Con ambos ojos cerrados y el ojo de mi mente abierto, empecé a caminar, con la esperanza de incitarlo a seguirme. Detrás de mí, su oscuridad se separó de un arce gris en una abertura roja y negra en medio del verde. Esta vez mi rostro permaneció apuntando en dirección contraria.
—Te veo, Matthew —dije en voz baja.
—¿Me ves,
ma lionne?
¿Y qué harás al respecto? —Se rió entre dientes otra vez, pero siguió acechándome, manteniendo una distancia constante entre los dos.
Con cada paso, el ojo de mi mente se hacía más brillante, su visión más aguda. Había un arbusto frondoso a mi izquierda, y me incliné hacia la derecha. Luego apareció una roca delante de mí con sus bordes grises afilados sobresaliendo de la tierra. Levanté el pie para evitar tropezar.
El movimiento de aire sobre mi pecho me indicó que había un claro pequeño. No era sólo la vida del bosque la que me estaba hablando en ese momento, por todas partes los elementos me enviaban mensajes para guiarme en mi camino. Tierra, aire, fuego y agua se conectaban conmigo a través de pequeños destellos de conocimiento, diferentes de la vida en el bosque.
La energía de Matthew se concentró en sí misma y se volvió más oscura y más profunda. Luego su oscuridad —ausencia de vida— describió un arco por el aire en un elegante salto que cualquier león habría envidiado. Estiró sus brazos para agarrarme.
«Vuela», pensé un segundo antes de que sus dedos tocaran mi piel.
El viento se levantó de mi cuerpo en un súbito zumbido de poder. La tierra me soltó con un suave empujón hacia arriba. Tal como Matthew había prometido, era fácil dejar que mi cuerpo siguiera a donde mis pensamientos lo condujeran. No requirió más esfuerzo que seguir una cinta imaginaria hasta el cielo.
Allá lejos, abajo, Matthew dio un salto mortal en el aire y aterrizó suavemente de pie precisamente en el lugar donde yo había estado hacía unos momentos.
Volé alto, por encima de las copas de los árboles, con los ojos muy abiertos. Los sentí llenos de mar, vastos como el horizonte y brillantes con la luz del sol y las estrellas. Mi pelo flotaba con las corrientes de aire y las puntas de cada mechón se convertían en lenguas de fuego que me lamían la cara sin quemarme. Los mechones más pequeños me acariciaban las mejillas con calidez mientras el aire frío pasaba rápidamente. Un cuervo pasó volando junto a mí, asombrado ante esta nueva criatura extraña que compartía su espacio aéreo.
La pálida cara de Matthew estaba vuelta hacia mí, con los ojos maravillados. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió.
Fue la cosa más hermosa que había visto hasta entonces. Sentí una oleada de deseo, fuerte y visceral, y una oleada de orgullo de que él fuera mío.
Mi cuerpo se lanzó hacia Matthew, y su rostro se transformó en un instante. Del asombro pasó a la preocupación. Gruñó, no muy seguro de mí, porque sus instintos le advertían de que yo podía atacar.
Desistí de mi caída en picado y bajé más lentamente hasta que nuestros ojos estuvieron en el mismo nivel, con los pies flameando atrás, dentro de las botas de goma de Sarah. El viento lanzó un mechón de mi pelo suelto en dirección a él.
«No le hagas daño». Todos mis pensamientos estaban concentrados en su seguridad. El aire y el fuego me obedecieron, y mi tercer ojo bebió en su oscuridad.
—Aléjate de mí —graznó—, sólo por un momento. —Matthew estaba luchando por dominar sus instintos de depredador. Él quería cazarme en ese momento. Al rey de la selva no le gustaba ser vencido.
Ignorando su advertencia, bajé mis pies hasta que flotaron a unos centímetros sobre la tierra y estiré la mano con la palma vuelta hacia arriba. El ojo de mi mente se llenó con mi propia energía: un torrente cambiante de plata y oro, verde y azul, que brillaba como un lucero del alba. Cogí un poco de ella y observé cómo rodaba desde mi corazón a través del hombro y el brazo.
Una pelota palpitante de cielo, mar, tierra y fuego permaneció girando sobre la palma de mi mano. Los filósofos antiguos lo habrían llamado un microcosmos, un pequeño mundo que contenía fragmentos de mí tanto como del universo más grande.
—Para ti —dije con voz hueca. Estiré mis dedos hacia él.
Matthew cogió la pelota al vuelo. Se movió como el mercurio, amoldándose a su carne fría. Mi energía llegó a un tembloroso reposo en el hueco de su mano.
—¿Qué es? —preguntó, distraído de su impulso de cazar por la brillante sustancia.
—Yo —respondí simplemente. Matthew fijó su atención en mi rostro y sus pupilas envolvieron los iris gris verdoso en una ola negra—. No me harás daño. Yo tampoco te haré daño a ti.
El vampiro balanceó mi microcosmos cuidadosamente en su mano, temeroso de derramar una gota.
—Todavía no sé cómo luchar —dije con tristeza—. Lo único que puedo hacer es escapar volando.
—Ésa es la lección más importante que aprende un guerrero, bruja. —Matthew convirtió aquella palabra, generalmente un término despectivo entre los vampiros, en una palabra de cariño—. Uno aprende a elegir las batallas y a abandonar aquellas que no puede ganar; de ese modo se puede seguir combatiendo otro día.
—¿Me tienes miedo? —pregunté, con mi cuerpo todavía en el aire.
—No —respondió.
Mi tercer ojo hormigueaba. Estaba diciendo la verdad.
—¿Aunque tenga eso dentro de mí? —Mi mirada se dirigió parpadeando hacia la masa luminosa y palpitante en su mano.
La expresión de Matthew era de precaución y cautela.
—Ya he visto brujas poderosas anteriormente. Sin embargo, todavía no sabemos todo lo que hay dentro de ti. Tenemos que descubrirlo.
—Yo nunca quise saberlo.
—¿Por qué, Diana? ¿Por qué no querías estos dones? —Apretó con fuerza la mano, como si mi magia pudiera serle arrebatada y destruida antes de que él pudiera comprender sus posibilidades.
—¿Miedo? ¿Deseo? —dije en voz baja, tocando sus fuertes pómulos con las puntas de mis dedos, nuevamente sorprendida por el poder de mi amor hacia él. Recordé lo que había escrito su amigo el daimón Bruno en el siglo XVI y lo cité otra vez—: «El deseo me alienta, así como el miedo me ata». ¿Acaso eso no explica todo lo que ocurre en el mundo?
—Todo, pero no te explica a ti —replicó a media voz—. No hay modo de explicarte a ti.
Mis pies tocaron el suelo y retiré los dedos de su cara, estirándolos lentamente. Mi cuerpo parecía conocer aquel suave movimiento, aunque mi mente fue rápida para registrar algo extraño allí. La parte de mí que le había dado a Matthew saltó de su mano a la mía. Mi palma se cerró en torno a ella y la energía fue rápidamente reabsorbida. Hubo un hormigueo de poder de bruja y lo reconocí como mío. Incliné la cabeza, asustada por la criatura en la que me estaba convirtiendo.
El extremo del dedo de Matthew echó a un lado mi cabello.
—Nada te apartará de esta magia…, ni la ciencia, ni la fuerza de voluntad, ni la concentración.
Siempre te encontrará. Y tampoco puedes esconderte de mí.
—Eso es lo que dijo mi madre en la mazmorra. Ella sabía de nosotros. —Asustada por el recuerdo de La Pierre, el ojo de mi mente se cerró de manera protectora. Me estremecí, y Matthew me atrajo hacia él. No era más cálido estar en sus brazos fríos, pero me hacía sentirme mucho más segura.
—Quizás eso hizo que fuera más fácil para ellos saber que no ibas a estar sola —dijo Matthew en voz baja. Sus labios estaban fríos y firmes, y los míos se abrieron para atraerlo más cerca de mí. Él sepultó su cara en mi cuello y lo escuché inhalar mi olor con una fuerte inspiración. Se apartó con reticencia, alisándome el pelo y ajustando más el anorak sobre mi cuerpo.
—¿Me vas a entrenar para el combate, como si fuera uno de tus caballeros?
Matthew detuvo sus manos.
—Ellos sabían cómo defenderse mucho antes de venir a mí. Pero he entrenado a guerreros en el pasado…, humanos, vampiros, daimones. Incluso a Marcus, y Dios sabe que eso fue un verdadero desafío. Pero nunca entrené a una bruja.
—Volvamos a casa. —Mi tobillo todavía latía y yo estaba a punto de caerme por la fatiga. Después de algunos pasos vacilantes, Matthew me cargó en su espalda como a un niño y caminó a través del crepúsculo con mis brazos agarrados alrededor de su cuello—. Gracias otra vez por encontrarme —susurré cuando vimos la casa. Él sabía que esta vez yo no estaba hablando de La Pierre.
—Había dejado de buscar hacía mucho. Pero allí estabas tú, en la Biblioteca Bodleiana, el día de la fiesta de Mabon. Una historiadora. Una bruja, nada menos. —Matthew sacudió la cabeza sin acabar de creérselo.
—Eso es lo que lo hace mágico —dije, dándole un beso suave por encima del cuello. Él todavía estaba ronroneando cuando me dejó sobre el suelo del porche trasero.
Matthew se dirigió a la leñera para traer más troncos para el fuego, dejándome a solas para que hiciera las paces con mis tías. Ambas parecían inquietas.
—Comprendo por qué lo mantuvisteis en secreto —expliqué dándole un abrazo a Em que le hizo ahogar un gritito de alivio—, pero mi madre me ha dicho que el tiempo de los secretos ha terminado.
—¿Has visto a Rebecca? —preguntó Sarah con cautela y la cara pálida.
—En La Pierre. Cuando Satu trató de asustarme para que cooperara con ella. —Hice una pausa—. Mi padre también estaba.
—Ella estaba…? Eran felices? —Sarah dejó salir las palabras que la ahogaban. Mi abuela estaba de pie detrás de ella, observando preocupada.
—Estaban juntos —respondí sencillamente, y miré por la ventana para ver si Matthew regresaba a casa.
—Y estaban contigo —dijo Em firmemente, con los ojos muy abiertos—. Eso quiere decir que eran más que felices.
Mi tía abrió la boca para decir algo, lo pensó mejor y la cerró otra vez.
—¿Qué, Sarah? —pregunté, poniéndole una mano sobre su brazo.
—¿Rebecca te habló? —Su voz era un murmullo.
—Me contó cuentos. Los mismos cuentos que me contaba cuando yo era una niña…, sobre brujas y príncipes y un hada madrina. Aunque mi madre y mi padre me habían encantado, ella trató de encontrar una manera para hacerme recordar mi magia. Pero yo quería olvidarla.
—Aquel último verano, antes de que tus padres fueran a África, Rebecca me preguntó qué era lo que dejaba una impresión más duradera en los niños. Le dije que eran los cuentos que sus padres les leían por la noche, y todos los mensajes de esperanza, de fuerza y de amor que se escondían en ellos. —A Em se le llenaron los ojos de lágrimas, que trató inútilmente de secar.
—Tenías razón —le dije en voz baja.
Aunque las tres brujas habían hecho las paces, cuando Matthew entró en la cocina con sus brazos cargados de leña, Sarah lo atacó.
—Nunca más vuelvas a pedirme que ignore los gritos de Diana suplicando ayuda, y nunca más vuelvas a amenazarla otra vez, sea cual sea la razón. Si lo haces, te lanzaré un hechizo que te hará desear no haber renacido nunca. ¿Lo entiendes, vampiro?
—Por supuesto, Sarah —murmuró delicadamente Matthew, en una perfecta imitación de Ysabeau.
Cenamos en la mesa de la sala de estar. Matthew y Sarah estaban en un incómodo estado de distensión, pero hubo una amenaza de declaración de guerra cuando mi tía vio que no había ni un solo trozo de carne a la vista.
—Estás fumando como una chimenea —dijo Em pacientemente cuando Sarah se quejó por la falta de comida «decente»—. Tus arterias me lo agradecerán.
—No lo has hecho por mí —reaccionó Sarah, lanzando a Matthew una mirada acusatoria—, sino para que él no sintiera el impulso de morder a Diana.
Matthew sonrió con amabilidad y sacó el corcho de una botella que había traído del Range Rover.
—¿Vino, Sarah?
Ella miró la botella con desconfianza.
—¿Es importado?
—Es francés —dijo, vertiendo el líquido rojo profundo en su vaso de agua.
—No me gustan los franceses.
—No creas todo lo que lees. Somos mucho más agradables de lo que dicen por ahí —replicó, haciendo que ella sonriera a regañadientes—. Confía en mí, llegarás a querernos. —Como para confirmarlo,
Tabitha
saltó a su hombro desde el suelo y se quedó allí como un loro durante el resto de la comida.
Matthew bebió su vino y habló sobre la casa, preguntándoles a Sarah y a Em sobre el estado de la granja y la historia del lugar. Yo me limité a observar a aquellas tres criaturas a las que tanto amaba y a devorar grandes cantidades de pimientos y pan de maíz.
Cuando por fin subimos a acostarnos, me deslicé desnuda entre las sábanas, desesperada por sentir su cuerpo frío contra el mío. Él también se metió en la cama conmigo y me atrajo hacia su piel igualmente desnuda.
—Estás cálida —dijo, acurrucándose con más fuerza contra mí.
—¡Hum! Hueles bien —dije, con la nariz apretada contra su pecho. La llave giró por sí misma en la cerradura. La encontré allí cuando me desperté aquella tarde—. ¿Estaba la llave en el escritorio?
—La casa la tenía. —La risa de él rugió debajo de mí—. Salió veloz de las tablas del suelo junto a la cama volando en ángulo, golpeó la pared sobre el interruptor de la luz y se deslizó al suelo. Como no la recogí inmediatamente, atravesó volando la habitación y cayó en mi regazo.
Me reí mientras sus dedos se movían alrededor de mi cintura. Evitó deliberadamente las marcas de Satu.
—Tú tienes tus cicatrices de batalla —dije, esperando calmarlo—. Ahora yo tengo las mías.
Sus labios se encontraron con los míos sin perderse en la oscuridad. Movió una mano hacia la parte baja de mi espalda, cubriendo la luna creciente. Dejó que la otra se desplazara entre mis omóplatos, ocultando la estrella. No fue necesaria ninguna magia para comprender su dolor y su pesar. Era evidente en todo: en su contacto amable, en las palabras que murmuró en la oscuridad y en su cuerpo, tan sólido junto al mío. Gradualmente fue dejando desaparecer lo peor de su miedo y su cólera. Nos rozamos con los labios y los dedos, y nuestra urgencia inicial fue disminuyendo para prolongar el placer del reencuentro.
Las estrellas cobraron vida en el momento de mi máximo placer, y algunas todavía colgaban del techo, echando chispas y arrojando fuera los restos de sus fugaces vidas mientras yacíamos tendidos el uno en brazos del otro, a la espera de que la mañana nos encontrara.
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M
atthew me dio un beso en el hombro antes de que saliera el sol, y luego se deslizó escaleras abajo. Notaba en mis músculos una mezcla poco habitual de rigidez y relajación. Finalmente me arrastré fuera de la cama y fui a buscarlo.