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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (18 page)

BOOK: El dragón en la espada
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—Esta mujer ha engañado a casi todo el reino —continuó Ottro—. Nos traerá la ruina y la más negra miseria, lo sé. Es una maestra del engaño. ¿Veis a este muchacho? —Hizo avanzar al joven Federit Shaus—. Muchos le reconoceréis. Es un escudero que se hallaba al servicio del príncipe Flamadin. Vio a la princesa Sharadim envenenando el vino con el que pensaba matar a su hermano. Vio al príncipe caer...

—¿Que yo asesiné a mi hermano? —Sharadim paseó sus ojos atónitos por la asamblea de nobles—. Estoy desconcertada. ¿No dijisteis que este hombre era el príncipe Flamadin?

—Lo soy.

—¿Y estáis muerto, señor?

Las carcajadas atronaron la sala.

—El intento fracasó, señora.

—Yo no asesiné al príncipe Flamadin. Fue él quien atentó contra mi vida, y por eso se exilió. Todo el mundo lo sabe. Los Seis Reinos lo saben. Muchos pensaron que debería haberle matado. Muchos me consideraron demasiado indulgente. Si éste es el príncipe Flamadin, que ha regresado del exilio, está quebrantando la ley y ha de ser arrestado.

—Princesa Sharadim —dije—, os apresurasteis en exceso al juzgarme como un impostor. La reacción normal habría sido asumir que vuestro hermano regresaba...

—Mi hermano tenía sus debilidades, señor, ¡pero no estaba loco!

La respuesta provocó más risas de aprobación entre los congregados, pero muchos dudaban.

—¡Esto no puede continuar así! —gritó el anciano de la corona de conchas—. Como Custodio Hereditario de los Registros, he de ejercer mi autoridad en este asunto. Todo ha de ser sometido a la consideración de la Ley. Se les concederá a todas las partes implicadas la oportunidad de hablar. Estoy seguro de que bastará un solo día para escucharles. Y después, si todo sigue en orden, dará comienzo la coronación. ¿Qué decís, majestad? ¿Damas y caballeros? Si es preciso ahondar en el conflicto para satisfacción de todos nosotros, convoquemos un juicio. A media tarde en esta sala.

Sharadim no podía negarse y, en cuanto a nosotros, el resultado era mejor del que habíamos esperado. Aceptamos al instante.

—¡Sharadim! —grité—. ¿Me concederéis una audiencia en privado? Podéis elegir a tres personas para que os acompañen, y yo haré otro tanto.

Ella titubeó y desvió la vista hacia un extremo de la sala, como si buscara consejo. Después, asintió con la cabeza.

—En la antecámara dentro de media hora —dijo—, pero no me convenceréis, señor, de que sois mi hermano exiliado. No pensaríais que os iba a aceptar como a tal.

—Entonces, ¿qué soy, señora? ¿Un fantasma?

La vi abandonar la sala con sus guardias, entre una profusión de sedas y metal brillante. El Custodio de los Registros nos indicó con un gesto que le siguiéramos por otra puerta lateral, y entramos en una habitación fría, iluminada por una sola ventana redonda. En cuanto hubo cerrado la puerta, suspiró.

—Príncipe Ottro, temía que estuvierais muerto. Y vos también, príncipe Flamadin. Han corrido desagradables rumores. Vuestras palabras de hoy confirman lo que había sospechado sobre esa mujer. Ninguno de los nobles que votaron a favor de coronarla emperatriz son del tipo que yo invitaría de buena gana a mi casa. Se trata de individuos ambiciosos, egoístas, necios, que se creen merecedores de un poder mayor. Eso es lo que ella les habrá ofrecido. Otros, más inocentes, siguieron el ejemplo en aras de un idealismo equivocado. La consideran una especie de diosa viviente, la personificación de todas sus esperanzas y sueños más exaltados. Supongo que su belleza influye mucho. Con todo, no eran necesarias vuestras melodramáticas declaraciones de hoy para convencerme de que nos encontramos al borde de la tiranía absoluta. Ya ha empezado a hablar, si bien con suavidad, de los reinos vecinos que envidian nuestra riqueza, de que deberíamos adoptar más medidas protectoras...

—Los hombres siempre subestiman a las mujeres —dijo Alisaard, con una nota de satisfacción en su voz—, y eso nos permite a veces reunir más poder del que los hombres sospechan. Lo he observado en mis estudios de historia, en mis viajes por los reinos.

—Creedme, señora, yo no la subestimo —dijo el Custodio de los Registros, cerrando la puerta a su espalda e indicándonos que tomáramos asiento alrededor de una larga mesa de roble pulido—. Recordaréis, príncipe Flamadin, que os recomendé más cautela, pero no creísteis en las intrigas de vuestra hermana, en su perfidia. Os trataba como a un niño mimado, un hijo rebelde, más que como a un hermano. Eso os permitió vagar en pos de aventuras de un sitio a otro, mientras ella iba ganándose más aliados. Ni siquiera entonces habríais sospechado el alcance de su maldad de no haber perdido ella la paciencia y ordenado que os casarais con ella, a fin de consolidar su posición. Imaginó que podía controlaros, o al menos manteneros alejado de la corte. En lugar de ello, os opusisteis. Os opusisteis a sus ambiciones, a sus métodos, a su filosofía. Sé que trató de convenceros. ¿Qué sucedió a continuación?

—Intentó matarme.

—Y esparció el rumor de que erais vos quien quería matarla, quien se alzaba contra todos nuestros ideales y tradiciones. Se diría que es la reencarnación de Sheralinn, reina de los valadekanos, que llenaba el foso a intervalos regulares con la sangre de aquellos que consideraba sus enemigos. Ya había adivinado casi todo lo que habéis dicho hoy, pero no me había dado cuenta de que pretendía restaurar vuestra dinastía como emperatriz de Draachenheem. ¿Y afirmáis que busca la ayuda del Caos? El Caos no ha entrado en los Seis Reinos desde la Guerra de las Brujas, hace más de mil años. Está encerrado en el eje, en el Reino Diabólico. Juramos que nunca más le permitiríamos entrar.

—Ha llegado a mis oídos que ya se ha puesto en contacto con Balarizaaf, archiduque del Caos. Busca su ayuda para colmar sus ambiciones.

—¿Y cuál sería el precio del archiduque?

El Custodio de los Registros estaba más preocupado que antes.

—Muy alto, supongo —dijo el príncipe Ottro en voz baja.

Cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto deliberado.

—¿Existen tales seres en verdad? —quiso saber Von Bek—. ¿O habláis en sentido figurado?

—Existen —afirmó con gravedad el Custodio de los Registros—. Su número es incontable. Quieren gobernar el multiverso y aprovechan la locura y los vicios de los hombres con tal fin. Los Señores de la Ley, por otra parte, intentan utilizar el idealismo de la humanidad contra el Caos y para llevar adelante sus propósitos. En el ínterin, la Balanza Cósmica trata de preservar el equilibrio entre ambos. Todo esto es bien sabido por los que reconocen la existencia del multiverso y viajan, al menos hasta cierto punto, entre los reinos.

—¿Conocéis una leyenda referente a una espada, y a un ser que duerme en su interior? —preguntó Von Bek.

—El dragón en la espada. Sí, por supuesto que he oído hablar de la Espada del Dragón. Todas las fuentes coinciden en que es un arma terrible. Forjada por el Caos para conquistar el multiverso. Los Señores del Caos darían mucho por ella...

—¿Podría ser ése el precio exigido por el archiduque Balarizaaf? —insinuó Von Bek.

Me impresionó la rapidez con que había llegado a comprender la lógica que regía ahora nuestras vidas.

—¡Sí, podría ser! —respondió el Custodio de los Registros, abriendo los ojos de par en par.

—Por eso la quiere ella. ¡Por eso se alegró tanto al oírnos hablar de la espada! —Alisaard apretó los puños—. Oh, qué idiotas fuimos al contarle tanto. La persona que buscábamos no nos habría hecho tantas preguntas, pero no caímos en la cuenta.

—¿Conseguisteis comunicaros con ella hasta ese punto? —pregunté, sorprendido.

—Le dijimos todo cuanto sabíamos.

—Y ella poseía, sin duda, información que añadió a la vuestra —dijo Ottro—. ¿Deseabais la Espada del Dragón para negociar con el Caos?

—La queríamos para poder reunimos con nuestro pueblo, que se halla en un reino lejano. Los Eldren no comercian con el Caos.

—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó el Custodio de los Registros—. Hemos de convocar un juicio y demostrar la maldad de Sharadim. Si no lo logramos, si la votación nos es desfavorable, habrá que pensar en otros medios de detenerla.

—Pero nuestro testimonio bastará para convencer a la corte —repuso Alisaard.

Von Bek la miró como si envidiara su inocencia.

—He llegado hace poco de un mundo —dijo— cuyos gobernantes son maestros en hacer verdades de las mentiras y en convertir en abominables mentiras las verdades. No hemos de esperar que nos crean por el simple hecho de que sabemos que somos sinceros.

—El problema es que muchos desean creer que Sharadim es el modelo perfecto de lo que anhelan. A menudo, la gente lucha con todas sus fuerzas por preservar una ilusión, y persigue a los que ponen en tela de juicio esa ilusión.

Seguimos debatiendo la cuestión hasta que el Custodio de los Registros nos dijo que había llegado la hora de entrevistarnos con Sharadim. Alisaard, Von Bek, el príncipe Ottro y yo salimos de la habitación. Acompañados de una escolta atravesamos la sala ahora desierta, todavía llena de pétalos de rosa, subimos una corta escalera, pasamos por una serie de estancias, algunas de las cuales servían de pajarera, y llegamos por fin a una habitación circular. Desde las ventanas se veían los jardines, henchidos de flores, los setos y el patio interior del palacio. La princesa Sharadim nos esperaba sentada. A su derecha tenía a un individuo de larga quijada y lacio cabello claro. Vestía un sobretodo naranja y chaquetón y pantalones amarillos. A la izquierda, algo reclinado en su butaca, había un ser voluminoso y rechoncho, de ojos diminutos y en constante movimiento. Movía la mandíbula lentamente, como una cabra que rumiara. Llevaba un sobretodo malva y las restantes prendas de color azul oscuro. El último era un joven de una apariencia tan degenerada que apenas di crédito a mis ojos. Era casi una parodia del tipo: labios húmedos y gruesos, párpados caídos, piel pálida, manchada y de aspecto enfermizo, músculos y dedos que se crispaban espasmódicamente y rizado cabello rojizo. Se presentaron de una forma hosca y desafiante. El primero era Perichost de Risphert, duque de Orrawh, en el lejano oeste; el segundo, Neterpino Sloch, comandante del ejército de Befeel, y el último, lord Pharl Asclett, príncipe heredero de Skrenaw, más conocido como Pharl de la Palma Pesada.

—Os conozco a todos, caballeros —dijo Ottro con mal disimulado desagrado, antes de presentarnos—. Ya conocéis al príncipe Flamadin. Éste es su amigo, el conde Ulrich von Bek. Por último, lady Alisaard, comandante de legión de Gheestenheem.

Sharadim esperó con impaciencia a que terminara el ceremonial. Se levantó de su silla y, abriéndose paso a empujones entre sus compañeros, se dirigió hacia mí y me miró a los ojos.

—Sois un impostor. Aquí podéis admitirlo. Sabéis, como la mayoría de los que os acompañan, que yo maté al príncipe Flamadin. Es cierto que su cuerpo no se ha corrompido y yace ahora en mis sótanos, pero acabo de venir de allí, ¡y sigue en su sitio! Sé que sois aquel a quien llaman el Campeón, el que invocaban aquellas estúpidas mujeres y al que confundieron conmigo. Y sé lo que intentáis mediante esta farsa...

—Confían en apoderarse de la espada antes que nosotros —interrumpió Pharl, rascándose la palma—, y llegar a un acuerdo con el archiduque.

—Callaos, príncipe Pharl —dijo ella con desprecio—. Vuestra imaginación es notoriamente escasa. ¡No todo el mundo abriga las mismas ambiciones que vos! —Ignoró el rubor que teñía las facciones del joven, y continuó—. ¿Deseáis expulsarme del trono y reinar en mi lugar, o sólo dar al traste con mis planes? ¿Servís todos a la Ley? ¿Os habéis entregado a la causa de combatir al Caos y a sus aliados? Sé algo de vuestra leyenda, Campeón. ¿No es ése vuestro cometido?

—Os permito que hagáis especulaciones, señora, pero no esperéis que las confirme o niegue. No he venido para dotaros de más poder.

—Habéis venido para robarme el que tengo, ¿eh?

—Si abandonáis vuestros planes, si rechazáis cualquier trato con el Caos, si nos decís lo que sabéis de la Espada del Dragón, no me interpondré en vuestro camino. Si, como sospecho, no aceptáis mis condiciones, tendré que luchar contra vos, princesa Sharadim. Y esa lucha acarreará, casi con toda seguridad, vuestra destrucción.

—O la vuestra —repuso ella con calma.

—Yo no puedo ser destruido.

—Me han informado de todo lo contrario —rió la mujer—. Es bastante fácil acabar con ese disfraz, con esa carne que adoptáis. Lo que amáis puede ser aniquilado. Lo que admiráis puede ser corrompido. ¡Vamos, Campeón, es indigno de nosotros andar con tapujos cuando sabemos exactamente de qué estamos hablando!

—Os estaba ofreciendo un trato limpio, señora.

—He recibido otro mejor.

—Los Señores del Caos son notablemente pérfidos. Sus lacayos suelen morir en horrísonas circunstancias...

Me encogí de hombros.

—¿Lacayos? No soy un lacayo del Caos. Me he aliado con cierto individuo.

—Balarizaaf. Os engañará, señora.

—O yo a él.

Su sonrisa rebosaba de orgullo. Había visto a muchos como ella en el pasado. Se creía más lista de lo que era porque les convenía a otros que se empeñara en esa falacia.

—¡Hablo con sinceridad, princesa Sharadim! —Me sentía algo más alarmado, a causa de su falta de inteligencia—. No soy vuestro hermano, es cierto, pero el alma del príncipe se ha mezclado en parte con la mía. Sé que carecéis de la energía necesaria para enfrentaros con el Caos cuando se vuelva contra vos.

—No se volverá contra mí, señor Campeón. Además, mi hermano desconocía mis tratos con el Caos. Habéis obtenido la información de otra persona.

Esas palabras me hicieron reflexionar un poco. Si no hacía uso de los recuerdos de su hermano, debía de recibir mis conocimientos de otras fuentes. Se me ocurrió que tal vez había establecido cierta comunicación telepática con la princesa Sharadim. Por eso sabía lo que pretendía hacer. La idea me desagradó.

Flamadin y Sharadim habían sido gemelos, al fin y al cabo. Yo habitaba un cuerpo que era el duplicado exacto del de Flamadin. Por lo tanto, cabía la posibilidad de que existiera una comunicación entre nosotros. Y si era así, Sharadim estaba tan enterada de mis secretos como yo de los suyos.

Pero lo que más me molestaba era saber que un cuerpo idéntico al mío estaba guardado todavía en los sótanos de Sharadim. Ignoraba por qué me desagradaba tanto la idea, pero un escalofrío recorrió mi espalda. Al mismo tiempo tuve una repentina visión: una pared de cristal rojo pálido, y dentro de ella una espada que emitía destellos verdes y negros, y que en otros momentos parecía arder.

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