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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (19 page)

Un buen legislador opta por el justo medio: no impone siempre castigos corporales ni siempre inflige penas pecuniarias.

CAPÍTULO XIX
De la
Ley del Talión

Los Estados despóticos están por las leyes simples; así usan tanto de la
ley del Talión
[46]
. En los Estados moderados se admite algunas veces; pero hay una diferencia: que en los primeros se practica con rigor y en los últimos caben los temperamentos.

Dos temperamentos admitía la
ley de las doce tablas
: no condenaba a la pena del Talión, sino cuando el ofendido se negaba a retirar la querella: y después de la condena podían pagarse los daños y perjuicios con lo que la pena corporal se convertía en pecuniaria.

CAPÍTULO XX
Del castigo de los padres por faltas de los hijos

En China se castigaba a los padres por las faltas de sus hijos. En el Perú también
[47]
. Consecuencia de las ideas despóticas.

Es inútil pretender que en China se castigaba a los padres por no haber hecho uso de la autoridad paterna establecida por la naturaleza y reforzada por la ley escrita; según eso, no hay honor entre los Chinos. Entre nosotros, bastante castigo tienen los padres cuyos hijos son condenados al suplicio, y los hijos cuyos padres han tenido igual suerte, por la vergüenza del patíbulo; mayor pena que para los chinos la pérdida de la vida
[48]
.

CAPÍTULO XXI
De la clemencia del príncipe

La cualidad distintiva de los monarcas es la clemencia. No es tan necesaria en la República, ya que la virtud es su principio. Ni se usa apenas en los Estados despóticos, en los que reina el temor, por la necesidad de contener a los magnates con ejemplos de severidad. En las monarquías, gobernadas por el honor, éste exige a menudo lo que la ley prohíbe, por lo cual es más necesaria la clemencia. El desfavor del monarca es un equivalente al castigo; son verdaderos castigos hasta las formalidades del proceso.

En la monarquía son tan castigados los grandes por la pérdida de su influjo, de sus empleos, de sus gustos y costumbres, que el rigor es inútil para con ellos, todo lo más serviría para quitarles el amor a la persona del príncipe.

Como en el régimen despótico es natural la inestabilidad de las grandezas, en la índole de la monarquía entra su seguridad.

Los monarcas ganan tanto con la clemencia, que aprovechan las ocasiones de honrarse practicándola.

Se les disputará tal vez alguna parte de su autoridad, casi nunca la autoridad entera. Y si algunas veces combaten por la Corona, por la vida no combaten.

Pero se preguntará: ¿cuándo se debe castigar? ¿Cuándo debe perdonarse? Es una cosa que se siente y no puede prescribirse. Por otra parte, cuando la clemencia tiene sus peligros, son visibles y notorios. Es bien fácil distinguirla de la debilidad que puede inspirar desprecio para el príncipe y hacerlo impotente para castigar.

El emperador Mauricio decidió no verter jamás la sangre de sus súbditos. Anastasio no castigaba los crímenes. Isaac el Ángel había jurado que durante su reinado no haría matar a nadie. Los emperadores griegos habían olvidado que si ceñían espada era para algo.

LIBRO VII
Consecuencias de los diferentes principios de los tres gobiernos, con relación a las leyes suntuarias, al lujo y a la condición de las mujeres.
CAPÍTULO I
Del lujo

El lujo siempre está en proporción con el desnivel de las fortunas. Si en un Estado las riquezas se hallan igualmente repartidas, no habrá lujo en él; porque el lujo proviene de las comodidades que logran algunos a expensas del trabajo de los otros.

Para que las riquezas estén y se mantengan igualmente repartidas, es necesario que la ley no consienta a ninguno, más ni menos que lo preciso para sus necesidades materiales. Sin esta limitación, unos gastarán, otros irán adquiriendo, y tendremos la desigualdad.

Supongamos lo necesario físico igual a una suma dada: el lujo de los que posean lo necesario será igual a cero; el lujo de quien tenga el doble de lo necesario será igual a uno; el que tenga doble riqueza que el anterior tendrá un lujo igual a tres; con doble hacienda que este último el lujo será igual a siete. Es decir que el lujo crecerá, suponiendo que tenga cada uno el duplo que el anterior, en la progresión: 0, 1, 3, 7, 15, 31, 63, 127.

En la República de Platón, el lujo se habría podido calcular exactamente
[1]
. En ella había cuatro censos. El primero era precisamente el límite en que acababa la pobreza; el segundo era el doble; el tercero el triple, el cuarto el cuádruplo del primero. En el primero, el lujo era igual a cero; en el segundo igual a uno; en el tercero igual a dos; igual a tres en el cuarto; siguiendo así la proporción aritmética.

Si se considera el lujo de los diversos pueblos, en cada uno con relación a los demás, veremos el de cada Estado en razón compuesta de la desigualdad de fortunas entre los ciudadanos y de la desigualdad de riqueza de los distintos Estados. En Polonia, por ejemplo, es muy grande la desigualdad de las fortunas; pero la extremada pobreza de la nación no impide que haya tanto lujo como en un pueblo más rico.

El lujo está, además, en proporción con la magnitud de las ciudades, singularmente de la capital; de suerte que está en razón compuesta de las rentas del Estado, de la desigualdad de las fortunas particulares, y del número de hombres que se aglomeran en ciertos sitios.

Cuantos más hombres se juntan en lugar determinado, más vanos son, mayor su afán de distinguirse por pequeñeces
[2]
. Por lo mismo que son muchos, en su mayor parte son desconocidos los unos para los otros, lo que aumenta su deseo de señalarse por ser mayor la esperanza de buen éxito. El lujo da esa esperanza, y cada uno ostenta las exterioridades de la condición que está por encima de la suya. Pero a fuerza de querer distinguirse, desaparecen las diferencias y nadie se distingue; como todos quieren llamar la atención, no la llama nadie.

Resulta de todo esto una incomodidad general. Los que sobresalen en una profesión se hacen pagar por sus servicios los precios que quieren; los demás siguen su ejemplo y desaparece la necesaria armonía entre las necesidades y los medios. Cuando yo tengo un pleito he de pagar un abogado; si estoy enfermo necesito un médico.

Algunos han creído que al juntarse en un lugar tanta gente disminuye el tráfico, por no haber ya cierta distancia entre unos y otros hombres. Yo no lo creo; más bien ocurrirá lo contrario, pues estando reunidos aumentan las necesidades, se aguzan los deseos y los caprichos y, por lo mismo, se fomenta y desarrolla el comercio.

CAPÍTULO II
De las leyes suntuarias en la democracia

He dicho que en las Repúblicas donde las riquezas estén igualmente repartidas no puede haber lujo; y, como se ha visto en el
libro quinto
[3]
que la equidad en la distribución de la riqueza es lo que hace la excelencia de una República, se deduce que una República es tanto más perfecta cuanto menos lujo haya en ella. No lo había entre los Romanos de los primeros tiempos, no lo hubo entre los Lacedemonios; y en las Repúblicas en que la igualdad no se ha perdido enteramente, el espíritu comercial, el amor al trabajo y la virtud hacen que cada uno pueda vivir con lo que tiene y que, por consecuencia, haya poco lujo.

Las leyes del nuevo reparto, que con tanto empeño piden algunas Repúblicas, serían muy saludables por su índole; si algo tienen de peligroso, no es por las leyes en sí, es por la acción súbita. Quitarles de repente las riquezas a unos y aumentar las de otros, es hacer en cada familia una revolución, lo que produciría la revolución en el Estado.

A medida que en una República se va introduciendo el lujo, aumenta el egoísmo; se piensa más cada día en el interés particular. Gentes que se conforman con lo necesario, lo que desean es la gloria de la patria y la suya propia; no es esto lo que desean las almas corrompidas por el lujo, que reniegan de las trabas opuestas por las leyes a sus egoístas ambiciones y se hacen enemigas de las leyes.

Cuando los Romanos estuvieron corrompidos, sus deseos crecieron y se desbordaron. Puede juzgarse de sus apetitos por los precios que pusieron a las cosas: una cántara de vino de Falerno costaba cien dineros
[4]
; un barril de carne salada del Ponto se vendía a cuatrocientos; un buen cocinero tenía cuatro talentos de salario; los muchachos no tenían precio. Donde todo el mundo se daba a los placeres
[5]
¿qué virtud quedaba?

CAPÍTULO III
De las leyes suntuarias en las monarquías

La aristocracia mal constituída tiene la contra de que los nobles, poseyendo las riquezas, no deben gastar; el lujo debe desterrarse por ser contrario al espíritu de moderación. Hay, por consiguiente, gentes muy pobres que no pueden recibir y gentes muy ricas que no pueden gastar.

En Venecia, las leyes obligan a los nobles a vivir modestamente; se han acostumbrado tanto al ahorro, que solamente las cortesanas les hacen soltar algún dinero. Esto sirve para sostener la industria: las mujeres más despreciables gastan sin medida, en tanto que sus tributarios llevan una vida oscura.

En este particular, las buenas Repúblicas griegas tenían instituciones admirables. Los ricos empleaban su caudal en fiestas, en música, en carros, en caballos, en magistraturas onerosas. El ahorro era tan difícil en la riqueza como en la pobreza.

CAPÍTULO IV
De las leyes suntuarias en la aristocracia

Los Suyones, pueblo germánico, honran la riqueza
, dice Tácito
[6]
,
lo que hace que vivan gobernados por uno solo
. Esto quiere decir que el lujo es singularmente propio de las monarquías, en las que no debe haber leyes suntuarias.

Como, por la constitución de las monarquías, las riquezas están en éstas repartidas con desigualdad, necesariamente ha de haber lujo en ellas. Si los ricos no gastaran mucho, los pobres se morirían de hambre. Es menester que los ricos gasten proporcionalmente a la desigualdad de las fortunas y que, según hemos dicho, el lujo aumente en la misma proporción. Las riquezas particulares no hubieran aumentado si a una parte considerable de los ciudadanos, precisamente a los pobres, no se les privara de una parte de lo que han menester para sus necesidades físicas: es preciso, pues, y es justo, que les sea devuelta en una u otra forma lo que se les quita.

Así, para que el Estado monárquico se sostenga, el lujo ha de aumentar en progresión creciente del labrador al artesano, al negociante, a los nobles, a los magistrados, a los altos dignatarios, al monarca mismo, sin lo cual se perdería todo.

En el Senado de Roma, compuesto de severos magistrados, de jurisconsultos, de hombres que conservaban las ideas sanas de los primeros tiempos, se quiso en la época de Augusto corregir las costumbres y el lujo de las mujeres. Es curioso ver en Dion
[7]
con qué arte eludió las importunas exigencias de aquellos senadores. Como que fundaba una monarquía y disolvía una República.

En tiempo de Tiberio, los ediles propusieron al Senado el restablecimiento de las antiguas leyes suntuarias
[8]
. Aquel príncipe, que era ilustrado, se opuso.
Con esas leyes
, dijo,
el Estado no podría subsistir en la situación a que han llegado las cosas. ¿Cómo podría Roma vivir?, ¿cómo las provincias? Vivíamos frugalmente cuando éramos vecinos de una sola ciudad; hoy consumimos las producciones de todo el universo; se hace trabajar para nosotros a los amos y a los esclavos
. Comprendía que las leyes suntuarias ya no tenían razón de ser.

Cuando en tiempo del mismo emperador se le propuso al Senado que prohibiera a los gobernadores llevar sus mujeres a las provincias, por el lujo y el desorden que introducían en ellas, la proposición fue desechada. Se dijo
que la aspereza de costumbres de los antiguos no podía servir de ejemplo, pues ya se vivía de una manera más agradable
[9]
. Se comprendió que a tiempos nuevos costumbres nuevas.

El lujo, pues, es necesario en los Estados monárquicos, y también en los Estados despóticos. En los primeros, es el uso que se hace de la poca libertad que se tiene; en los otros, es el abuso de las escasas ventajas del propio servilismo: un siervo, escogido por su amo para que tiranice a los otros siervos, ignorando cada día cuál será su suerte al día siguiente, no tiene más felicidad que saciar el orgullo, los antojos, los deleites de cada día.

Todo esto nos lleva a una reflexión: las Repúblicas acaban por el lujo; las monarquías por la pobreza
[10]
.

CAPÍTULO V
En qué casos las leyes suntuarias son convenientes en una monarquía

En el reino de Aragón se hicieron leyes suntuarias en pleno siglo XIII, porque allí palpitaba el espíritu de la República. Jaime I ordenó que ni el rey ni ninguno de sus súbditos pudiera comer en cada yantar más de dos clases de viandas, y que cada una sería guisada de una sola manera, a no ser que fuera caza matada precisamente por el que la comía
[11]
.

En nuestros días se han hecho en Suecia leyes suntuarias, bien que su objeto es diferente del que en Aragón se perseguía.

Un Estado puede establecer leyes suntuarias para imponer una sobriedad absoluta: es el espíritu de las leyes suntuarias de las Repúblicas; y tal fue el espíritu de las de Aragón, como se ve por su índole.

Las leyes suntuarias pueden tener también por objeto imponer una sobriedad, no absoluta, sino relativa: cuando se observa que el precio elevado de las mercaderías extranjeras exige aumentar la exportación, y como esto sería perjudicial, el Estado limita la importación o la prohíbe. Tal es el espíritu de las leyes que se han dictado en Suecia en nuestros días
[12]
. Son las únicas leyes suntuarias que convienen a las monarquías.

En general, cuanto más pobre es un Estado más le arruina su relativo lujo; y por consiguiente, debe guardarse muy bien de hacer leyes suntuarias relativas. Explicaremos esto mejor, con más claridad, en el libro que trata del comercio
[13]
. Aquí no tratamos más que del lujo absoluto.

CAPÍTULO VI
Del lujo en China

Razones particulares exigen leyes suntuarias en algunos Estados. El pueblo, por la fuerza del clima, puede llegar a ser tan numeroso, y por otra parte los medios de hacerlo subsistir pueden ser tan inseguros, que convenga destinarlo todo al cultivo de las tierras. En esos Estados el lujo es peligroso, y en ellos las leyes suntuarias deben ser inflexibles. Para saber si es conveniente fomentar el lujo o proscribirlo, nada mejor que comparar el número de habitantes con la mayor o menor facilidad de mantenerlos. En Inglaterra, el suelo produce granos en más abundancia que la necesaria para alimentar a los cultivadores y a los tejedores: puede haber, por lo tanto, algunas artes frívolas y por consecuencia lujo. En Francia también se da bastante trigo para la alimentación de los labradores y de los que trabajan en las manufacturas; además, como el comercio con los extranjeros puede dar tantas cosas necesarias a cambio de esas cosas frívolas, no hay que temer el lujo.

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