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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (26 page)

BOOK: El dragón en la espada
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—Algunos sostienen que sólo existen cuarenta y seis pliegues diferentes en la configuración de las olas —dijo Morandi Pag, sentándose pesadamente en la barca—, pero afirman tal cosa aquellos que, como los isleños feudales del este, reverencian la sencillez y una especie de buen gusto profano, anteponiéndolos a la complejidad y el desorden aparente. Yo diría que existen tantos pliegues como olas. En otros tiempos, era para mí una cuestión de orgullo poder distinguirlas por el olfato. Tengo la convicción de que las olas y el multiverso son una sola cosa. Sin embargo, el secreto de pilotar un barco por cualquier ruta, vayas a donde vayas, es considerar cada aspecto como si fuera nuevo y original. Formalizar, a mi entender, significa perecer. Los pliegues son infinitos. Poseen personalidad propia. —Arrugó la nariz—. ¿No oléis las corrientes, todas las realidades que se entrecruzan, los miles de reinos del multiverso? ¡Cuan maravilloso es todo esto! Y, pese a ello, no estaba equivocado al sentir miedo.

Ordenó a Alisaard que soltara amarras, giró un poco la vela, imprimió un leve movimiento al timón y nos lanzamos hacia las rugientes olas, en dirección a la roca hueca por la que habíamos entrado.

En ningún momento nos sentimos en peligro. El barco danzaba alegremente sobre las agitadas y restallantes aguas. Se movía con la misma gracia de un pájaro en vuelo, a veces sobre la cresta de las olas, otras en el fondo de las depresiones, mientras que en ocasiones parecía yacer de costado a merced del encrespado oleaje. A medida que atravesábamos la abertura y nos internábamos en la semioscuridad, espuma y viento azotaban nuestros rostros. Morandi Pag lanzaba carcajadas atronadoras, que casi apagaban el ruido del mar, mientras nos guiaba hacia la calma relativa del océano.

Jermays el Encorvado, ebrio de alegría, daba saltitos en la proa, profiriendo gritos de aprobación al menor movimiento del barco.

Morandi Pag movía el hocico de una forma peculiar, como si expresara satisfacción por su habilidad.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo—. Soy demasiado viejo para esto. Ahora, iremos a Adelstane.

Cruzamos el océano con gran rapidez, rodeados de grandes montañas negras. Llegamos al pequeño puerto y amarramos el barco. Sólo tardamos unos minutos en llegar a pie a la entrada de la ciudad.

No había pasado un cuarto de hora, cuando ya nos encontrábamos en la confortable biblioteca, llena de incienso como de costumbre, en tanto los príncipes ursinos daban la bienvenida a su añorado hermano. Fue un espectáculo enternecedor. Todos nos vimos obligados a secarnos las lágrimas. Aquellos seres se profesaban unos a otros un cariño maravilloso.

Por fin, Groaffer Rolm, aún muy emocionado, nos dio las gracias por haberle devuelto a su amigo del alma.

—Tenemos noticias de la princesa Sharadim. Su ejército aguarda tan sólo la apertura del portal. En cuanto se produzca entrarán en nuestro reino, a un kilómetro apenas de Adelstane. También nos han informado de que el otro ejército prosigue su avance, utilizando el cauce de nuestros viejos canales, y llegará aquí hoy mismo. Supongo, Morandi Pag, que coincides con los Mabden: las intenciones de Sharadim son malvadas.

—Los Mabden han dicho la verdad —respondió éste—, pero deben llevar a cabo su misión. Han de ir a Maaschanheem. Desde allí, vía Rootsenheem y Fluugensheem, viajarán a las Marcas Diabólicas.

—¡Las Marcas Diabólicas! —Faladerj Oro se mostró horrorizada—. ¿Quién sería capaz de correr ese riesgo?

—Hay que salvar a los Seis Reinos de Sharadim y sus aliados —dijo Von Bek—. No nos queda otra alternativa.

—Sois verdaderos héroes —dijo Whiclar Hald-Halg. Rió para sí—. ¡Héroes Mabden! Menuda ironía...

—Yo os conduciré al primer portal —afirmó Morandi Pag.

—¿Qué me decís de Sharadim y su ejército? ¿Cómo os enfrentaréis con esa amenaza?

Groaffer Rolm se encogió de hombros.

—Ahora estamos todos reunidos de nuevo, y contamos con nuestro anillo de fuego. Les costará atravesarlo. Y si rompen las defensas de Adelstane, se encontrarán con nosotros. Hay muchas maneras de impedirles el paso.

Jermays el Encorvado se sirvió un vaso de vino.

—Esa mujer corrompe todos los reinos —dijo—. Puede transformar su personalidad para cautivar a cualquier civilización. Lo que está ocurriendo en este reino, también está sucediendo en otras partes, aunque de manera diferente. ¿Cómo podemos hacer frente a eso?

—No es problema nuestro, y tampoco poseemos la capacidad de hacer las guerras de otros reinos —adujo Groaffer Rolm—. Nuestra única esperanza es rechazar el ataque a Adelstane, pero si el Caos irrumpe y se alía con ella, creo que estamos condenados.

Nos despedimos de los príncipes ursinos y Morandi Pag nos guió a lo largo de las antiguas riberas del lento y grandioso río, adentrándonos en las profundas sombras que las paredes montañosas proyectaban por todas partes. Hizo un alto en este punto, y se disponía a hablar, cuando dio la impresión de que las montañas temblaban y la oscuridad se henchía de un brillo blanco que, al aumentar de intensidad, comprobamos que poseía en sí todos los colores. Gradualmente se formaron, en el claro abierto junto al río, un conjunto de seis pilares, los cuales dibujaban un círculo perfecto que conformaba una especie de templete.

—Es un milagro —jadeó Von Bek—. No paro de asombrarme.

Morandi Pag se acarició la frente con una garra blanca.

—Debéis apresuraros —dijo—. Presiento que los ejércitos de los Mabden se aproximan a Adelstane. ¿Irás con ellos, Jermays?

—Deja que me quede aquí. Quiero comprobar si he recuperado mi antigua habilidad de viajar. En tal caso, os seré de mayor utilidad. Hasta la vista, Campeón. Hasta la vista, hermosa dama. Conde Von Bek, ya nos veremos.

Entramos en el espacio limitado por los pilares y casi al instante quedamos mirando hacia arriba, y empezamos a desplazamos en esa dirección.

La sensación de movimiento era extraña, aun sin la aparente solidez de un barco. No carecíamos por entero de peso. Era como si nos deslizáramos por una corriente de agua, aunque el agua no amenazaba con ahogarnos.

Divisé una borrosa luz grisácea frente a nosotros. La cabeza empezó a darme vueltas y, durante unos segundos, tuve la sensación de que una mano suave y gigantesca tiraba de mi cuerpo. Instantes después me encontré sobre tierra firme, rodeado todavía por los pilares luminosos. Alisaard se hallaba a mi lado, y cerca, fascinado, Von Bek. El conde meneó la cabeza, pasmado otra vez.

—Fascinante. ¿Por qué no habrá portales como éste entre mi mundo y las Marcas Intermedias?

—Cada mundo tiene portales que adoptan diferentes formas —le dijo Alisaard—. Esta forma es connatural a los Mundos de la Rueda.

Salimos del círculo de luz y nos encontramos en el paisaje familiar y encapotado de Maaschanheem. Por todas partes se veían extensiones de hierba áspera, cañas, estanques y relumbrantes ciénagas. Aves acuáticas de pálidos colores volaban sobre nuestras cabezas. El terreno llano y las aguas someras se alejaban hasta perderse de vista en el horizonte.

Alisaard rebuscó en su bolsa y sacó un libro de mapas doblados. Se agachó y extendió uno sobre la tierra relativamente seca.

—Tenemos que buscar el fondeadero de El Langostino Herido. Éste es La
Lanza
Risueña. No hay otra solución que ir caminando. Según el plano, existen rutas de acceso que atraviesan los pantanos.

—¿A qué distancia se halla de aquí El Langostino Herido? —preguntó Von Bek.

—Ciento veinte kilómetros.

Algo deprimidos, reemprendimos la marcha.

Apenas habíamos recorrido unos veinticinco kilómetros, cuando vimos un poco más adelante, recortada contra el horizonte, la silueta oscura de un gran casco. Aunque no parecía moverse, echaba más humo de lo normal. Sospechamos que se hallaba en dificultades. Yo prefería alejarme del barco, pero Alisaard opinó que tal vez existía la posibilidad de que la tripulación nos prestara ayuda.

—La mayoría de los pueblos se inclinan a confiar en nosotras, las mujeres de Gheestenheem —adujo.

—¿Os habéis olvidado de lo que sucedió a bordo del
Escudo Ceñudo
? —le recordé—. Al venir en nuestro auxilio, infringisteis las leyes más sagradas de la Asamblea. Sospecho que ya no sois bienvenidas en ninguna parte. Sin duda, esa violación de la diplomacia habrá sido aprovechada por Sharadim, que hará cualquier cosa con tal de conseguir aliados y envenenar las mentes en vuestra contra. En cuanto a nosotros, seremos una presa apetecible para todos los basureros que nos localicen. Voto en contra de llamar la atención de ese barco.

Von Bek forzó la vista y frunció el ceño.

—Tengo el presentimiento de que no representa ningún peligro para nosotros —dijo—. Fijaos. No es humo lo que surge de sus chimeneas. ¡Está ardiendo! ¡Lo están atacando y destruyendo!

Alisaard pareció sobrecogerse más que Von Bek o yo.

—¡Se pelean entre sí! Eso no había sucedido durante siglos. ¿Qué puede significar?

Nos pusimos a correr sobre el blando e irregular terreno, en dirección al casco en llamas.

Vimos lo que sucedía mucho antes de llegar. El fuego devoraba todo el barco. Cuerpos ennegrecidos, retorcidos en mil posturas diferentes de agonía, colgaban sobre las cubiertas humeantes, sostenidos por las barandillas chamuscadas. Pendían como muñecos rotos sobre las vergas destrozadas. El hedor de la muerte surgía de todas partes. Aves carroñeras, gordas como animales domésticos, merodeaban entre el festín de carne. Hombres y mujeres, niños y bebés, todos habían muerto. El casco yacía de costado, encallado y saqueado.

A unos cincuenta metros del barco divisamos algunas siluetas que salían de entre las cañas y se alejaban de nosotros. Varios supervivientes estaban ciegos y los demás les ayudaban, lo que hacía más lenta su marcha.

—No vamos a haceros daño —grité—. ¿Cómo se llama el casco?

Los supervivientes volvieron sus rostros blancos y aterrados hacia nosotros. Vestían con andrajos, envueltos en lo que habían conseguido salvar del desastre. Parecían medio muertos de hambre. La mayoría eran mujeres viejas, pero había algunos jóvenes de uno y otro sexo en el grupo.

Alisaard, siguiendo su costumbre, se cubría el rostro con la visera de marfil. La alzó y dijo con voz suave:

—Somos amigos, buena gente. Queremos ofreceros nuestros nombres.

—Os conocemos a los tres —la atajó una anciana alta, con sorprendente firmeza—. Sois Flamadin, Von Bek y la Mujer Fantasma renegada. Todos proscritos. Quizá enemigos de nuestros enemigos, pero no tenemos motivos para pensar que sois amigos, mucho menos ahora que el mundo traiciona todo lo que amamos. La princesa Sharadim os busca, ¿verdad? Y también ese advenedizo sanguinario de Armiad, su más feroz aliado...

Von Bek, impaciente, dio un paso adelante.

—¿Quiénes sois? ¿Qué ha ocurrido aquí?

La anciana irguió la cabeza.

—Vuestra presencia nos es ingrata. Habéis traído maldad a nuestro reino, la maldad que creíamos exiliada para siempre. Ha vuelto a estallar la guerra entre los cascos.

—Nos hemos visto antes —dije, de repente—. Pero ¿dónde?

La mujer se encogió de hombros.

—Yo era Praz Oniad, consorte del Defensor del Oso Polar, co-capitana y hermana poética de los Laren de Toirset. Y lo que veis aquí es lo que queda de nuestro casco natal, el
Nuevo Razonamiento,
y de nuestras familias. Se ha declarado una segunda guerra entre los cascos, auspiciada por Armiad. Y aunque vosotros no habéis desencadenado esta guerra, se os ha utilizado en parte como pretexto. Al quebrantar las reglas de la Asamblea, provocasteis la mayor incertidumbre.

—¡No podéis responsabilizarnos de las ambiciones de Armiad! —gritó Alisaard—. Existían antes de que hiciéramos lo que hicimos.

—He dicho «pretexto» —continuó Praz Oniad—. Armiad afirmó que otros cascos habían colaborado con las Mujeres Fantasma en el ataque contra el suyo. Eso fue lo que proclamó a los cuatro vientos. Y a continuación argumentó que debía protegerse. Llegaron aliados desde Draachenheem, guerreros avezados en el arte de matar. Mucho antes ya había conseguido aliados entre otros barcos que temían su fuerza y no querían ser destruidos, como le ha ocurrido al nuestro y a otros muchos. Armiad se halla ahora al frente de treinta barcos y ha profanado el Terreno de la Asamblea, convirtiéndolo en un campamento militar, su fortaleza, en la que reside junto con sus aliados de Draachenheem. Los demás cascos han de pagarle un tributo y reconocerle como almirante rey Armiad, un título que fue abolido hace cientos de años.

—¿Cómo es posible que hayan ocurrido tantas cosas en un espacio de tiempo tan corto? —susurró Von Bek en mi oído.

—Se olvida de que el tiempo transcurre a velocidad diferente en los distintos reinos. Por lo visto, han pasado varios meses desde que escapamos de la Asamblea.

—Abrigamos la esperanza de detener a la princesa Sharadim y a sus aliados —informé a la anciana—. Sus planes y los de Armiad se forjaron mucho antes de que tuviéramos conocimiento de ellos. Quieren destruirnos porque conocemos un método de derrotarles.

La anciana nos miró con escepticismo, pero un leve brillo de esperanza asomó a sus cansados ojos.

—Los supervivientes del
Nuevo Razonamiento
no deseamos la venganza. Moriríamos gustosos si eso sirviera para poner fin a esta terrible guerra.

—La guerra amenaza a los Seis Reinos. —Alisaard se acercó a ella y le cogió la mano con ternura—. Bondadosa dama, todo es obra de Sharadim. Cuando su hermano se negó a ser su cómplice, ella le denigró, colocándole fuera de la ley.

La anciana me miró con suspicacia.

—Dicen que este hombre no es el príncipe Flamadin, sino un
doppelganger.
Que, en realidad, se trata del archiduque Balarizaaf del Caos, que ha asumido forma humana. Afirman que el Caos irrumpirá pronto en todos los Reinos de la Rueda.

—Parte de lo que ha llegado a vuestros oídos no carece de fundamento —dije—, pero os aseguro que no simpatizo con el Caos, sino que nuestro propósito es derrotarlo. Y, con ello, esperamos devolver la paz a los Seis Reinos. A tal fin, nos dirigimos hacia el Reino Diabólico...

Praz Oniad lanzó una aguda y amarga carcajada.

—Ningún humano se aventura por propia voluntad en ese reino. ¿Aún más mentiras? No sobreviviréis. Vuestro cerebro se secará. Las ilusiones de ese reino no pueden ser percibidas por los mortales sin volverse locos.

BOOK: El dragón en la espada
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