Pero encontré a Sarah y a Em. Estaban de pie junto a la ventana trasera, cada una con una humeante taza de café. Eché un vistazo por encima de sus hombros y fui a llenar la tetera. Matthew podía esperar, el té no.
—¿Qué estáis mirando? —Esperaba que mencionaran algún extraño pájaro.
—A Matthew.
Retrocedí unos pasos.
—Lleva dos horas ahí fuera. No creo que haya movido un solo músculo. Un cuervo pasó volando. Creo que planea posarse sobre él —continuó Sarah, tomando un sorbo de su café.
Matthew permanecía allí con los pies en la tierra y los brazos estirados levantados al nivel de los hombros, con los índices y los pulgares tocándose suavemente. Con su camiseta gris y pantalones de yoga negros, parecía un espantapájaros bien vestido e inusualmente robusto.
—¿Debemos preocuparnos por él? Está descalzo. —Em miró a Matthew por encima del borde de su taza de café—. Debe de estar helado.
—Los vampiros se queman, Em. No se congelan. Entrará cuando esté preparado.
Después de llenar la tetera, preparé el té y me uní a mis tías, mirando a Matthew en silencio. Cuando iba por mi segunda taza, bajó finalmente los brazos y se inclinó doblando la cintura. Sarah y Em se apartaron apresuradamente de la ventana.
—Él sabe que lo hemos estado mirando. Es un vampiro, ¿recordáis? —Me reí y me puse las botas de Sarah sobre mis calcetines de lana y un viejo par de
leggings,
y salí caminando con torpeza.
—Gracias por ser tan paciente —dijo Matthew, después de recibirme en sus brazos y darme los buenos días con un beso.
Yo todavía tenía en la mano mi taza, y había estado a punto de derramar el té sobre su espalda.
—La meditación es el único descanso que tienes. No pienso interrumpirte en eso. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Desde el amanecer. Necesitaba tiempo para pensar.
—La casa provoca ese efecto en las personas. Hay demasiadas voces, demasiada actividad. — Hacía frío, y me acurruqué dentro de mi sudadera con el desteñido gato montés granate dibujado en la espalda.
Matthew tocó los círculos oscuros debajo de mis ojos.
—Todavía estás muy cansada. Pero el yoga no te haría ningún daño, ya lo sabes.
Había dormido de manera irregular, con muchos sueños, con fragmentos de poesía alquímica y con invectivas masculladas dirigidas a Satu. Incluso había visto a mi abuela preocupada. Se había pasado la noche apoyada en la cómoda con expresión atenta mientras Matthew me calmaba para que volviera a dormir.
—Me han prohibido terminantemente hacer yoga durante una semana.
—¿Y tú obedeces a tu tía cuando pone esas reglas? —Matthew enarcó una ceja con expresión interrogante.
—Por lo general, no. —Me reí, agarrándolo de la manga para arrastrarlo adentro.
Matthew me quitó el té de las manos y en un instante me estaba levantando de las botas de Sarah. Me colocó el cuerpo y permaneció detrás de mí.
—¿Tienes los ojos cerrados?
—Ahora sí —respondí, cerrando los ojos y clavando los dedos de los pies a través de mis calcetines en la tierra fría. Las ideas corrían por todas partes en mi mente como gatitos juguetones.
—Estás pensando —dijo Matthew con impaciencia—. Limítate a respirar.
Mi mente y mi respiración se serenaron. Matthew me levantó los brazos, presionando mis pulgares contra las puntas de mis dedos anulares y meñiques.
—Ahora parezco un espantapájaros también —dije—. ¿Qué estoy haciendo con mis manos?
—Prana mudra —explicó Matthew—. Estimula la fuerza vital y es bueno para la curación.
Mientras estaba de pie con los brazos extendidos y las palmas mirando al cielo, el silencio y la paz se abrieron paso a través de mi cuerpo maltrecho. Al cabo de cinco minutos, la tensión entre mis ojos desapareció y el ojo de mi mente se abrió. Se produjo un sutil cambio en mi interior, un movimiento de ida y vuelta, como agua golpeando sobre la orilla. Con cada respiración mía, una gota de agua pura y fría se formaba en la palma de mi mano. Mi mente siguió resueltamente en blanco, despreocupada de que pudiera verme envuelta en un manantial de brujos, incluso cuando el nivel del agua en mis manos crecía lentamente.
El ojo de mi mente brilló, concentrándose en mi entorno. Al hacerlo, vi los campos alrededor de la casa con una perspectiva desconocida hasta entonces. El agua corría debajo de la superficie del suelo en profundas venas azules. Las raíces de los manzanos se extendían hasta ellas y finas redes de agua brillaban en las hojas movidas con la brisa matutina. Debajo de mis pies, el agua fluía hacia mí, tratando de comprender mi conexión con su poder.
Respiré tranquilamente, inhalando y exhalando. El nivel de agua en mis palmas aumentó y disminuyó en respuesta a las mareas cambiantes dentro y debajo de mí. Cuando ya no pude controlar el agua, los mudras se abrieron y el agua cayó en cascada desde mis palmas abiertas. Me quedé de pie, en medio del jardín trasero, con los ojos abiertos y los brazos extendidos, con un pequeño charco de agua en el suelo, debajo de cada mano.
Mi vampiro se encontraba a más de tres metros de mí con expresión de orgullo en el rostro y los brazos cruzados. Mis tías estaban en el porche trasero, asombradas.
—Eso ha sido impresionante —murmuró Matthew, agachándose para recoger la taza de té, helada como una piedra—. Vas a ser tan buena en esto como lo eres en tus investigaciones, ¿sabes? La magia no es sólo emocional y mental…, es también algo físico.
—¿Has entrenado a brujas antes? —Me volví a poner las botas de Sarah mientras mi estómago protestaba.
—No. Tú eres la única. —Matthew se rió—. Y sí, sé que estás hambrienta. Hablaremos más de esto después del desayuno. —Me dio la mano y caminamos juntos hacia la casa.
—¿Sabes que podrías hacer mucho dinero con el manantial de brujos? —gritó Sarah cuando nos acercamos—. Todos en la ciudad necesitan un nuevo pozo, y el viejo Harry fue enterrado con su varilla de zahorí cuando murió el año pasado.
—No necesito una varilla de zahorí…, yo misma soy una varilla de zahorí. Y si estás pensando en cavar, hazlo allí. —Señalé hacia un grupo de manzanos que parecían menos escuálidos que el resto.
Una vez dentro, Matthew hirvió agua para mi té antes de dirigir su atención al
Syracuse Post-Standard
. No podía competir con
Le Monde,
pero parecía contento. Con mi vampiro ocupado, comí un montón de rebanadas de pan caliente salidas de la tostadora. Em y Sarah volvieron a llenar sus tazas de café y miraban mis manos preocupadas cada vez que me acercaba a los aparatos eléctricos.
—Ésta va a ser una mañana de tres cafeteras —anunció Sarah, sacando los posos de café de la cafetera. Miré a Em alarmada.
«Es en su mayor parte café descafeinado —dijo sin hablar, con los labios apretados silenciosamente divertida—. Lo he estado adulterando durante años». Como los mensajes de texto, el discurso silencioso era útil si uno quería mantener una conversación privada en esa casa.
Con una gran sonrisa, me concentré en la tostadora. Cogí lo que quedaba de mantequilla para ponerla sobre mis tostadas y me pregunté sin pensar demasiado si habría más.
Un bote de plástico apareció junto a mi codo.
Me giré para darle las gracias a Em, pero ella estaba en el otro lado de la cocina. Entonces había sido Sarah. Matthew levantó la vista de su periódico y miró hacia el frigorífico.
La puerta estaba abierta, y las mermeladas y las mostazas se estaban acomodando en el último estante. Cuando estuvieron en su sitio, la puerta se cerró silenciosamente.
—¿Eso ha sido obra de la casa? —preguntó Matthew con toda tranquilidad.
—No —respondió Sarah, mirándome con interés—. Eso ha sido obra de Diana.
—¿Qué ha ocurrido? —dije entre dientes, mirando la mantequilla.
—Dínoslo tú —dijo Sarah resueltamente—. Estabas jugueteando con tu novena tostada cuando el frigorífico se ha abierto y la mantequilla ha salido volando.
—Lo único que he hecho ha sido preguntarme si habría más. —Cogí el recipiente vacío.
Em aplaudió encantada ante mi señal de poder, y Sarah insistió en que tratara de sacar otra cosa de la nevera. Pero nada de lo que intenté hacer salir me obedeció.
—Prueba con las alacenas —sugirió Em—. Las puertas no son tan pesadas.
Matthew había estado observando esa actividad con interés.
—¿Te preguntaste simplemente por la mantequilla porque la necesitabas?
Asentí con la cabeza.
—Y cuando volaste ayer, ¿le ordenaste al aire que cooperara?
—Pensé: «Vuela» y volé. Y lo cierto es que necesitaba hacerlo más de lo que necesitaba la mantequilla…, tú estabas a punto de matarme. Otra vez.
—¿Diana voló? —preguntó Sarah con voz trémula.
—¿Hay algo que necesites ahora? —preguntó Matthew.
—Necesito sentarme. —Sentía que mis rodillas se tambaleaban un poco.
Un taburete de la cocina se movió sobre el suelo y se detuvo servicialmente detrás de mí.
Matthew sonrió satisfecho y cogió el periódico.
—Lo que había pensado —murmuró, volviendo a concentrarse en los titulares.
Sarah le arrancó el periódico de las manos.
—Deja de sonreír como el gato de Cheshire. ¿Qué es lo que habías pensado?
Ante la mención de otro miembro de su especie,
Tabitha
entró orgullosa en la casa por la gatera. Con una expresión de total devoción, dejó caer un pequeño ratón de campo muerto a los pies de Matthew.
—
Merci, ma petite
—agradeció Matthew en tono serio—. Lamentablemente, no tengo hambre en este momento.
Tabitha
aulló frustrada y arrastró su ofrenda a un rincón, donde lo castigó golpeándolo entre sus garras por no complacer a Matthew.
Impertérrita, Sarah repitió su pregunta:
—¿Qué es lo que habías pensado?
—Los hechizos que Rebecca y Stephen lanzaron aseguran que nadie pueda forzar la magia de Diana. Su magia está envuelta por la necesidad. Muy astuto. —Estiró su periódico arrugado y reanudó la lectura.
—Astuto e imposible —protestó Sarah.
—Imposible no —respondió él—. Sólo tenemos que pensar como sus padres. Rebecca había visto lo que iba a ocurrir en La Pierre…, no en cada detalle, pero ella sabía que su hija iba a estar cautiva de una bruja. Rebecca también sabía que iba a escapar. Ésa es la razón por la que el encantamiento se mantuvo firme. Diana no necesitaba su magia.
—¿Cómo se supone que podemos enseñarle a Diana a controlar su poder si no puede darle órdenes? —quiso saber mi tía.
La casa no nos dio ninguna oportunidad de considerar las opciones. Se oyó un ruido como el disparo de un cañón, seguido por un taconeo.
—¡Demonios! —gruñó Sarah—. ¿Qué es lo que quiere ahora?
Matthew dejó el periódico.
—¿Ocurre algo malo?
—La casa nos necesita. Cierra de golpe las puertas de la sala de estar y luego cambia de lugar los muebles para atraer nuestra atención. —Lamí la mantequilla de mis dedos y caminé en silencio por la sala. Las luces parpadearon en el salón principal.
—Muy bien, muy bien —dijo Sarah de mal humor—. Ahora vamos.
Seguimos a mis tías hasta la sala. La casa envió un sillón arrastrándose por el suelo en dirección a mí.
—Quiere a Diana —explicó Emily innecesariamente.
La casa podía quererme a mí, pero no había previsto la interferencia de un vampiro protector con rápidos reflejos. Matthew estiró un pie y detuvo al sillón antes de que me golpeara detrás de las rodillas. Se oyó un crujido de madera vieja sobre huesos fuertes.
—No te preocupes, Matthew. La casa sólo quiere que me siente. —Así lo hice, a la espera de su próxima jugada.
—La casa tiene que aprender mejores modales —replicó él.
—¿De dónde ha salido la mecedora de mi madre? Nos deshicimos de ella hace muchos años —dijo Sarah, frunciendo los labios en dirección al viejo sillón cerca de la ventana del frente.
—La mecedora ha vuelto, y también la abuela —dije—. Nos saludó cuando llegamos.
—¿Estaba Elizabeth? —Em se sentó en el incómodo sofá victoriano—. ¿Alta? ¿De expresión grave?
—Sí. Aunque no logré verla bien. Permaneció más bien detrás de la puerta.
—No hay muchos fantasmas por aquí últimamente —dijo Sarah—. Creemos que es una prima lejana de los Bishop que murió en la década de 1870.
Una pelota de lana verde y dos agujas de tejer cayeron de la chimenea y rodaron sobre el hogar.
—¿La casa piensa que debo empezar a tejer? —pregunté.
—Eso es mío…, empecé a hacer un suéter hace algunos años, y un día desapareció. La casa se apodera de toda clase de cosas y las guarda —le explicó Emily a Matthew mientras recuperaba sus agujas y la lana. Hizo un gesto hacia el horrible tapizado floral del sofá—. Ven y siéntate conmigo. A veces la casa se toma su tiempo en vez de ir al grano. Además, también faltan algunas fotografías, una guía telefónica, la fuente para servir el pavo y mi abrigo de invierno favorito.
No era sorprendente que a Matthew le resultara difícil relajarse, dado que una fuente de porcelana podría decapitarlo, pero hizo todo lo posible. Sarah se sentó en una silla Windsor que estaba cerca con expresión irritada.
—Vamos, dinos qué pasa —espetó varios minutos después—. Tengo muchas cosas que hacer.
Un grueso sobre marrón salió lentamente por una grieta en el panel pintado de verde junto a la chimenea. Apenas quedó libre, voló por toda la sala de estar y aterrizó, con el frente hacia arriba, en mi regazo.
La palabra «Diana» estaba escrita con bolígrafo azul en la parte delantera. Pude reconocer la letra pequeña y femenina de mi madre que había visto tantas veces en autorizaciones para el colegio y felicitaciones de cumpleaños.
—Es de mamá. —Miré a Sarah, asombrada—. ¿Qué es?
Ella se mostró igualmente sobresaltada.
—No tengo ni la menor idea.
En el interior había un sobre más pequeño y algo cuidadosamente envuelto en varias capas de papel de seda. El sobre era verde claro, con un verde más oscuro en los bordes. Mi padre me había ayudado a escogerlo para el cumpleaños de mi madre. Tenía un ramo de lirios del valle blancos y verdes en ligero relieve en la esquina de cada página. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Quieres que te dejemos sola? —preguntó Matthew en voz baja, ya de pie.
—Quédate, por favor.
Sin dejar de temblar, rompí el sobre para abrirlo y desdoblé los papeles que había dentro. La fecha que aparecía bajo el lirio del valle —13 de agosto de 1983— atrajo mi atención inmediatamente.