Read El dragón en la espada Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (4 page)

El gemelo del capitán me indicó con un gesto que saliera de la chalupa. Lo hice a regañadientes. Cuando puse el pie descalzo en la blanda turba, dijo:


John Daker, permíteme desearte algo más que suerte. Permíteme desearte que, cuando llegue el momento, seas capaz de reunir todas tus reservas de valentía y cordura. ¡Hasta la vista! Confío en que ansies navegar de nuevo con nosotros...

Procedí a salir con la mayor presteza de la chalupa, pues las últimas frases no habían contribuido ni un ápice a fortalecer mi espíritu.

—>
Por mi parte, confío en no veros nunca más a tu barco o a ti...

Pero el barco, el remero y la figura petrificada ya habían desaparecido. Les busqué con la mirada, consciente de que de pronto sentía mas calor. Al menos, comprendí de inmediato por qué se había desvanecido la figura Ahora, yo la habitaba y le insuflaba vida. Sin embargo, aún no sabía mi nombre o cuál era mi objetivo en este nuevo reino.

El otro hombre continuaba chapoteando en mi dirección, sin cesar de gritar para reclamar mi atención Alcé la lanza a guisa de saludo .

Y experimenté una súbita punzada de miedo Tuve la premonición de que en mi nueva encarnación podía perder todo lo que había poseído, todo lo que alguna vez había deseado...

Libro primero

Se durmió sobre una piedra

soñó sin cesar

y cuanto mas soñaba mas solo estaba

y el futuro semejaba el pasado

Pero al despertar entumecido y poner el pie en tierra

a la luz del alba la luz incierta

el bosque cercano pareció fruncir el ceño

y el pasado se desplegó ante el

Pues su dragón tanto tiempo ausente se hallaba al acecho,

prevenido y sin deseos de huir

y sin la menor duda supo que iba a morir

aunque la muerte no era mas que el principio de la historia

Louis MAC NEICE

El puente quemado

1

El hombre se llamaba Ulrich von Bek, y había estado prisionero en el campo de concentración alemán de Sachsenwald Su delito consistía en ser cristiano y haber criticado a los nazis Había sido puesto en libertad (gracias a los oficios de unos buenos amigos) en 1938 En 1939, cuando fracasó su intento de matar a Adolf Hitler, huyó de la Gestapo entrando en el reino que ahora ocupábamos ambos Yo le llamaba Maaschanheem, pero él lo denominaba simplemente las Marcas Intermedias Le sorprendió que me resultara tan familiar el mundo que había dejado a su espalda.

—¡Parece usted un guerrero salido de
Los Nibelungos!
—dijo—. Y habla ese alemán arcaico que parece ser el idioma de estos andurriales, aunque me ha dicho que procede de Inglaterra, ¿no?

Consideré ocioso contarle demasiados detalles sobre mi vida como John Daker, y también mencionarle que yo había nacido en un mundo en el que Hitler fue derrotado. Había aprendido desde hacía mucho tiempo que tales revelaciones solían acarrear desastrosas consecuencias. Se hallaba allí no sólo para escapar, sino también para encontrar el medio de destruir al monstruo que se había posesionado del alma de su país. Cualquier cosa que le dijera podría desviarle de nuestro destino. Por lo que yo sabía, igual había sido el responsable de la derrota de Hitler. Le di las explicaciones sobre mis circunstancias que consideré pertinentes, y bastaron para dejarle boquiabierto.

—La pura verdad —dije— es que ninguno de los dos estamos preparados para lidiar con este mundo. Al menos, usted tiene la ventaja de saber su nombre.

—¿No recuerda nada de Maaschanheem?

—Nada en absoluto. Lo único que conservo es mi facilidad habitual para hablar el idioma predominante en el plano al que voy a parar. ¿Ha dicho que tenía un mapa?

—Una herencia familiar que perdí en la batalla que le he contado contra los chicos protegidos por armaduras que intentaron sacarme de aquí. Era muy poco preciso. Yo diría que fue trazado hacia el siglo quince. Me permitió llegar a este lugar, y confiaba en que me permitiría abandonarlo al desaparecer los motivos que me impulsaron a venir, pero ahora temo que estaré atrapado aquí hasta que alguien me ayude a salir.

—Al menos, el lugar está habitado. Ya se ha encontrado con algunos moradores. Quizá ellos le ayuden.

Hacíamos una pareja pintoresca. Yo vestía ropas que parecían adecuadas para el terreno, con botas altas hasta los muslos, una especie de arpón metálico de mango largo sujeto al cinto, como los que se utilizan para pescar salmones, un cuchillo curvo de hoja dentada y una bolsa que contenía un poco de cecina, algunas monedas, un tintero, un punzón para escribir y unas cuantas hojas mugrientas de papel de hilo. No me proporcionaron ninguna pista sobre mi tarea, pero al menos no tenía la desgracia de ir vestido con un raído traje de franela gris, un jersey Fair Isle bastante chillón y una camisa sin cuello. Ofrecí mi capa a Von Bek, pero la rechazó de momento. Dijo que se había acostumbrado al melancólico clima de aquel lugar.

Nos encontrábamos en un mundo extraño. No sucedía con frecuencia que se abrieran claros en las nubes grises y dejaran pasar un tenue rayo de sol, el cual revelaba aguas someras por doquier. El mundo parecía consistir en largas franjas de tierras bajas separadas por pantanos y riachuelos. Apenas crecían árboles de cierta altura.

Tan sólo unos pocos arbustos ofrecían protección a las aves acuáticas de raros colores y a los curiosos animales que veíamos de vez en cuando. Nos sentamos sobre un montículo cubierto de hierba, paseamos la vista en derredor y masticamos la cecina que había encontrado en mi bolsa. Von Bek (explicó con cierto embarazo que en Alemania era conde) estaba hambriento, y era obvio que se reprimía para no devorar la comida antes de masticarla adecuadamente. Convinimos en que sería mejor permanecer juntos, puesto que nos hallábamos en circunstancias similares. Indicó que su propósito era encontrar un medio de destruir a Hitler y que éste era su objetivo fundamental. Le dije que yo también estaba decidido a realizar una tarea concreta, pero en tanto no peligraran mis intereses, me encantaría contar con él como aliado.

En este punto, Von Bek entornó los ojos y señaló detrás de mí. Me volví y vi a lo lejos lo que semejaba una especie de edificio. Estaba seguro de no haberlo visto antes, pero di por hecho que la niebla lo había ocultado. Se hallaba demasiado lejos para distinguir detalles.

—En cualquier caso —dije—, lo más prudente será dirigirnos hacia allí.

El conde Von Bek asintió con entusiasmo.

—Quien no se aventura, no pasa la mar —sentenció.

La comida y el descanso habían mejorado sus condiciones físicas y mentales. Parecía un individuo alegre y estoico. Lo que solíamos llamar en el colegio, eones atrás, el «prototipo de alemán».

Atravesar los marjales resultó costoso y lento. Teníamos que detenernos constantemente, comprobar la solidez del terreno con mi lanza o el arpón que ahora sostenía Von Bek, buscar apoyo para pasar de un trozo de tierra firme al siguiente, rescatarnos mutuamente cuando nos hundíamos hasta la cintura en charcos de agua engañosos, y evitar empalarnos en las afiladas frondas de las cañas, que eran las plantas más altas de la región. A veces veíamos el edificio delante de nosotros, y otras daba la impresión de desvanecerse. En algunas ocasiones adoptaba la apariencia de una ciudad de regular tamaño o de un gran castillo.

—Tiene aspecto medieval —dijo Von Bek—. Me pregunto por qué me recordará a Nuremberg.

—Bueno, esperemos que los ocupantes no se parezcan a los habitantes de su mundo.

Volvió a mostrarse un poco sorprendido por mis detallados conocimientos al respecto, y tomé la secreta resolución de referirme lo menos posible a la Alemania nazi y al siglo xx que compartíamos.

—¿Es posible que estuviéramos destinados a encontrarnos aquí? —preguntó Von Bek cuando le ayudaba a cruzar una zona particularmente dificultosa del pantano—. ¿Puede que nuestros sinos se hallen unidos?

—Perdone si le parezco despreciativo —respondí—, pero he oído hablar demasiado de destinos y planes cósmicos. Estoy harto. ¡Lo único que quiero es encontrar a la mujer que amo y marcharme con ella a donde nadie nos moleste!

Pareció simpatizar con mis palabras.

—Debo admitir que toda esta charla sobre hados y predestinaciones tiene cierto tufillo wagneriano..., y me recuerda demasiado la degradación a la que los nazis han sometido nuestros mitos y leyendas para justificar sus horrendos crímenes.

—He oído muchas justificaciones de actos crueles y salvajes. La mayoría iban acompañadas de argumentos altisonantes y sentimentales, tanto si se trataba de una persona dando de latigazos a otra en una obra de Sade como de un líder nacional instigando a su pueblo a matar y morir.

Me pareció que refrescaba y empezaba a lloviznar. Esta vez insistí en que Von Bek cogiera mi capa, y aceptó por fin. Apoyé mi lanza sobre un altozano, cercano a un grupo de cañas particularmente altas, y Von Bek dejó el arpón en el suelo para acomodarse la prenda de piel sobre los hombros.

—¿Se está oscureciendo el cielo? —preguntó, levantando la vista—. Me cuesta precisar la hora. Llevo aquí dos noches, pero aún no he averiguado cuánto dura el día.

Tuve el presentimiento de que se acercaba el crepúsculo. Estaba a punto de sugerir que echáramos otro vistazo a mi bolsa por si encontrábamos con qué encender fuego, cuando algo golpeó mi hombro con fuerza y me derribó de bruces sobre el suelo.

Me apoyé en una rodilla y me volví para tratar de alcanzar la lanza, que, aparte del cuchillo, era mi única arma. Entonces, una docena de guerreros que se cubrían con pavorosas armaduras salieron de entre las cañas y se precipitaron sobre nosotros.

Un garrote lanzado por uno de los atacantes me había derribado. Von Bek gritaba, corriendo agachado para coger su arpón, cuando un segundo garrote le alcanzó en un lado de la cabeza.

—¡Alto! —grité a los hombres—. ¿Por qué no parlamentamos? ¡No somos enemigos!

—Eso no te lo crees ni tú, amigo —gruñó uno, mientras los demás lanzaban desagradables carcajadas en respuesta.

Von Bek rodaba de costado, aferrándose la cara. Estaba lívida a causa del golpe.

—¿Nos mataréis sin desafiarnos? —aulló.

—Os mataremos como nos dé la gana. Cualquiera puede cazar a las sabandijas de los pantanos, bien lo sabéis.

Sus armaduras eran una mezcla de metal y láminas de piel, pintadas de verde claro y gris para confundirse con el paisaje. Hasta sus armas lucían los mismos colores, y se habían untado de barro la piel expuesta para disfrazarse mejor. Su apariencia era bastante bárbara, pero lo peor de todo era el hedor malsano que desprendían, una mezcla de olor humano, excrementos de animales y podredumbre de los pantanos. ¡Era suficiente para dejar sin sentido a sus víctimas!

No sabía lo que eran las sabandijas de los pantanos, pero sí que teníamos pocas esperanzas de sobrevivir al ataque. Se arrojaron sobre nosotros, riendo, con sus garrotes y espadas levantados.

Intenté alcanzar mi lanza, pero el golpe me había alejado demasiado. Mientras gateaba entre la hierba húmeda y blanda, estaba convencido de que un garrote o una espada me alcanzarían antes de llegar a mi arma.

Y Von Bek se hallaba en peores condiciones que yo.

Lo único que se me ocurrió fue darle instrucciones a gritos.

—¡Corra! ¡Corra, Von Bek! ¡Es absurdo que muramos los dos!

Oscurecía por momentos. Existía una débil posibilidad de que mi compañero se perdiera en la noche.

En cuanto a mí, alcé instintivamente los brazos cuando lanzaron una lluvia de armas para liquidarme.

2

Recibí el primer impacto en un brazo, y estuvo a punto de rompérmelo. Aguardé el segundo y el tercero. Mi única esperanza residía en que uno me dejara inconsciente: una muerte rápida y sin dolor.

Entonces oí un sonido extraño que, al mismo tiempo, reconocí. Un estampido seco, seguido casi al instante de dos más. Mis atacantes más próximos habían caído, evidentemente muertos. Sin detenerme a indagar el origen de mi buena suerte, me apoderé de una espada, y después de otra. Resultaban extrañas y pesadas, del tipo que prefieren más los carniceros que los espadachines, pero eran todo cuanto yo deseaba. ¡Ahora tenía una posibilidad de sobrevivir!

Retrocedí hacia el lugar donde había visto por última vez a Von Bek y, por el rabillo del ojo, observé que se ponía en pie con una pistola automática humeante sujeta con ambas manos.

Hacía mucho tiempo que no veía ni oía un arma semejante. Acogí con cierto humor sombrío el hecho de que Von Bek no hubiera venido por completo desarmado a Maaschanheem. ¡Había tenido la presencia de ánimo suficiente para traer algo sumamente útil a un mundo como éste!

—¡Déme una espada! —gritó mi compañero—. Sólo me quedan dos balas y prefiero ahorrarlas.

Le tiré una espada sin apenas mirarle y avanzamos hacia nuestros enemigos, que se hallaban muy desmoralizados a causa de los inesperados disparos. Estaba claro que nunca habían visto un arma de fuego en acción.

El líder resongó y me arrojó un garrote, pero lo esquivé. El resto le imitó, y recibimos un diluvio de aquellas toscas armas, que esquivamos o desviamos. Pronto nos enfrentamos cara a cara con nuestros atacantes, que habían perdido casi todas las ganas de luchar.

Apenas había matado a dos, cuando me paré a pensar en ello. Llevaba una eternidad enzarzado en enfrentamientos similares, y sabía que era preciso matar o arriesgarse a perder la vida. Cuando le tocó el turno al tercero, había recobrado la serenidad y me limité a desarmarle. Von Bek, mientras tanto, sin duda un experto en el manejo del sable, como tantos de su clase, había dado cuenta de otros dos, de modo que sólo seguían en pie cuatro o cinco individuos.

En ese momento, el líder indicó con un rugido que nos detuviéramos.

—¡Retiro lo dicho! No sois sabandijas de los pantanos. Nos equivocamos al atacaros sin parlamentar. Guardad vuestras espadas, caballeros, y hablemos. Saben los dioses que no soy de esos que se niegan a admitir un error.

Depusimos las armas con cautela, dispuestos a prevenir cualquier añagaza de él o de sus hombres.

Sin embargo, procedieron con gran aparato a envainar sus espadas y ayudar a los compañeros supervivientes a incorporarse. Despojaron automáticamente a los muertos de sus bolsas y armas. El líder les indicó que se detuvieran.

—Los despellejaremos cuando hayamos resuelto este asunto a plena satisfacción de todos. Mirad, ya estamos muy cerca de casa.

Other books

Carnival by J. Robert Janes
MeanGirls by Lucy Felthouse
Cara Colter by A Bride Worth Waiting For
The Perfect Prom Date by Marysue G. Hobika
Dido and Pa by Aiken, Joan
Shanghai Girl by Vivian Yang


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024