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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (21 page)

BOOK: El dragón en la espada
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Parecía casi impaciente, como si estuviera hablando con un niño retrasado. Me disculpé por mi pánico. Dije que recordaría sus advertencias y me concentraría exclusivamente en el terreno que se extendía ante mí.

Von Bek comprendió que yo había recibido una suave reprimenda. Se volvió para mirarme cuando reemprendimos la marcha y me guiñó un ojo.

Y en ese momento vi que ponía el pie sobre el extremo de un anillo gris.

—¡Von Bek!

Me miró horrorizado, dándose cuenta de lo que yo había visto. Sus ojos se agrandaron de dolor.

—Dios mío —dijo en voz baja—, mi pantorrilla...

Alisaard se arrojó al suelo, el cuchillo alzado y la mano izquierda extendida ante ella.

La espiral gris oscuro ascendía lenta pero firmemente por la pierna de Von Bek. Yo no distinguía la cabeza, boca ni ojos, pero sabía que el animal reptaba por su cuerpo, buscando los miembros superiores, la cabeza y la cara. Alargué la mano para intentar arrancarle aquello, y entonces brotó un salvaje siseo metálico del interior de la bestia. Otro anillo pareció desprenderse del cuerpo principal, aferrándose a mi muñeca. Le propiné una cuchillada, tratando de cortarlo, pero el arma se demostró ineficaz. Von Bek también hacía uso de su cuchillo, sin que tampoco sirviera de nada. Distinguí la silueta de Alisaard, casi oculta entre la niebla. Continuaba en el suelo, mascullando, maldiciendo de frustración, como si buscara algo que hubiera perdido. Oí el roce de la armadura de marfil contra las rocas. Creo que vi su brazo alzarse y caer. Y la serpiente de humo seguía aferrada a mi brazo y a la pierna de Von Bek al mismo tiempo. Yo estaba casi mareado de terror, y la palidez que cubría el rostro de Von Bek era más intensa que la de la niebla.

Miré el extremo de la espiral, que casi había llegado a mi hombro. En el interior de la bestia, creí ver una tenue insinuación de rasgos. Me miró a la cara, como ofendida por mi descubrimiento. Sentí un agudo dolor en la mejilla, de la que manó sangre. Casi al instante, la cabeza de la serpiente de humo reveló una boca apenas visible pero nítida, de largos y delgados colmillos, vibrantes fosas nasales y una sombra de lengua.

Y, gracias a mi sangre, la cabeza exhibía ahora un delicado y horripilante brillo rosado.

6

La serpiente de humo adquirió en pocos segundos un tono rojizo más oscuro. La otra cabeza había alcanzado y mordido la cara de Von Bek, mientras seguía arrancando de la mía diminutos, casi delicados trozos de carne. Yo sabía que continuaría mordiéndome de esa forma hasta que sólo quedara de mi cabeza una blanca calavera. Creo que grité algo, pero no recuerdo las palabras. Lo más terrorífico de aquella forma de muerte radicaba en que iba a ser lenta. Agité el cuchillo delante de su cabeza, que ahora exhibía unos brillantes ojos de color carmesí, confiando en distraerla, pero hacía gala de una extraña paciencia, como si aguardase a que se produjera una brecha en mis defensas para atacar de nuevo y morderme la cara. Recordé las cicatrices que había observado durante la Asamblea en el rostro de un viajero. Me había preguntado cuál podía ser la causa. Chillé otra vez. Al menos, pensé, era posible escapar de la serpiente de humo. El hombre lo había hecho, a costa de un ojo y la mitad de la cara.

Von Bek también estaba gritando. El triunfo de la bestia parecía inevitable. Se limitaba a esperar, mientras nuestros brazos perdían fuerza y ella se hacía cada vez más visible gracias a la sangre, sin dejar de sujetar nuestros miembros y emitiendo de vez en cuando aquel espantoso siseo metálico.

El animal ya no parecía encolerizado, y ese detalle empeoraba todavía más la experiencia. Supuse que se trataba de un organismo bastante sencillo. Sólo reaccionaba cuando se creía atacado. Si rodeaba algo con sus anillos, saboreaba ese algo. Si sabía bien, ese algo se convertía en su presa. Era probable que ni siquiera recordara ya por qué había atacado a Von Bek. Ahora, ya no tenía motivos para apresurarse. Podía comer con tranquilidad.

Intenté acuchillar de nuevo las fauces provistas de colmillos. La lógica me decía que a un animal capaz de infligir tales heridas debía ser posible devolvérselas, pero no era así. Mis salvajes cuchilladas apenas encontraron resistencia; un tenue polvillo rosado pareció rodear la cabeza, como un halo, durante un momento, antes de reintegrarse al cuerpo del animal.

Todo esto sucedió en cuestión de segundos, por supuesto.

Entretanto, Alisaard continuaba gritando y maldiciendo. Yo no podía verla, sólo oír, como desde muy lejos, el roce de su armadura y sus gruñidos y aullidos animales de frustración.

La cara de Von Bek parecía cubierta de lágrimas de sangre. Churretones rojos resbalaban por sus mejillas. Parte de su oreja izquierda había desaparecido. Tenía una mordedura en el mismo centro de la frente. Respiraba rápida y entrecortadamente. Sus ojos no reflejaban tanto el miedo a la muerte como el horror y la estupidez de aquella forma de morir.

Entonces reparé en que los gritos de Alisaard cambiaban de tono. Se habían transformado casi en aullidos de triunfo. Aún no la veía, a excepción de una mano blanca que asía el cuerpo insustancial de la serpiente de humo. La joven emitió una especie de alarido prolongado. Vi que su cuchillo surgía de la niebla y su otra mano golpeaba en el mismo punto.

La serpiente de humo retrocedió. Por un momento creí que iba a arrancarme un ojo. Levanté la mano para protegerme. Como no veía al reptil, no me habría costado nada pensar que no existía, salvo en mi imaginación. Carecía de peso, pero me aferraba con fuerza.

Von Bek profirió un rugido brutal. Pensé que el animal le había mordido en un punto vital y, sin mirar, me lancé hacia adelante, aunque sabía que no podía salvarle. Recuerdo haber pensado que valía la pena morir en el intento. Ciertas almas siempre encuentran consuelo, incluso en el instante de la muerte más horrible y violenta.

Sentí que dos brazos me rodeaban. Abrí los ojos. Los anillos de la serpiente de humo ya no aprisionaban el cuerpo de Von Bek. Me pregunté si ambos estaríamos muertos, si aquello era una ilusión anodina, en tanto nuestro fluido vital henchía el estómago de nuestra enemiga.

—¡Herr Daker! —exclamó Von Bek, algo sorprendido—. Creo que se ha desmayado, mi señora.

Estaba tendido en el suelo. Vi que mis amigos se inclinaban para examinarme, reflejando diversión y ansiedad al mismo tiempo. Les miré. Me alivió tremendamente saber que estaban vivos. Y volví a experimentar aquella punzada de celos cuando sus cabezas se juntaron sobre la mía.

—No —murmuré—. Debes de ser Ermizhad. Sé Ermizhad un solo momento, mientras muero...

—Es el nombre que ha pronunciado antes —dijo Alisaard.

Pensé que no se mostraban demasiado preocupados por la inminente muerte de su amigo. ¿Estarían muertos ya?

—Es el nombre de una mujer Eldren, como vos —oí que decía Von Bek—. Está enamorado de ella. Lleva eones buscándola; la ha rastreado en muchísimos reinos. Cree que os parecéis a ella.

Las facciones de Alisaard se suavizaron. Se quitó un guante y acarició mi cara.

Moví los labios y dije por segunda vez:

—Ermizhad, antes de morir...

Pero ya había vuelto a la realidad y me di cuenta de que estaba actuando, fingiendo que seguía semiinconsciente con tal de prolongar el momento, de recibir una ternura franca y generosa, como la que me había deparado Ermizhad y yo, confiaba, le había dado a cambio. Hice un gran esfuerzo y declaré con firmeza:

—Disculpadme, mi señora. He recobrado el sentido y me siento mejor. Tal vez tendréis la bondad de decirme cómo es que el conde Von Bek y yo seguimos en el mundo de los vivos.

Von Bek me ayudó a sentarme. La niebla ya no parecía tan espesa. Creí ver, a cierta distancia de la colina, el brillo plateado del agua.

Alisaard se sentó sobre una roca. Tenía a sus pies algo pequeño y desagradable, colocado sobre un fragmento plano de pedernal. Me dio la impresión de que poseía miles de anillos, pero diminutos e inofensivos, a menos que estuvieran envenenados. Golpeó el objeto negro con la punta del cuchillo. Parecía desprovisto de vida. Empezó a desmenuzarse, y algunas partes se transformaron casi al instante en polvillo negro.

—¿No serán los restos de la serpiente de humo? —pregunté, incrédulo.

La joven me miró, se humedeció el labio inferior, enarcó las cejas y asintió con la cabeza.

—Fue derrotada por la más vulgar de las sustancias —dijo Von Bek, contemplando los fragmentos—, a manos de la menos vulgar de las mujeres.

La lisonja agradó a Alisaard.

—Sólo conozco una manera de matar a las serpientes de humo. Hay que localizar su centro. Si se las corta, se crean tantos seres nuevos como pedazos rebanados. Hay que hacerla sangrar y malaria enseguida, antes de que pueda dividirse. La sangre contiene lo que se emplea para destruirla. Por suerte, me acordé a tiempo. Y también por suerte, viajo siempre con provisiones, como todas las mujeres de Gheestenheem.

—Pero ¿qué la mató, lady Alisaard? ¿Cómo salvasteis nuestras vidas, si era inmune a las armas?

Von Bek lanzó una carcajada.

—Le resultará divertido cuando se lo diga. Alisaard, por favor, no le mantengáis más tiempo en la ignorancia. ¡El pobre hombre está agotado!

Alisaard me mostró la palma de la mano izquierda. Tenía en el centro una fina costra blanca.

—Sal. Siempre viajamos con sal.

—¡El maldito bicho reaccionó con la misma rapidez que una vulgar babosa! —Von Bek estaba exultante—. En cuanto localizó el núcleo, haciendo gala de una valentía increíble, Alisaard tuvo que acuchillarla para que derramara sangre y aplicar la sal en el mismo segundo. El núcleo se consumió de inmediato. Y nos salvamos. —Se dio unos golpecitos en las postillas de la cara. Las heridas ya estaban cicatrizando. Quedarían pocas señales. Me consideré afortunado—. A lo sumo, parecerá que hayamos padecido un caso agudo de acné.

Me ayudó a ponerme en pie. Me acerqué a lady Alisaard. Ahora, se parecía más que nunca a mi Ermizhad.

—Os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón, lady Alisaard. Os doy las gracias por haber salvado mi vida.

—Vos habríais dado la vuestra por salvar al conde Von Bek —respondió, mientras lanzaba el núcleo muerto a la niebla—. Por fortuna, sé un poco de estas cosas. —Miró a Von Bek con una mezcla de regocijo y severidad—. Y confiemos en que cierto caballero atienda más a sus pies que a su camarada si vuelve a pasar por aquí.

Von Bek recibió la reprimenda como un ejemplar caballero alemán. Se puso firmes, hizo entrechocar los talones y se inclinó, como reconociendo la justa censura que merecía su insensatez.

Tanto a Alisaard como a mí nos costó reprimir la risa ante esa súbita adopción de maneras formales.

—Vamos —dijo ella—, hemos de darnos prisa para llegar a las laderas inferiores. Allí estaremos fuera de los dominios de las serpientes y podremos descansar sin temor a ser atacados. Ya es demasiado tarde para entrar en la ciudad, pues tienen la costumbre de no aceptar visitantes después del anochecer. Por la mañana, descansados, entraremos, y espero que nos ayuden a encontrar a Morandi Pag.

Dejamos la niebla atrás por fin, y con la llegada del crepúsculo el frío aumentó. Caminamos sobre la blanda y cómoda hierba de la ladera, manteniéndonos muy juntos para darnos algo de calor. Recuerdo que eché un vistazo al valle y vi que se ensanchaba hasta formar una especie de bahía que daba al lago. También divisé luces que parpadeaban y hogueras, tanto en la bahía como a lo largo de la ribera del río. Creí oír voces, pero debía de tratarse de los sonidos emitidos por bandadas de aves carroñeras, negras como el azabache, que volaban hacia sus nidos de los riscos más elevados. La ciudad me sorprendió. No vi edificios de ningún tipo, ni barcos, si bien creí distinguir muelles y malecones a la orilla del agua. Un bosque espeso y profundo, de árboles parecidos a robles, crecía en la ribera más alejada del lago. También se percibían algunas luces en el bosque, como si lo recorriera gente que regresaba a su casa. Busqué en vano las edificaciones. Mientras me sumía en un sueño profundo y reparador, me pregunté si, al igual que las serpientes de humo, la ciudad y sus moradores serían invisibles para el ojo humano. Recordé algo sobre cierto pueblo que era llamado «fantasma» por aquellos que se negaban a comprenderlo, y traté de precisar el recuerdo. Sin embargo, como sucedía a menudo en mi cerebro saturado, no lo conseguí. Tenía algo que ver con Ermizhad, pensé. Ladeé la cabeza y, antes de que la luz se desvaneciera, contemplé el rostro dormido de Alisaard.

Y creo que, en la intimidad de la noche, lloré por Ermizhad antes de que la inconsciencia me arrojara hacia más tormentos. Pues soñé con cien mujeres, cien mujeres traicionadas por hombres belicosos y alocadas empresas heroicas, por sus profundos sentimientos amorosos, por su idealismo romántico. Soñé con cien mujeres. Y sabía el nombre de cada una. Las había amado a todas. Y todas eran Ermizhad. Y las había perdido a todas.

Desperté con el alba y vi que el cielo estaba despejado de nubes y los rayos doradorrojizos del sol incidían en la superficie del lago. Esa explosión de luz contrastaba con el negro y el gris de las montañas y el agua, dotándolas de un acentuado tinte dramático. Casi esperé escuchar música, ver a la gente del valle pasear arriba y abajo, disfrutando de aquel magnífico amanecer, pero sólo oí, procedente de la población cercana, el ruido metálico de los utensilios domésticos, el gañido de un animal, una voz débil.

Aún no veía dónde estaba la ciudad. Supuse que los habitantes eran trogloditas y camuflaban la entrada de sus hogares. Era una costumbre muy común en todos los reinos del multiverso que había visitado. Sin embargo, me sorprendía que comerciantes capaces de viajar a través de los Pilares del Paraíso, a fin de traficar con los reinos vecinos, no vivieran en edificios más civilizados.

Alisaard sonrió cuando expresé en voz alta ese enigma. Me cogió por el brazo y me miró a la cara. Era más joven que Ermizhad y sus ojos poseían un color sutilmente diferente, al igual que su cabello, pero su cercanía me resultó dolorosa.

—Todos los misterios se resolverán en Adelstane —prometió.

Después, enlazó su brazo con el de Von Bek, como una colegiala de paseo, y nos guió por la herbosa pendiente de la colina hacia el poblado. Me detuve un momento antes de continuar. Por un momento había perdido la noción de dónde estaba o quién era. Creí oler el humo de un cigarrillo. Creí oír un autobús de dos pisos en una calle cercana. Me obligué a contemplar el amanecer, las enormes nubes que flotaban al otro lado del lago. Y, por fin, mi mente se serenó. Recordé el nombre de Flamadin. Recordé a Sharadim. Un leve estremecimiento recorrió mi cuerpo. Y después, al menos de momento, me recuperé del todo.

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