Fue como si les hubiera hecho una señal, dándoles la oportunidad de expresar sus terrores, sus anhelos y la agonía que padecían desde siglos atrás. Cantaban como un solo hombre, con voz fría y monótona. Tuve la sensación de que llevaban toda la eternidad esperando al borde del risco, y que habían hablado por primera vez en respuesta a mi pregunta. La salmodia no se detuvo, sino que aumentó de intensidad...
—
Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo. ¿Dónde está nuestra alegría? ¿Dónde nuestra pena? ¿Dónde nuestro miedo? Somos los sordos, los mudos, los ciegos. Somos los eternos. Hace mucho frío en los Confines del Tiempo. ¿Dónde están nuestras madres y nuestros padres? ¿Y nuestros hijos? ¡Hace un intenso frío en los Confines del Tiempo! Somos los nonatos, los ignorados, los inmortales. ¡Hace demasiado frío en los Confines del Tiempo! Estamos cansados. Tan cansados... Estamos cansados en los Confines del Tiempo...
Su dolor era tan inmenso que intenté taparme los oídos.
—
¡No!
—grité—.
¡No! ¡No debéis llamarme! ¡Tenéis que marcharos!
Y entonces se hizo el silencio. Habían desaparecido.
Me volví para hablar con el Caballero Negro y Amarillo, pero también se había desvanecido. ¿Había sido uno de aquellos guerreros? ¿Acaso les había acaudillado? ¿O tal vez eran todos ellos facetas de un único ser..., yo?
No sólo no podía responder a ninguna de esas preguntas, sino que no deseaba saber las respuestas.
No estoy seguro de si fue en ese punto, o algún tiempo después, en otro sueño, cuando me encontré de pie en una playa rocosa, contemplando un océano envuelto en una espesa niebla.
Al principio, la niebla me impidió ver nada; después, poco a poco, percibí un contorno oscuro, un barco anclado cerca de la orilla.
Supe que era el Bajel Negro.
En algunos puntos del barco brillaba una luz anaranjada. Era una luz cálida, tranquilizadora. Me pareció oír un intercambio de voces profundas, procedentes unas de cubierta y las otras de las vergas. Creo que llamé al barco para atraer su atención, obteniendo respuesta, pues pronto (tal vez transportado en una chalupa) me encontré sobre la cubierta principal, frente a un hombre alto y enjuto, vestido con un chaquetón que le llegaba por debajo de las rodillas. Me tocó el hombro a modo de saludo.
Mi otro recuerdo es que por todo el barco había esculpidos dibujos peculiares; muchos eran geométricos, y un buen número representaban seres grotescos, relatos completos o incidentes que pertenecían a toda clase de historias impensables.
—
Navegaréis con nosotros de nuevo
—dijo el capitán.
—
De nuevo
—repetí, aunque en aquel momento no recordé cuándo había navegado con él.
Posteriormente, abandoné el barco varias veces, investido de diferentes personalidades, y viví todo tipo de aventuras. Una de ellas acudió a mi memoria con más claridad que las otras, e incluso recordé mi nombre. Era Clen de Clen Gar. Recordé algo así como una guerra entre el Cielo y el Infierno. Rememoré engaños, traiciones y lo que podría calificarse de victoria. Después, me encontré otra vez a bordo del barco.
—
¡Ermizhad! ¡Tanelorn! ¿Navegamos hacia allí?
El capitán tocó mis lágrimas con las puntas de sus largos dedos.
—
Todavía no.
—
Entonces, no perderé ni un minuto más a bordo de este bajel...
Me encolericé. Advertí al capitán que no podría retenerme. No me quedaría encadenado a aquel barco. Decidiría mi destino a mi manera.
No se opuso a mi partida, si bien pareció entristecerle.
Volví a despertar en mi cama, en mis aposentos del Fiordo Escarlata. Creo que tenía fiebre. Estaba rodeado de criados que habían acudido al oír mis gritos. Bladrak Morningspear, apuesto y de roja cabellera, que me había salvado la vida en una ocasión, se abrió paso entre ellos. Se mostraba preocupado. Recuerdo que le pedí ayuda a gritos, le rogué que cogiera su cuchillo y me liberara de mi cuerpo.
—
¡Matadme, Bladrak, si en algo valoráis nuestra amistad!
Pero no lo hizo. Largas noches se sucedieron. En algunas creí encontrarme otra vez en el barco. En otros momentos me parecía que alguien me llamaba. ¿Ermizhad? ¿Era ella quien llamaba? Intuía la presencia de una mujer...
Sin embargo, al abrir los ojos vi a un enano de rostro afilado. Bailaba y hacía piruetas, canturreando para sí, sin hacerme caso. Creí reconocerle, pero no pude recordar su nombre.
—
¿Quién eres? ¿Te ha enviado el timonel ciego, o el Caballero Negro y Amarillo?
El enano, como sorprendido, volvió su rostro burlón hacia mí por primera vez, se echó el gorro hacia atrás y sonrió.
—
¿Que quién soy? No era mi intención tenerte en inferioridad de condiciones. Tú y yo somos viejos amigos, John Daker.
—
¿Me conoces por ese antiguo nombre?
¿Como John Daker?
—
Te conozco por todos tus nombres, pero sólo serás más de una vez dos de esos nombres. ¿Te parece un acertijo?
—
Lo es. ¿Debo hallar ahora la respuesta?
—
Sólo si crees que necesitas una. Haces muchas preguntas, John Daker.
—
Preferiría que me llamaras Erekosë.
—
Tu deseo se cumplirá de nuevo. ¡Bueno, ya te he dado una respuesta concreta, después de todo! No soy un enano tan malo, ¿verdad?
—
¡Ya me acuerdo! Te llamas Jermays el Encorvado. Eres como yo: la encarnación de muchos aspectos del mismo ser. Nos encontramos en la cueva del ciervo marino.
Rememoré nuestra conversación. ¿Había sido el primero en hablarme de la Espada Negra?
—
Éramos viejos amigos, señor Campeón, pero en aquel momento no conseguiste recordarme, como tampoco me recuerdas ahora. Tal vez tengas demasiadas cosas en la memoria, ¿eh? No me has ofendido. Observo que, por lo visto, has vuelto a perder tu espada...
—
Nunca la volveré a llevar. Era un arma terrible. No quiero utilizarla de nuevo, ni otras semejantes. Me parece que mencionaste dos...
—
Dije que, a veces, había dos. Que acaso se tratase de una ilusión, ya que, en realidad, sólo existía una. No estoy seguro. Ceñiste la que llamarás, o has llamado,
Tormentosa.
Supongo que ahora buscas a
Enlutada.
—
Hablaste de cierto destino unido a las espadas, al que insinuaste que iba vinculado el mío...
—
Ah, ¿sí? Bien, tu memoria está mejorando. Estupendo, estupendo. Estoy seguro de que te resultará útil. O quizá no. ¿Ya sabes que cada una de estas espadas es el receptáculo de otra cosa? Según tengo entendido, fueron forjadas para ser ocupadas, para estar habituadas. Para poseer, como tú, un alma. Observo tu confusión. Por desgracia, yo también me siento un poco perplejo. Poseo indicios, por supuesto. Indicios de nuestros diversos destinos. Y se mezclan con frecuencia. ¡Si continúo así, te confundiré, y probablemente a mí también! Ya me he dado cuenta de que te hallas indispuesto. ¿Es un simple achaque físico, o se ha extendido a tu cerebro?
—
¿Puedes ayudarme a encontrar a Ermizhad, Jermays? ¿Puedes decirme dónde se halla Tanelorn? Es todo cuanto deseo saber. El resto no me importa en absoluto. No quiero hablar más de destinos, espadas, barcos y países extraños. ¿Dónde está Tanelorn?
—
El barco zarpa hacia allí, ¿no? Tengo entendido que Tanelorn es su meta final. Hay muchas ciudades que llevan ese nombre, y el barco transporta una carga de otras tantas identidades. No obstante, todas son la misma, o un aspecto de la misma personalidad. Demasiado para mí, señor Campeón. Has de volver a bordo.
—
No deseo regresar al Bajel Negro.
—
Desembarcaste demasiado pronto.
—
No sabía adonde me llevaba el barco. Temía equivocarme de dirección y no encontrar a Ermizhad.
—
¡Así que por eso te largaste! ¿Creías haber alcanzado tu objetivo, o que existía alguna otra forma de encontrarlo?
—
¿Desembarqué contra la voluntad del capitán? ¿Estoy siendo castigado por ello?
—
Me parece imposible. Al capitán no le gusta mucho castigar. No es un arbitro, sino más bien un traductor, diría yo. Pero ya lo averiguarás por ti mismo cuando regreses al barco.
—
No quiero volver al Bajel Negro.
Sequé una mezcla de llanto y sudor de mis ojos y fue como si hubiera borrado a Jermays de mi vista, pues había desaparecido.
Me levanté y me vestí, pidiendo a gritos mi vieja armadura. Les rogué que me la pusieran, aunque apenas me tenía en pie. Después, solicité un trineo marino grande, con las poderosas garzas adiestradas para tirar de él por aquellas llanuras saladas y onduladas, por aquellos océanos agonizantes. Rechacé a los que querían seguirme, ordenándoles que regresaran al Fiordo Escarlata. Desprecié su amistad. En la noche, huí de toda presencia humana, la cabeza alzada mientras aullaba como un perro y llamaba a mi Ermizhad. No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. Por tanto, clamé al capitán del Bajel Negro. Clamé a todos los dioses y diosas cuyo nombre conocía. Y, por fin, clamé a mis yos, a John Daker, Erekosë, Urlik, Clen, Elric, Hawkmoon, Corum y a todos los demás. Clamé por último a la Espada Negra, pero sólo me contestó el silencio más terrible y cruel.
Escudriñé la luz desvaída de la aurora y me pareció ver un alto risco en el que se alineaban guerreros demacrados. Eran los mismos guerreros que se erguían en el borde de aquel risco desde hacía una eternidad, todos con mi rostro. Sin embargo, no vi otra cosa que nubes, espesas como el océano por el que navegaba.
—
¡Ermizhad! ¿Dónde estás? ¿Quién o qué me llevará hacia ti?
Oí un viento solapado y desagradable que susurraba cerca del horizonte. Oí el batir de alas de mis garzas, y el rumor sordo del trineo marino al desplazarse sobre la superficie del oleaje. Y escuché mi propia voz diciendo que sólo me quedaba una alternativa, puesto que ningún poder acudiría en mi ayuda. Ése era, desde luego, el motivo que me había impulsado a marcharme solo, el motivo de que me hubiera ataviado con la armadura de batalla de Urlik Skarsol, señor de la Fortaleza Helada.
—
Has de arrojarte al mar
—dije—.
Tienes que hundirte, ahogarte. Al morir, lo más seguro es que te encuentres en una nueva encarnación. Incluso es posible que vuelvas a ser Erekosë y te reúnas con tu Ermizhad. Al fin y al cabo, será un acto de fe que ni siquiera los dioses podrán ignorar. Tal vez esperen eso, ser testigos de tu valentía, comprobar la sinceridad de tu amor.
Solté las riendas de las enormes aves y me preparé para zambullirme en aquel océano viscoso y horrible.
Pero el Caballero Negro y Amarillo se materializó a mi lado en la plataforma y apoyó un guante de acero sobre mi hombro. En la otra mano sujetaba el Pendón Blanco. Y esta vez levantó la visera para que pudiera ver su cara.
Aquella cara era un monumento a la grandeza. Traslucía una inmensa y antigua sabiduría. Era un rostro que había visto mucho más de lo que yo desearía ver a lo largo de todas mis encarnaciones. La estructura ósea era ascética y fina, los grandes ojos, penetrantes y autoritarios. Su piel era de un azabache pulido, y su voz, profunda, poderosa como el trueno que se acerca.
—
No sería valentía, Campeón. Insensatez, a lo sumo. Crees que buscas algo, pero tu acto sería el de quien desea escapar del tormento. Hay aspectos del Campeón mucho menos tolerables que el actual. Y, además, puedo decirte que esta prueba en particular no durará mucho. Habría venido antes, pero estaba ocupado en otro lugar.
—
¿Con quién?
—
Oh, contigo, por supuesto. Se está contando una historia en otro mundo y tal vez en tu futuro, pues el Millón de Esferas giran a través del tiempo y el espacio a velocidades muy diferentes, y el lugar y el momento en que se cruzan suelen ser sorprendentes, incluso para mí. En cualquier caso, te aseguro que este momento es el menos adecuado para acabar con tu vida, o con este cuerpo. No adivino las consecuencias, pero creo que serían bastante desagradables. Una gran y trascendental aventura te espera, Campeón. Si cumples tu misión de la forma más eficaz, es posible que te liberes en parte de esta maldición. Podría dar lugar a un principio y un final de enorme importancia. Deja que te llamen. Presumo que ya les habrás oído.
—
No he distinguido nada en las voces que he oído. Los que me llaman no pueden ser esos guerreros...
—
Llaman para que se les libere de su maldición en particular. No, te llaman otros, como ya ha sucedido anteriormente. ¿Has oído algún nombre, un nombre desconocido para ti?
—
Creo que no.
—
Eso significa que debes volver al Bajel Negro. Es lo único que se me ocurre. Estoy muy perplejo...
—
Si tú estás perplejo, señor Caballero, yo estoy confundido por completo. No tengo el menor deseo de ponerme en manos de ese hombre y su barco. Aumenta mi sensación de impotencia. Es más, sigo viviendo en la misma carne, y es casi seguro que no podré encontrar a Ermizhad en esta carne. Debo volver a ser Erekosë o John Daker.
—
Es posible que tu nueva personalidad no esté preparada todavía. Las comprobaciones y equilibrios implicados en el proceso son en extremo delicados. De todos modos, sé que has de regresar a ese barco...
—
¿Es lo único que me ofreces? ¿No puedes brindarme la esperanza de que si vuelvo al Bajel Negro encontraré a mi Ermizhad?
—
Perdóname, Campeón.
—La mano del gigante negro no se separaba de mi hombro—.
No soy omnisciente por completo. De hecho, es imposible, puesto que la estructura misma del Tiempo y del Espacio fluye continuamente.
—
¿Qué quieres decir?
—
Sólo puedo explicarte lo que percibo, y aconsejarte que subas al barco. Sé que, gracias a ese medio, serás transportado hacia aquellos que más precisan tu ayuda y que, a su vez, te prestarán la suya para que obtengas una cierta liberación de tu actual tormento. Quedaréis unidos de tal forma que eso garantizará una unidad posterior. Es todo cuanto percibo...
—
¿Dónde he de buscar ese barco?
—
Si tal es tu deseo, el barco irá en tu busca. Te encontrará, no temas.
Entonces, el Caballero Negro y Amarillo silbó inopinadamente y de la niebla anaranjada surgió un gran garañón. Sus cascos golpeaban el agua sin atravesar la superficie. El Caballero montó en el animal, cuyo pelo era tan negro como la piel del hombre; el hecho de que pudiera galopar sobre aquellas olas sin hundirse ni un centímetro me maravilló. Me dejó tan sorprendido aquella aparición que olvidé hacerle más preguntas al jinete. Me quedé mirando mientras levantaba el Pendón Blanco a guisa de saludo, espoleaba al caballo hacia las nubes y se alejaba con suma rapidez.