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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (28 page)

BOOK: El dragón en la espada
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Vi como la mano de mi amigo se cerraba sobre la de Alisaard.

Y de nuevo sentí aquella terrible, injustificada e indeseada punzada de celos, igual que si mi Ermizhad demostrara afecto por un rival. ¡Como si ese rival cortejase a la única mujer que yo había amado de veras!

Observaron mi turbación y se mostraron preocupados, pero evadí sus preguntas. Manifesté que el calor del viejo sol rojo me estaba afectando. Fingí que me hallaba cansado y, cobijando el rostro entre los brazos, intenté dormir, rechazar los espantosos pensamientos y emociones que me asaltaban.

Anochecía, cuando Von Bek lanzó una exclamación. Abrí los ojos y vi que su brazo rodeaba los hombros de Alisaard. Señalaba al horizonte, donde el sol parecía hundirse en las arenas del desierto, siendo absorbido como sangre. La negra silueta de una montaña se recortaba contra aquella semiesfera escarlata.

—Sólo puede ser Tortacanuzoo —dijo Alisaard.

Su voz temblaba, pero no sabría decir si era por la cercanía de Von Bek o de expectación ante lo que íbamos a encontrar.

Los tres, absortos en nuestras reflexiones privadas, contemplamos en silencio el portal que daba acceso a los dominios del archiduque Balarizaaf, Estábamos a punto de entrar en el reino del Caos y nos sentíamos abrumados por la enormidad de nuestra empresa, por las escasas posibilidades que teníamos de sobrevivir.

El animal continuó avanzando pesadamente hacia Tortacanuzoo. Entonces, como saludándonos, la vieja montaña emitió un rugido casi humano. La bestia se inmovilizó e irguió la cabeza para responder, con un sonido virtualmente idéntico. Fue sobrenatural.

Una lengua de fuego brotó sin previo aviso de la cumbre, y algunos hilos de humo flotaron perezosamente sobre el sol poniente.

Noté una terrible sensación de terror en la boca del estómago. Deseé con todo mi corazón que el príncipe Pharl nos hubiera capturado en el portal de Rootsenheem, o haber perecido en las fauces de la serpiente de humo.

Mis compañeros jamás se habían encontrado cara a cara con el Caos. En cuanto a mí, nunca me las había tenido con él de una manera tan directa como ahora. Sin embargo, ellos eran ignorantes comparados conmigo, pues yo, al menos, conocía en parte el poder perverso y mutante de los Señores del Desorden, las entidades sobrenaturales que en el mundo de John Daker recibían el nombre de archidemonios, los duques del Infierno. Sabía que se aprovechaban de nuestras virtudes más queridas y nuestras emociones más nobles, que podían inducir cualquier ilusión, y que si no salían de su fortaleza para apoderarse de los reinos del multiverso era por precaución, por su falta de preparación o escasa disposición a combatir contra los poderes rivales de la Ley. Ahora bien, si los humanos les invitábamos a entrar en nuestros reinos, acudían.

Acudían cuando se les ofrecían pruebas de la lealtad humana a su causa. Pruebas que Sharadim les presentaba con cada nueva victoria.

Me estremecí cuando el viejo volcán murmuró y vomitó humo. No resultaba difícil darse cuenta de que la montaña era la puerta que conducía a las entrañas del averno.

Tuve que hacer un esfuerzo mental para entrar en acción. Salté de la plataforma y avancé, hundido hasta los tobillos en la arena, hacia Tortacanuzoo.

Llamé a los amantes, que vacilaban sin saber qué hacer.

—¡Venid, amigos míos! Tenemos una cita con el archiduque Balarizaaf. No nos servirá de nada hacerle esperar.

Fue Von Bek quien me respondió, el asombro reflejado en su voz.

—¡Herr Daker! ¡Herr Daker! ¿No se ha dado cuenta? ¡Fíjese, hombre! ¡Es la emperatriz Sharadim en persona!

10

Era Sharadim.

Iba a caballo, rodeada por un grupo de cortesanos muy bien vestidos. Parecía una partida de aristócratas dirigiéndose a una merienda en el campo o a una cacería. Cabalgaban montaña arriba, delante de nosotros. Oí fragmentos de conversación y carcajadas que se imponían sobre el rugido del volcán.

—¡No nos han visto! —exclamó Alisaard, indicándome que retrocediera hasta el animal.

Ella y Von Bek se habían guarecido tras uno de sus macizos muslos. Comprendí su cautela y me reuní con ellos.

—Están eufóricos y no se les ocurre que algo pueda amenazarles en un reino donde adoran a Sharadim como a una diosa —dijo Alisaard—. Cuando doblen esa curva y se pierdan de vista, tendremos que darnos prisa y llegar hasta aquellos escalones excavados al pie de la montaña.

Estaba oscureciendo. Comprendí su estrategia y asentí. Poco después, el último miembro del alegre grupo desapareció en el recodo. Corrimos hacia los escalones, precedidos por Alisaard, y llegamos a la protección que ofrecía la montaña mucho antes de que Sharadim saliera por el otro lado. Subimos los peldaños con cautela, pisando los talones de nuestro más peligroso enemigo.

Cuando llegamos al otro lado vi, algo más abajo, algunas tiendas de campaña muy lujosas. Un criado daba de comer a las bestias de carga. Era casi un pueblo: el campamento de Sharadim. ¡Al menos, no pretendía entrar directamente en el Infierno! A pesar de su orgullo y sus conquistas, no se creía todavía tan invulnerable.

Los caballos aminoraron el paso al acercarse a la cumbre, mientras que nosotros, al amparo de los escalones que dominaban el sendero, nos movimos con relativa velocidad hasta adelantarnos un poco a Sharadim y su grupo, a una distancia desde la que podíamos oír sus voces.

Reconocí la del capitán barón Armiad de Maaschanheem, la del duque Perichost de Draachenheem y las de dos cortesanos de palacio. Formaban parte del grupo algunos Mabden de rostro enjuto y el aspecto lobuno de los saqueadores bárbaros, hombres vestidos con uniformes negros de corte extranjero. Acaso fueran representantes de todas las civilizaciones de los Seis Reinos, a excepción de los Eldren y los príncipes ursinos.

Empecé a adivinar la intención de Sharadim. Era una demostración de su poder, una forma de dar a entender que había convencido a sus aliados mediante amenazas y promesas.

No reconocí a un hombre que cabalgaba junto a ella, la cabeza cubierta por la capucha de la capa. Tenía aspecto de sacerdote. Sharadim demostraba un magnífico humor, riendo y bromeando sin cesar. Su belleza casi imposible volvió a impresionarme. No era muy difícil entender por qué persuadía a tanta gente de que era un ser angelical.

Incluso había llegado a convencer a los llorones ciegos de que era una diosa, y nunca le habían visto la cara.

Desembocamos en la cumbre del volcán, una especie de amplio anfiteatro. En el mismo centro de la depresión había una sustancia inestable, brillante y roja que, de vez en cuando, desprendía una llama delgada y algo de humo. Deseché la posibilidad de que el volcán fuera a entrar en erupción, pues parecía hallarse en la fase de enfriamiento. Lo que sí me fascinó fue una larga fila de asientos de piedra erigidos en un lado. Se accedía a ellos por una calzada de piedra cortada geométricamente. Sharadim y su partida cabalgaban por esta calzada, casi como viajeros que fueran a tomar un barco.

Sharadim ordenó a sus cortesanos con un gesto que desmontaran y tomaran asiento en la fila. Sin descabalgar, se inclinó hacia adelante, apoyó la mano en su acompañante encapuchado y le acercó a ella.

La voz de la princesa se impuso al rugiente volcán.

—Algunos habéis expresado dudas acerca de que el Caos nos ayude en la fase final de nuestra conquista. Habéis exigido pruebas de que vuestra recompensa será casi ilimitada. Bien, pronto mandaré llamar a uno de los nobles más poderosos del Caos, el mismísimo archiduque Balarizaaf. Oiréis de sus labios lo que os negáis a creer de los míos. Los que ahora son leales al Caos, los que no titubean ante acciones que los seres inferiores califican de viles y crueles, se alzarán sobre el resto del mundo, con excepción de mí. Conoceréis la satisfacción de todo capricho, todo sueño secreto, todo oscuro deseo. Lograréis una plena realización, que los débiles ni siquiera son capaces de imaginar. Pronto miraréis cara a cara al archiduque Balarizaaf y sabréis lo que significa ser fuerte. Me refiero a una fuerza capaz de remodelar la realidad al dictado de la voluntad. De destruir todo un universo si así lo desea. Una fuerza que entraña la inmortalidad. Y la inmortalidad supondrá el disfrute del capricho más ínfimo. ¡Seremos dioses! ¡El Caos promete una infinidad de posibilidades, libres de las mezquinas coacciones de la Ley!

Se volvió con los brazos alzados hacia el volcán. Su canto, dulce e impecable, vibró en la atmósfera calma del anochecer:


¡LORD BALARIZAAF, ARCHIDUQUE DEL CAOS, SEÑOR DEL INFIERNO, TUS SIERVOS TE LLAMAN! TE OFRECEMOS MUNDOS ENTEROS. TE TRAEMOS NUESTRO TRIBUTO. ¡TE TRAEMOS MILLONES DE ALMAS! ¡TE TRAEMOS SANGRE Y HORROR! ¡TE TRAEMOS EL SACRIFICIO DE TODA DEBILIDAD! ¡TE TRAEMOS NUESTRA FUERZA! AYÚDANOS, LORD BALARIZAAF. VEN, LORD BALARIZAAF. ¡ACAUDILLA EL CAOS Y APLASTA PARA SIEMPRE LA LEY!

Una llama escarlata surgió del centro del volcán a modo de respuesta. Siguió cantando y sus cortesanos no tardaron en hacerle coro. Cuando el sol se puso, la noche se llenó de sus cánticos. La única luz provenía del volcán.

—¡Ayúdanos, lord Balarizaaf!

Entonces, como derramándose desde un techo invisible, surgió un rayo de luz, y luego otro. No eran blancos como los que brotaban de los portales, sino que reflejaban el brillo escarlata de las llamas. Centelleaban, como pilares hechos de carne viva y sangrante.

Uno a uno, los pilares aumentaron de tamaño e intensidad, hasta que se alzaron trece entre el cielo y el volcán. Era imposible saber dónde empezaban y dónde terminaban.

Sharadim, a quien los pilares teñían el rostro y las manos de color carmesí, continuaba canturreando. Profería obscenidades y promesas implorantes. Ofrecía a su dios todo lo que éste podía desear.

—¡Balarizaaf, lord Balarizaaf! ¡Te invitamos a visitar nuestro reino!

El volcán se estremeció.

Sentí que el suelo se agitaba bajo mis pies. Alisaard, Von Bek y yo nos miramos, indecisos. El portal estaba abierto. Conducía al Caos, sin la menor duda, pero ¿qué nos ocurriría si osábamos entrar?


¡BALARIZAAF, SEÑOR DE TODOS, VEN!

Un viento repentino se desató a nuestro alrededor. Empezaron a caer rayos sobre el borde del cráter. La montaña tembló y estuvimos a punto de caer desde la escalera a la calzada.

Las columnas de luz escarlata latían como si fueran órganos vivos. Un alarido atroz se oyó en la lejanía, y comprendimos que procedía de los pilares.


¡AYÚDANOS, BALARIZAAF!

El alarido se convirtió en un chillido, el chillido en una carcajada escalofriante, y después se materializó un ser de la altura de un hombre que desprendía llamaradas negras y anaranjadas, cuyos rasgos inestables se retorcían y cuya forma cambiaba a cada segundo. De sus labios surgió una voz ensordecedora.


¿ERES TÚ, PEQUEÑA SHARADIM, QUIEN DISTRAE A BALARIZAAF DE SUS JUEGOS? ¿HA LLEGADO EL MOMENTO? ¿HE DE GUIARTE HACIA LA ESPADA?

—El momento casi ha llegado, lord Balarizaaf. Pronto concluirá la conquista de los Seis Reinos, y se transformarán en uno solo. Un reino del Caos. Mi recompensa será la espada, y la espada me dará...

—Infinito poder. El derecho a ser uno de los soberanos de la espada. ¡Un Señor del Caos! Pues sólo tú, o aquel al que llaman el Campeón, podéis empuñar esa hoja y seguir vivos. ¿Qué más debo repetir, pequeña Sharadim?

—Nada más, señor.

—Estupendo, porque me resulta penoso permanecer en este reino hasta que no sea mío por completo. La espada me ayudará a conseguirlo. ¡No tardes en venir, pequeña Sharadim!

Las garantías de lord Balarizaaf me parecieron insuficientes, pero aquella gente estaba tan cegada por la perspectiva de un poder ilimitado que podía creer cualquier cosa que se le prometiera.

Balarizaaf se desvaneció de repente.

Los cortesanos de Sharadim murmuraban entre sí. No cabía duda de que le eran completamente leales. Dos o tres ya se habían postrado de hinojos ante ella.

Sharadim extendió la mano y echó la capucha de su acompañante hacia atrás, ¡descubriendo un rostro muy familiar para mí!

Era un rostro ceniciento, carente de vida, cuyos ojos de color gris miraban ciegamente al frente. Se trataba del mío. Estaba mirando a mi
doppelgánger.

Sus ojos se encontraron con los míos y adquirieron algo semejante a energía. Los labios se movieron.

—Él está aquí, ama. Lo que me prometisteis se encuentra aquí. Entregádmelo. Entregadme su alma. Entregadme su vida...

Alisaard lanzó un grito y Von Bek tiró de mí. Me empujaron hacia la calzada. En la fila de asientos, varias cabezas se volvieron.

Atravesamos corriendo la calzada, la capa exterior del volcán y nos dirigimos hacia los pilares de sangre.

—¡Flamadin! —gritó mi falsa hermana.

Sus esbirros nos persiguieron, aullando como chacales. Sin embargo, vacilaban en aproximarse demasiado al portal, pues sabían que conducía directamente al Infierno.

Los tres titubeamos al llegar a los pilares escarlata. Sharadim y los suyos nos pisaban los talones. Observé los movimientos de su engendro, similares a los de una marioneta.

—¡Su vida es mía, ama!

—Dios mío, Herr Daker —jadeó Von Bek—, es lo más parecido a un zombi que he visto en mi vida. ¿Qué es?

—Mi
doppelgánger
—dije—. ¡Ha revivido el cadáver de Flamadin, prometiéndole una nueva alma!

Von Bek me arrastró hacia el círculo de pilares y nos quedamos mirando el núcleo burbujeante del volcán.

Poco a poco, la capa exterior pareció expandirse, dejando al descubierto un corazón que latía con violencia, un olor dulce y repelente al mismo tiempo. Y entonces nos sentimos arrastrados hacia él, arrastrados hacia las puertas del Infierno, hacia un reino cuyo gobernante supremo era lord Balarizaaf, el ser que acabábamos de ver.

Creo que todos chillamos cuando atravesamos el túnel de llamas. Nos dio la impresión de que el descenso duraba una eternidad. Veíamos llamas rojas y amarillas volar en todas direcciones.

De repente, volví a sentir tierra firme bajo mis pies. Me alivió comprobar que todo parecía normal. Se trataba de hierba vulgar. No se ondulaba. No quemaba. No amenazaba con tragarme. Y olía corno hierba corriente.

Al otro lado de las columnas luminosas, que habían virado a un rosa delicado, distinguí un cielo azul y un bosque que se extendía bajo él, y oí el canto de unos pájaros.

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