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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (9 page)

—¿Ya no es electo?

—¿No os lo ha dicho el buen caballero?

Mientras Denou Praz hablaba, los demás consejeros se habían reunido alrededor de la mesa y tomado asiento. Todo el mundo me estaba mirando. Meneé la cabeza.

—Estoy desconcertado —dije—. Tal vez, capitán barón Denou Praz, seáis tan amable de explicar lo que queréis decir.

—Si no os parece poco hospitalario...

Le había llegado el turno de sorprenderse a Denou Praz. Imaginé que no esperaba tal respuesta por mi parte, pero como yo estaba realmente confundido, me había decidido a pedirle una aclaración.

—La noticia se sabe desde hace algún tiempo —empezó—. Nos enteramos de que Sharadim, vuestra gemela, con la que rehusasteis casaros, mandó desterraros y relevaros de todas vuestras funciones. Perdonadme, buenos caballeros, pero no quiero continuar por temor a infringir las leyes de un anfitrión...

—Continuad, capitán barón, os lo ruego. Contribuiréis a arrojar luz sobre algunos de mis misterios.

El hombre vaciló, como si ya no estuviera seguro de sus datos.

—Parece ser que la princesa Sharadim amenazó con revelar algún delito del que seríais culpable, o una serie de engaños, y que vos intentasteis asesinarla. Aun así, estaba dispuesta a perdonaros si accedíais a ocupar el lugar que os pertenecía por derecho como Señor Consorte de Draachenheem. Vos os negasteis, alegando que deseabais continuar vuestras aventuras por otras tierras.

—En otras palabras, me comporté como un ídolo popular mimado. Y frustrado en mis egoístas deseos, ¿traté de asesinar a mi hermana?

—Tal es la historia que nos llegó de Draachenheem, buen caballero. Una declaración firmada por la propia princesa Sharadim, en realidad. Según ese documento, ya no sois un príncipe electo, sino un fuera de la ley.

—¡Un fuera de la ley! —Armiad se levantó en parte de su asiento. De no haber recordado dónde se hallaba, hubiera descargado el puño sobre la mesa—. ¡Un fuera de la ley! No me dijisteis nada de esto cuando abordasteis mi casco. Ni cuando disteis vuestro nombre a mi basurero mayor.

—El nombre que di a vuestro basurero mayor, capitán barón Armiad, no fue el de Flamadin. Fuisteis vos el primero en llamarme así.

—¡Aj! Qué atroz engaño.

Aquella falta de cortesía horrorizó a Denou Praz. que levantó su frágil mano.

—¡Buenos caballeros!

También el Consejo estaba conmocionado.

—Lamentamos profundamente haber ofendido a nuestros invitados... —se apresuró a decir una de las mujeres que nos habían recibido antes.

—El ofendido soy yo —saltó Armiad en voz alta, su feo rostro enrojecido como un tomate—, pero no lo he sido por vosotros, buenos consejeros, o por vos, hermano Denou Praz. Mis buenas intenciones, mi inteligencia, todo mi casco han sido insultados por estos charlatanes. ¡Tendrían que haberme explicado qué hacían en nuestro fondeadero!

—Todo el mundo lo sabía —dijo Denou Praz—, y no creo que el buen caballero Flamadin haya intentado engañaros. Después de todo, me pidió que refiriera esas noticias. Si las hubiera conocido o deseado mantenerlas en secreto, no lo habría hecho.

—Os pido perdón, señor —intervine—. Mi acompañante y yo no deseábamos deshonrar vuestro casco ni fingir que éramos otra cosa de lo que en un principio dijimos.

—¡Yo no sabía nada! —vociferó Armiad.

—Pero los periódicos... —dijo una mujer en tono apaciguador—. Casi todos han publicado largos artículos...

—No permito esa basura a bordo de mi casco. Pervierte la moral.

Ahora ya sabía por qué una historia conocida a lo largo y ancho de Maaschanheem no había llegado a los incultos oídos de Armiad.

—¡Sois un fraude! —me espetó.

Echaba chispas por los ojos, y frunció el ceño cuando comprendió que la desaprobación de los demás había aumentado. Intentó mantener la boca cerrada.

—Pese a todo, estos buenos caballeros son vuestros invitados —dijo Denou Praz, peinándose la perilla con una mano delicada—. Estáis obligado a continuar ofreciéndoles vuestra hospitalidad, como mínimo hasta la Asamblea.

Armiad exhaló un profundo suspiro. Se puso en pie de nuevo.

—¿La Ley no prevé tal contingencia? ¿No puedo aducir que dieron nombres falsos?

—¿Llamasteis Flamadin al buen caballero? —preguntó un anciano desde el otro extremo de la mesa.

—Le reconocí. ¿Acaso no es eso razonable?

—No esperasteis a que se identificara, sino que vos mismo le nombrasteis. Eso significa que no ha logrado el asilo de vuestro casco mediante un engaño deliberado. Me parece que estamos ante una cuestión de autoengaño...

—Estáis diciendo que fue culpa mía.

El consejero guardó silencio. Armiad bufó y montó en cólera.

—Tendríais que haberme dicho que ya no erais un príncipe electo, sino un criminal, reclamado en vuestro propio reino. ¡Una auténtica sabandija de los pantanos!

—¡Por favor, buenos caballeros! —El capitán barón Denou Praz elevó en el aire sus dedos bronceados—. Éste no es el comportamiento adecuado de anfitriones o invitados...

Armiad, anhelando con desespero la aprobación de sus iguales, logró contenerse.

—Sois bienvenidos a bordo de mi casco —nos dijo—, hasta que la Asamblea haya concluido. —Se volvió hacia el capitán barón—. Perdonad esta violación de la etiqueta, hermano Denou Praz. De haber sabido lo que traía a bordo de vuestro casco, creedme que jamás...

—Tales disculpas —interrumpió la mujer— no son necesarias ni figuran en nuestras tradiciones de cortesía. Se han intercambiado nombres y ofrecido hospitalidad. Eso es todo. Permitidme que os lo recordemos, por favor.

El resto de los concurrentes estaban violentos, por decir algo. Von Bek y yo nos miramos sin poder articular palabra, mientras Armiad gruñía y rezongaba para sí, sin apenas responder a las observaciones que el capitán barón Denou Praz y su Consejo continuaban haciendo. Armiad parecía presa de la más brutal indecisión. No deseaba permanecer en un lugar donde había quedado tan mal parado, desde su punto de vista. Y no quería llevarnos de vuelta con él. Por fin, al darse cuenta de que oscurecía, nos indicó con una señal que nos levantáramos. Dedicó una reverencia a Denou Praz e hizo un esfuerzo para agradecerle la hospitalidad de su casco, disculpándose por la tensión producida. Von Bek y yo murmuramos la más breve y formal de las despedidas, a la que el capitán barón Denou Praz respondió con gran gentileza:

—No me corresponde a mí juzgar a los hombres por lo que informan los periódicos. Imagino que no buscasteis la fama que hizo de vos un héroe en la imaginación popular y que ahora os ha convertido, tal vez, en un villano, sólo porque la gente os consideró durante mucho tiempo como la personificación de todo lo arrojado y noble. Confío en que perdonéis mi demostración de mal gusto, que me impulsó a juzgaros, buen caballero, antes de conoceros o averiguar algo de vuestras circunstancias.

—Esa disculpa es innecesaria, capitán barón. Os agradezco vuestra gentileza y cortesía. Si alguna vez vuelvo a vuestro casco, espero que sea por haberme demostrado merecedor de pisar el suelo del
Nuevo Razonamiento.

—¡Bonitas palabras para ser un hombre que intentó matar a su propia hermana! —gruñó Armiad, mientras nos escoltaban por los oscilantes pasadizos y cubiertas hasta nuestro bote, dispuesto a conducirnos de regreso al
Escudo Ceñudo
—. ¿Y por qué? Porque amenazó con revelar al mundo la verdad sobre él. Sois un impostor, un bergante. Os advierto que la hospitalidad de nuestro casco se termina con la Asamblea. Después, os tocará correr el albur en los fondeaderos o elegir un casco antes de veinte horas. Si alguno os acepta, cosa que dudo. Los dos estáis prácticamente muertos.

El bote rodó por la rampa hacia los bajíos. Estaba a punto de anochecer y un viento frío azotaba las lagunas, agitando las cañas. Armiad se estremeció.

—¡Más deprisa, haraganes! —Descargó un puñetazo sobre el hombre más cercano—. No volveréis a abusar de la hospitalidad de ningún casco. Todos se enterarán de quiénes sois mañana, antes de que la Asamblea empiece. Podéis sentiros afortunados, porque no se permiten derramamientos de sangre durante la reunión. No se puede matar ni a un insecto. Os retaría a duelo, pero pienso que no sois digno...

—¿Un Desafío de Sangre, mi señor barón? —preguntó Von Bek, incapaz de contenerse. Todo el asunto le parecía de lo más divertido—. ¿Retaríais a un Desafío de Sangre al príncipe Flamadin? Creo que es una prerrogativa de los capitanes barones, ¿no?

Al oírle, Armiad le miró con una ferocidad capaz de prender fuego al pantano.

—Vigilad vuestra lengua, conde Von Bek. No sé de qué crímenes sois culpable, pero sin duda no tardarán en salir a la luz. ¡Vos también pagaréis por vuestra añagaza!

—Cuan cierto es que nada enfurece más a un hombre que descubrir su autoengaño —murmuró Von Bek.

—Nuestra acostumbrada hospitalidad entraña ciertas condiciones, conde Von Bek —dijo Armiad, que le había oído—. Si las quebrantáis, la Ley me permite exiliaros, o algo peor. Si obrara a mi manera, os colgaría a ambos de las crucetas. Tenéis que agradecer su intercesión a esos decadentes y debilitados viejos del
Nuevo Razonamiento.
Por fortuna, respeto la Ley. Vos, señores, evidentemente no.

Ignoré sus comentarios. Estaba abismado en mis pensamientos. Ahora, tenía cierta idea de por qué el príncipe Flamadin se hallaba solo en Maaschanheem. Pero ¿qué le había llevado a negarse a contraer matrimonio con su hermana gemela Sharadim, siendo lo que todo el mundo esperaba de él? ¿Era un farsante, descubierto por ella cuando demostró ser un traidor? Si eso era cierto, no me extrañaba que el mundo se hubiera vuelto contra él. La gente detestaba adorar a un héroe y descubrir después que poseía las flaquezas de cualquier ser humano.

Armiad, de mala gana, nos permitió volver con él a su palacio.

—Pero tened cuidado —nos advirtió—. La más ínfima infracción de la Ley es la excusa que necesito para expulsaros...

Regresamos a nuestros aposentos.

Una vez en mi habitación, Von Bek estalló por fin en carcajadas.

—¡El pobre capitán barón pensó que iba a ganar prestigio a costa de usted y descubre que aún lo ha perdido más! ¡Oh, cómo le gustaría matarnos! Esta noche dormiré con la puerta cerrada a cal y canto. No me agradaría pillar un resfriado y perecer...

Mi humor no era tan bueno, porque el número de misterios sobre los que debía reflexionar se había incrementado. Me consideraba afortunado por poseer poder y fama en este mundo. Ahora, me los habían arrebatado. Y si Sharadim era la verdadera líder de Draachenheem, ¿por qué me había tocado habitar este cuerpo?

Se trataba de la experiencia más extraña de todas mis encarnaciones. Quienesquiera que llamasen invocaban a Sharadim, mi gemela, como si supieran que ella ostentaba el poder real, que yo era un vulgar farsante que prestaba su nombre a una serie de fantasías increíbles. Resultaba bastante lógico, y verosímil. Sin embargo, tanto el Caballero Negro y Amarillo como el capitán del Bajel Negro parecían estar de acuerdo en que era crucial para el Campeón Eterno acudir a este reino.

Hice cuanto pude para no pensar demasiado en todo ello. Intenté meditar sobre nuestros problemas inmediatos.

—La tradición nos permite quedarnos aquí durante la Asamblea. Después, nos convertiremos en forajidos, piezas de caza para los basureros de Armiad. ¿He resumido bien la situación?

—Así lo entiendo —corroboró Von Bek—. Parecía convencido de que nadie nos contrataría. Tampoco es que tenga muchas ganas de trabajar para pagarme el pasaje en uno de estos cascos. —Antes de que terminara de hablar, el camarote sufrió una sacudida y casi fuimos a parar a la pared opuesta—. Me pregunto qué posibilidades tenemos de trasladarnos a otro reino. Creo que no es difícil en las Marcas Intermedias.

—Lo mejor será quedarnos aquí y asistir a la Asamblea. Así nos haremos una idea de quiénes piensan todavía que el príncipe Flamadin es un héroe, quiénes no creen en la historia de Sharadim y quiénes me aborrecen de corazón.

—Yo diría que encontrará pocos amigos en este momento. O fue responsable de esos crímenes, en calidad de príncipe Flamadin, o es víctima de una propaganda eficiente. Sé lo que es convertirse en un villano de la noche a la mañana. Hitler y Goebbels son maestros en ese arte. Tal vez sería posible demostrar en la Asamblea que no es culpable de todo lo que se le imputa.

—¿Cómo podría empezar?

—Eso no lo sabremos hasta mañana. Entretanto, lo más prudente será quedamos donde estamos. ¿Advirtió que llamé a un criado en cuanto entramos?

—Y no acudió ninguno. Por lo general, son muy rápidos. Por lo visto, sólo recibiremos la mínima hospitalidad por parte de Armiad.

Ninguno de los dos tenía hambre. Nos lavamos como pudimos y nos fuimos a la cama. Yo sabía que debía descansar, pero las pesadillas fueron particularmente intensas. Las voces continuaban llamando a Sharadim. Me atormentaban sin cesar. Y luego, al hundirme cada vez más en aquel sueño, empecé a ver con toda claridad a las mujeres que llamaban a mi hermana gemela. Eran altas y sorprendentemente hermosas, tanto de cara como de cuerpo. Poseían las figuras esbeltas y delicadas que yo conocía tan bien, las barbillas afiladas, los pómulos altos y anchos, los ojos rasgados y almendrados, las orejas menudas y el cabello suave. Vestían de forma diferente, pero ésa era la única disparidad. Las mujeres que formaban el círculo detrás del pálido fuego, y cuyas voces llenaban la oscuridad, eran Eldren. Pertenecían a la raza a veces llamada Vadhagh, y otras Melnibonea. Una raza cuyos miembros eran primos carnales de la de John Daker. Como Campeón Eterno, había pertenecido a ambas. Como Erekosë, había amado a una de tales mujeres.

Y de repente, cuando las llamas blancas se fueron apaciguando, vi algo al otro lado que me hizo estremecer de miedo y éxtasis; lancé un gemido y extendí los brazos, anhelando tocar el rostro que había reconocido.


¡Ermizhad!
—dije—.
¡Oh, querida mía! Estoy aquí. Estoy aquí. ¡Ayúdame a atravesar las llamas! ¡Estoy aquí!

Pero la mujer, que enlazaba los brazos con los de sus hermanas, no me oyó. Tenía los ojos cerrados. Continuó cantando y oscilando, cantando y oscilando. Empecé a dudar que se tratara de ella, a menos que fuesen los Eldren quienes me llamaran de vuelta, que invocasen a Sharadim pensando que era a mí a quien lo hacían. El brillo del fuego aumentó, cegándome por un momento. La vislumbré de nuevo. Estaba casi seguro de que era mi amor perdido.

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