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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (12 page)

BOOK: El dragón en la espada
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—Más tarde tendré la oportunidad de responderles cara a cara —dije.

Dormí un poco más, soñando con plácidas escenas de mi vida junto a Ermizhad, cuando juntos gobernábamos a los Eldren.

Al despertar, todo el mundo se había levantado ya. Me estiré, avance dando tumbos hasta los lavabos comunes y traté de arrancar la mugre oleaginosa de mi cuerpo.

Miré hacia el Terreno de la Asamblea. Lo que vi me sorprendió e impresionó a la vez.

Pequeños grupos de gente sostenían animadas conversaciones en algunos rincones. Vi a dos osos acuclillados junto a una Mujer Fantasma que desplegaba unos mapas, y los tres hablaban vehementemente. En otro lugar, los brillantes toldos de los puestos ambulantes producían la ilusión de que se trataba de una feria campestre, pero esta sensación se disipó cuando desvié la vista hacia un corral donde dos desagradables y malhumorados lagartos, parecidos a dinosaurios y erguidos sobre sus patas traseras, lanzaban dentelladas de sus rojas bocas hacia dos habitantes de Maaschanheem que alababan detalles de las monturas y arneses de las bestias e interrogaban a su propietario, un alto subdito de Draachenheem.

Se exhibían toda clase de animales extraños, así como otros más familiares para mí. Igualmente, había ciertos productos que no logré identificar por completo, pero que tenían una gran aceptación.

Estos intercambios daban lugar a un clamor intenso pero festivo. Mucha gente paseaba en pequeños grupos, sin comprar ni vender, sólo disfrutando del espectáculo.

Cerca de la gran arca, el bajel de los príncipes ursinos, se veía un aspecto del día mucho menos agradable. Las Mujeres Fantasma estaban inspeccionando a unos aterrorizados adolescentes, completamente desnudos y sujetos con cadenas. Apenas podía creer que los Eldren se hubieran corrompido hasta el punto de convertirse en caníbales y poseedores de esclavos.

—¿Ése es el pueblo al que considera mucho más noble que la raza humana? —preguntó Von Bek. Hablaba con sarcasmo, repugnado por la escena—. Si tales cosas se permiten, no creo que encuentre ayuda para cumplir mi misión.

Bellanda se unió a nosotros.

—Los príncipes ursinos gobiernan un reino en donde los humanos son salvajes. Se matan y comen entre ellos. Se compran y venden mutuamente. Por lo tanto, los príncipes creen que es una costumbre normal entre los humanos y sacan provecho de ella. Tratan bien a los chicos..., al menos, los osos.

—¿Y qué hacen las mujeres con ellos?

—Reproducirse. —Bellanda se encogió de hombros—. Es la misma situación que se da entre nosotros, pero al revés.

—Sólo que nosotros no cocinamos y devoramos a nuestras esposas —señaló Von Bek.

Bellanda no respondió.

—Por todo ello —dije—, voy a bajar ahora mismo. Mi intención es acercarme a las Mujeres Fantasma y hacerles algunas preguntas. Está permitido, ¿no?

—Está permitido intercambiar información —dijo Bellanda—, pero no debéis interrumpir un trueque antes de que finalice.

Desembarcamos junto con otros habitantes del casco que querían ver los lugares de interés y echar un vistazo a los productos que estaban a la venta. Me encaminé directamente, seguido de Von Bek, a la zona cercana a los barcos blancos, donde las Mujeres Fantasma habían plantado sus tiendas y recintos de seda trenzada. Al no ver a nadie fuera, elegí como meta el pabellón de mayores dimensiones. La entrada estaba custodiada. Entré y me detuve al instante, consternado.

—¡Dios mío! —exclamó Von Bek detrás de mí—. Un auténtico mercado de ganado.

El lugar hedía a cuerpos humanos, pues allí habían reunido los mercaderes de esclavos a sus presas para ser examinadas. Un individuo cubierto de cicatrices, que lo miraba todo con los ojos muy abiertos, me impresionó en particular. Algunos se veían turbados o avergonzados de su ocupación. Otros preferían cerrar sus tratos en relativa intimidad.

A la escasa luz de la tienda vi al menos una docena de corrales, con el suelo cubierto de paja, en los que se hacinaban jóvenes y adolescentes. Algunos llevaban las marcas de toda clase de crueldades, mientras que otros, con aire orgulloso, hinchaban el pecho y miraban a los rostros invisibles de las Mujeres Fantasma que les examinaban. La mayoría se mostraban pasivos, dóciles como terneros.

Pero lo que realmente me conmocionó fue ver al capitán barón Armiad cerrando un trato con una de las mujeres vestidas de blanco. Un rufián, que no pertenecía a la dotación del casco, sujetaba una ristra de seis jóvenes, atados por el cuello con una especie de dogal continuo. Armiad cantaba sus virtudes a la mujer, haciéndole bromas que ella ni entendía ni le interesaban. Por lo visto, el capitán había descubierto un medio más lucrativo de reducir el exceso de población y, como sus compatriotas de Maaschanheem odiaban la trata de esclavos, se sentía a salvo de miradas indiscretas.

Levantó la vista en mitad de una sonrisa untuosa, vio que Von Bek y yo le estábamos observando y se libró a un estallido de furia.

—¡Espías y forajidos al mismo tiempo! ¡Así pensáis vengaros de mí, por haber descubierto vuestra perfidia!

Levanté las manos, intentando darle a entender que no pensaba entrometerme en sus asuntos, pero el capitán barón estaba loco de furor. Le arrebató la soga a su subalterno y se precipitó sobre mí, sin dejar de gritar.

—¡Quedaos con los malditos esclavos! —aulló a las sorprendidas Mujeres Fantasma—. Os los podéis cenar esta noche, con mi bendición. Ven, Rooper, he cambiado de idea. —Se detuvo frente a mí. Tenía la cara de un rojo encendido y echaba chispas por los ojos—. Flamadin, renegado, ¿por qué me habéis seguido? ¿Queréis chantajearme, avergonzarme delante de los demás capitanes barones? Bien, la verdad es que no estaba vendiendo a esos chicos. Esperaba ponerles en libertad.

—No me interesan vuestros asuntos, Armiad —respondí con frialdad—. Y mucho menos vuestras mentiras.

—¿Estáis diciendo que miento?

Me encogí de hombros.

—He venido para hablar con las Mujeres Fantasma. Seguid con vuestros negocios, por favor. Haced lo que os dé la gana. No quiero saber nada más de vos, capitán barón.

—Empleáis un tono demasiado altivo para ser un asesino frustrado y un exiliado ignominioso.

Se abalanzó sobre mí. Yo retrocedí. Extrajo un largo cuchillo de su sencilla túnica. Sabía que estaba prohibido llevar armas durante la Asamblea. Hasta Von Bek había dejado su pistola al cuidado de Bellanda. Alargué la mano para agarrar su muñeca, pero él se echó hacia atrás. Se quedó inmóvil, jadeando como un perro rabioso. Me miró con odio y atacó de nuevo, cuchillo en alto.

En ese momento se produjo un gran estrépito en el pabellón de las Mujeres Fantasma. Media docena de leyes venerables se habían violado al mismo tiempo. Intenté contenerle y pedí ayuda a Von Bek.

Sin embargo, el secuaz de Armiad había atacado a mi amigo, y éste se las tenía que ver con otro cuchillo.

Salimos corriendo de la gran tienda, gritando auxilio y tratando de apaciguar a Armiad y Rooper. Se estaban poniendo en evidencia y llamando la atención.

De pronto, una docena de hombres y mujeres cayeron sobre nosotros, sujetaron a Armiad y a su matón y les arrebataron los cuchillos.

—Me estaba defendiendo de ese villano —dijo Armiad—. Los cuchillos los llevaban ellos, lo juro.

Me parecía imposible que alguien creyera su historia, pero un fornido habitante de Draachenheem escupió ante mis pies.

—Creo que me conoces, Flamadin. Fui uno de los que te eligieron como señor nuestro, pero tú nos menospreciaste, y aún peor. Tienes suerte de que no se pueda derramar sangre aquí. Si no fuera por eso, te clavaría el cuchillo yo mismo. ¡Traidor! ¡Charlatán!

Volvió a escupir.

Ahora, casi todo el mundo congregado me miraba con odio.

Tan sólo las mujeres, cuyas emociones quedaban ocultas tras las máscaras de marfil, me contemplaban de forma diferente. Tuve la impresión de que me habían reconocido y su interés por mí se acentuaba por momentos.

—¡Cuando termine la Asamblea, Flamadin, no tardaremos en encontrarte! —dijo el de Draachenheem.

Entró como una exhalación en la tienda que encerraba los corrales de esclavos.

Armiad estaba casi tan sorprendido como yo de que aquella gente hubiera creído su historia. Compuso su atavío y se enderezó, resoplando y carraspeando.

—¿Quien, si no, osaría quebrantar nuestras viejas leyes? —preguntó a la muchedumbre en general.

Algunas personas no le creían, pero eran más las que ya me odiaban y estaban predispuestas a creerme culpable de otra docena de crímenes.

—Armiad —dije—, os aseguro que no era mi intención mezclarme en vuestros asuntos. Vine a visitar a las Mujeres Caníbales.

—¿Quién va a visitar a las Mujeres Fantasma, sino un esclavista? —preguntó a la multitud.

Un anciano corpulento se abrió paso hacia nosotros. Portaba un bastón que le doblaba la altura, y la importancia de su cometido se reflejaba en la severidad de sus rubicundas facciones.

—Ni discusiones, ni peleas, ni duelos. Así lo manda la tradición. Seguid vuestro camino, buenos caballeros, y no nos aflijáis con más oprobios.

Las Mujeres Caníbales sólo estaban interesadas en mí. No cesaban de observarme. Oí que hablaban entre sí. Capté el nombre «Flamadin» en sus labios. Les dediqué una reverencia.

—He venido como amigo de la raza Eldren.

No hubo respuesta. Las mujeres continuaron tan impasibles como sus máscaras de marfil.

—Me gustaría hablar con vosotras —dije.

Tampoco hubo respuesta. Dos mujeres se alejaron.

Armiad seguía encolerizado, acusándome de iniciar el incidente. El anciano, que se autodenominaba el Mediador, se mantenía en sus trece. No importaba quién hubiera iniciado la disputa. Debía interrumpirse hasta después de concluida la Asamblea.

—Ambos seréis confinados en vuestros cascos bajo pena de muerte. Esa es la Ley.

—Pero he de hablar con las Mujeres Fantasma —le dije—. Para eso he venido. No tenía la menor intención de
enzarzarme
en una pendencia con un bravucón.

—¡Basta de insultos! —insistió el Mediador—. De lo contrario, seréis castigados. Volved al
Escudo Ceñudo,
buenos caballeros. Permaneceréis en él hasta que termine la Asamblea.

—No puede hacer nada delante de toda esta gente —murmuró Von Bek—. Tendrá que esperar a que anochezca.

Armiad me dirigió una desagradable mirada. Pensé que ya había planeado mi fin. Imaginé que casi nadie le culparía si se veía obligado a encerrarme y me sentenciaba a muerte en cuanto finalizara la Asamblea. Sus pensamientos eran tan primitivos que no costaba mucho leerlos.

A regañadientes, me encaminé hacia el casco con Armiad. El Mediador y un grupo que había sido elegido entre los presentes para velar por el cumplimiento de la Ley nos escoltó. No lograba imaginar cómo escaparía del casco para ir al encuentro de las Mujeres Fantasma.

Miré hacia atrás. No apartaban la vista de mí, indiferentes a todo lo demás. Estaba claro que mi visita les interesaba sobremanera. Sin embargo, ignoraba por completo qué querían de mí y qué esperaban hacer conmigo.

Ya en el casco, Armiad permitió que la gente del Mediador nos condujera a nuestros aposentos. Seguía sonriente. Después de todo, la situación se había inclinado en su favor. No sabía cómo se las arreglaría para acusarnos a mí y a Von Bek, ni de qué, pero estaba seguro de que ya tenía un plan en la cabeza.

—Dentro de poco, buenos caballeros —fueron sus últimas palabras, antes de dirigirse a sus habitaciones—, lamentaréis que las Mujeres Fantasma no se hayan quedado con vosotros, arrancado la piel a tiras ante vuestros ojos y devorado vuestros miembros mientras el resto de vuestro cuerpo se asaba lentamente.

—Cualquier cosa sería preferible a vuestra cocina, capitán barón —respondió Von Bek, enarcando una ceja.

Armiad frunció el ceño, sin comprender el comentario. Después, casi por principios, nos miró con odio y se marchó.

A los pocos segundos oímos que las rejas exteriores descendían sobre nuestras puertas. Aún podíamos salir al balcón, pero acceder a las cubiertas inferiores sería largo y dificultoso, y no sabíamos si Armiad había dejado a propósito esa vía de escape para atraparnos. Tendríamos que forjar un plan meticuloso y buscar otra salida menos obvia. Cabía la posibilidad de que no nos molestaran durante la noche, pero no existía la menor seguridad.

—Dudo que sea tan sutil como usted piensa —dijo Von Bek.

Ya estaba buscando algo que se pudiera utilizar a guisa de cuerda.

Por mi parte, necesitaba pensar. Me senté en la cama, ayudándole automáticamente a atar las mantas unas con otras, mientras pasaba revista a los acontecimientos de la mañana.

—Las Mujeres Fantasma me reconocieron —dije.

—Y también casi todo el campamento —bromeó Von Bek—, pero no parece que despierte la aprobación de mucha gente. Por lo visto, para la mayoría de los aquí reunidos es un crimen mucho peor negarse a respetar la tradición que intentar asesinar a la propia hermana. Estoy familiarizado con esa lógica. En mi país en un hecho frecuente. ¿Con qué posibilidades cree que cuenta, aun si consigue escapar de este casco? Casi todo el mundo, con la posible excepción de los príncipes ursinos y las Mujeres Fantasma, le perseguirán a grito pelado. ¿Adonde podemos huir, amigo mío?

—Debo admitir que he pensado en el mismo problema. —Le sonreí—. Confiaba en que usted encontraría la solución.

—Nuestra primera tarea consiste en revisar todas las rutas de escape posibles. Después, debemos esperar a que se haga de noche. Todo lo que intentemos antes será inútil.

—Creo que no le ha reportado ningún beneficio compartir su suerte conmigo —dije, a modo de disculpa.

—Temo que no me quedaba otra elección, amigo mío —rió Von Bek—. ¿Y a usted?

Von Bek siempre conseguía elevar mi moral, por lo que le estaba enormemente agradecido. Tras deliberar sobre todas las rutas de escape (ninguna de las cuales nos pareció útil), me tendí en la cama y traté de desentrañar por qué las Mujeres Fantasma me habían mirado con tanta curiosidad. ¿Me habrían confundido, por una ironía, con mi hermana gemela Sharadim?

Llegó la noche. Nos habíamos decantado por nuestra primera alternativa: salir por el balcón, alcanzar el mástil más próximo y bajar por el cordaje. Carecíamos de armas, pues Von Bek había entregado su pistola a Bellanda. Si nos veían, nuestra única esperanza sería conseguir huir de nuestros perseguidores.

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