarse para un feudo en los tres reinos a quien quisiera, como el que nunca hubiera tenido señor
[77]
. Iguales disposiciones encontramos en el repartimiento que hizo Ludovico Pío entre sus hijos el año 817
[78]
.

Pero aunque hubiere feudos para los hombres libres, la milicia del conde no mermaba; aquéllos seguían contribuyendo por su alodio y preparando gente para el servicio en la proporción de un hombre por cada cuatro mansos, o tenían, si no, que presentar abusos, mas fueron corregidos según lo que se desprende de las constituciones de Carlomagno
[79]
y Pipino rey de Italia
[80]
, que se explican mutuamente.

Es muy cierto lo que dicen los historiadores de que la batalla de Fontenoy causó la ruina de la monarquía; pero séame permitido echar una mirada sobre sus funestas consecuencias.

Algún tiempo después de esta jornada, los tres hermanos Lotario, Luis y Carlos ajustaron un tratado
[81]
en el cual se leen ciertos artículos que debieron cambiar todo el estado político entre los Franceses.

En la manifestación
[82]
que hizo Carlos el Calvo para dar conocimiento al pueblo de la parte del tratado que le concernía, dice que todo hombre libre puede elegir por señor a quien le plazca, sea el rey o alguno de los señores
[83]
. Antes del tratado, el hombre libre podía recomendarse para un feudo: pero su alodio seguía siempre sujeto a la jurisdicción del conde, no dependiendo del señor al que se había recomendado, sino en razón del feudo obtenido de él. Después del tratado, ya pudo cualquier hombre libre someter su alodio al rey o a otro señor. No se trata aquí de los que se recomendaban para un feudo, sino de los que hacían de su alodio un feudo, saliendo, por decirlo así, de la jurisdicción civil para quedar bajo la autoridad del rey o del señor que elegían.

De este modo, los que antes dependían meramente del rey en su calidad de hombres libres sujetos al conde, llegaron insensiblemente a ser vasallos unos de otros, puesto que todo hombre libre podía elegir por señor a quien quisiera, fuese el rey o alguno de los señores.

Resultó, además, que constituyendo en feudo una tierra que se poseía a perpetuidad, los nuevos feudos no pudieron ya ser vitalicios. Por eso encontramos una ley general, dictada poco después, para dar los feudos al hijo del poseedor; es de Carlos el Calvo, uno de los tres príncipes que contrataron
[84]
.

En los días de Carlomagno, el vasallo que recibía de su señor alguna cosa, aunque no valiera más de un sueldo, ya no podía abandonarle
[85]
. En tiempo de Carlos el Calvo no era así. Con Carlomagno los beneficios eran más personales que reales; después, más reales que personales.

CAPÍTULO XXVI
Mudanza en los feudos

No hubo menos cambios en los feudos que en los alodios. Por una capitular de Pipino
[86]
, aquellos a quien daba el rey un beneficio lo compartían con algunos vasallos; pero al morir el leudo cesaba el derecho de los copartícipes: con el feudo acababa el retrofeudo. Quiere decir que el retrofeudo no dependía del feudo, era la persona la que dependía.

Tal forma revestía el retrovasallaje cuando los feudos eran amovibles; pero esto cambió cuando los feudos se hicieron hereditarios, pues se heredaron también los retrofeudos. Lo que antes dependía inmediatamente del rey, ya no dependió sino mediatamente y el poder real se encontró, digámoslo así, un grado más atrás, a veces dos y con frecuencia más aún.

Se lee en los libros de los feudos que, si bien los vasallos del rey podían dar en subfeudo, los subfeudatarios no podían hacer lo mismo. En todo caso, las concesiones de subfeudo no pasaban a los hijos cual sucedía en los feudos. Los primeros conservaron mucho más tiempo su naturaleza primitiva
[87]
.

CAPÍTULO XXVII
Otra mudanza en los feudos

En el tiempo de Carlomagno estaban todos obligados, bajo penas severas, a presentarse al llamamiento que se hacía para una guerra cualquiera; no valían excusas, y el mismo conde habría sido castigado si alguien se exceptuaba con su consentimiento. Pero el tratado de los tres hermanos introdujo alguna restricción, como la que emancipaba a la nobleza, por decirlo así: los nobles siguieron obligados a ir a la guerra con el rey, cuando era una guerra defensiva; en los demás casos, quedaban en libertad de seguir a su señor o no seguirlo. Dicho tratado se relaciona con otro que habían ajustado anteriormente los dos hermanos, Carlos el Calvo y Luis rey de Germania, por el cual uno y otro eximían a sus vasallos de acompañarlos a la guerra si era de un hermano contra el otro. Así lo juraron los dos príncipes y lo hicieron jurar a sus ejércitos
[88]
.

La muerte de cien mil franceses en la batalla de Fontenoy, hizo pensar a los nobles supervivientes que todos perecerían en las cuestiones particulares de los reyes, por causas de sucesión o por ambiciones y rivalidades entre los mismos. Y se hizo entonces la ley para que no se obligase a la nobleza a combatir por el rey, a no ser en defensa del país y del Estado contra una invasión extranjera, ley que duró muchos siglos.

CAPÍTULO XXVIII
Mudanzas en los grandes empleos y en los feudos

Todo parecía viciarse y corromperse. He dicho que en los primeros tiempos se enajenaron muchos feudos a perpetuidad, pero, aun siendo muchos, eran casos particulares, pues los feudos, en general, conservaron su naturaleza. La Corona perdió feudos, pero los sustituyó con otros. He dicho también que la Corona jamás había enajenado los grandes empleos a perpetuidad
[89]
.

Pero Carlos el Calvo hizo un reglamento general, que influyó tanto en los altos empleos como en los feudos: establecía que los condados se dieran a los hijos del conde, y ordenó que esta regla se hiciera extensiva a los feudos
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.

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