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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (55 page)

«Compórtate», respondí bruscamente; me acerqué y puse el espolón de ella contra mi rodilla.

—Georges se ha encargado de eso —informó Ysabeau en un tono de aburrimiento.

—No monto caballos que no he comprobado yo misma. —Revisé los cascos de
Rakasa,
pasé las manos sobre sus riendas y deslicé mis dedos por debajo de la silla de montar.

—Philippe tampoco lo hacía. —La voz de Ysabeau tenía una nota de respeto a regañadientes. Con impaciencia mal disimulada, me observó hasta que terminé. Cuando estuve lista, llevó a
Fiddat
hacia unos escalones y esperó que yo la siguiera. Después de ayudarme a subir en el extraño artilugio que era aquella silla de montar, saltó sobre su propio caballo. La miré y supe que pasaría una mañana especial. A juzgar por su manera de montar, Ysabeau era mejor amazona que Matthew jinete, y él era el mejor que yo había conocido.

—Da una vuelta —ordenó Ysabeau—. Tengo que asegurarme de que no te caigas y te mates.

—Ten un poco de confianza, Ysabeau. —«No me dejes caer, y me aseguraré de que recibas una manzana todos los días durante el resto de tu vida», le imploré a
Rakasa.
Las orejas de mi montura fueron hacia delante y luego hacia atrás, y dejó escapar un relincho suave. Dimos un par de vueltas en el picadero antes de detenerme tranquilamente delante de la madre de Matthew—. ¿Satisfecha?

—Eres mejor amazona de lo que esperaba —admitió—. Probablemente hasta podrías saltar, pero le prometí a Matthew que no lo íbamos a hacer.

—Veo que se las arregló para sacarte una buena cantidad de promesas antes de partir — farfullé, esperando que no me escuchara.

—En efecto —admitió resueltamente—. Algunas más difíciles de mantener que otras.

Pasamos por el portón abierto del picadero. Georges se tocó la gorra al pasar Ysabeau y cerró el portón cuando salimos, mientras sonreía y sacudía la cabeza.

La madre de Matthew me llevó por un terreno relativamente plano mientras me acostumbraba a la extraña silla de montar. El truco era mantener el cuerpo firme aunque tuviera la sensación de estar descentrada.

—Esto no es tan malo —dije al cabo de unos veinte minutos.

—Es mejor ahora que estas sillas tienen dos pomos —precisó Ysabeau—. Antes, todas las jamugas tenían que ser conducidas por un hombre. —Su desagrado era perceptible—. Hasta que la reina italiana no puso un pomo y un estribo en su silla de montar no pudimos controlar nosotras mismas nuestros caballos. La amante de su marido montaba a horcajadas, de modo que podía acompañarle cuando él hacía ejercicio. A Catalina la dejaban en casa, lo cual es siempre muy desagradable para una esposa. —Me lanzó una mirada fulminante—. La puta de Enrique se llamaba igual que la diosa de la caza, como tú.

—No me habría atrevido a contrariar a Catalina de Medici. —Sacudí la cabeza.

—La amante del rey, Diana de Poitiers, era peligrosa —dijo misteriosamente Ysabeau—. Era una bruja.

—¿Literal o metafóricamente hablando? —pregunté con interés.

—Ambas cosas —respondió la madre de Matthew en un tono de extrema acidez. Me reí. Ysabeau se mostró sorprendida, y luego hizo lo mismo.

Cabalgamos un poco más lejos. Ysabeau olfateó el aire y se alzó sobre su silla con el rostro alerta.

—¿Qué pasa? —pregunté con preocupación mientras mantenía a
Rakasa
con las riendas tensas.

—Un conejo. —Picó con los talones a
Fiddat
para que fuera a medio galope. La seguí de cerca, porque no quería comprobar si era tan fácil perderse en el bosque como Matthew había sugerido.

Corrimos veloces por entre los árboles hasta salir a campo abierto. Ysabeau frenó a
Fiddat
y yo me detuve junto a ella.

—¿Has visto alguna vez a un vampiro cuando mata? —preguntó Ysabeau, observando atentamente mi reacción.

—No —admití con calma.

—Los conejos son pequeños. Así que empezaremos por ahí. Espera aquí. —Saltó de la silla de montar y se dejó caer con ligereza al suelo.
Fiddat
permaneció obedientemente en su lugar, mirando a su dueña—. Diana —dijo con brusquedad, sin quitar ni por un momento los ojos de su presa—, no te acerques a mí mientras estoy cazando o comiendo. ¿Comprendes?

—Sí. —Mi mente se desbocó considerando las implicaciones. ¿Iba Ysabeau a perseguir a un conejo, lo iba a matar e iba a beber su sangre delante de mí? Permanecer lejos parecía una excelente sugerencia.

La madre de Matthew corrió por el campo cubierto de hierba, moviéndose tan rápido que era imposible seguirla con la mirada. Disminuyó la velocidad tal como hace un halcón en el aire antes de lanzarse en picado hacia la presa, luego se agachó y agarró un conejo asustado por las orejas. Ysabeau lo alzó triunfalmente antes de hundir los dientes directamente en su corazón.

Los conejos pueden ser pequeños, pero tienen asombrosamente mucha sangre si uno los muerde mientras todavía están con vida. Era horroroso. Ysabeau chupó la sangre del animal, que dejó de luchar rápidamente, luego se limpió la boca con su pelaje y arrojó el cuerpo muerto del conejo sobre la hierba. Tres segundos después saltaba otra vez a la silla. Sus mejillas estaban ligeramente enrojecidas, y sus ojos centelleaban más de lo habitual. Cuando estuvo sobre el caballo, me miró.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Buscamos algo que llene un poco más o prefieres regresar a casa?

Ysabeau de Clermont me estaba probando.

—Después de ti —dije con seriedad, tocando el flanco de
Rakasa
con mi talón.

El resto de nuestra cabalgada fue medida no por el movimiento del sol, que todavía permanecía escondido detrás de las nubes, sino por las progresivas cantidades de sangre que la boca hambrienta de Ysabeau extraía de sus presas. Ella comía con relativa pulcritud. De todas maneras, pasaría algún tiempo antes de alegrarme por la presencia de un gran filete.

Estaba abrumada con la visión de la sangre del conejo, del enorme animal parecido a una ardilla que Ysabeau me dijo que era una marmota, del zorro y de la cabra montés, o por lo menos eso pensé que era. Cuando Ysabeau persiguió a una joven hembra de ciervo, sin embargo, sentí que algo me picaba dentro.

—Ysabeau —protesté—, es imposible que tengas hambre todavía. Déjala.

—¿Qué? ¿La diosa de la caza se opone a que persiga a sus venados? —Su voz era burlona, pero sus ojos tenían un brillo de curiosidad.

—Sí —dije de inmediato.

—Pues yo me opongo a que te propongas cazar a mi hijo. Mira todo lo que has provocado. — Ysabeau desmontó de un salto.

Mis dedos se morían por intervenir, pero tenía que mantenerme fuera del camino de Ysabeau mientras acechaba a su presa. Después de cada muerte, sus ojos revelaban que no estaba totalmente al mando de sus emociones, ni de sus acciones.

La hembra trató de escapar. Casi lo logra metiéndose entre la maleza, pero Ysabeau asustó al animal haciéndolo salir a campo abierto. Después de eso, la fatiga puso a la hembra en desventaja. La persecución tocó algo visceral dentro de mí. Ysabeau la mató rápidamente y la hembra no sufrió, pero tuve que morderme el labio para no gritar.

—Bien —dijo con satisfacción, volviendo a
Fiddat
—, podemos regresar a Sept-Tours. —Sin decir una palabra giré la cabeza de
Rakasa
en dirección al
château
.

Ysabeau cogió las riendas de mi caballo. Había pequeñas gotitas de sangre en su camisa color crema.

—¿Te sigue pareciendo que los vampiros son hermosos? ¿Todavía piensas que sería fácil vivir con mi hijo, sabiendo que debe matar para sobrevivir?

Me resultaba difícil asociar las palabras «Matthew» y «matar» en la misma frase. Algún día, si fuera a besarlo cuando acabara de volver de la caza, todavía podría haber sabor a sangre en sus labios. Y días como el que estaba pasando en ese momento con Ysabeau serían algo habitual.

—Si estás tratando de asustarme para apartarme de tu hijo, Ysabeau, no lo estás consiguiendo —dije resueltamente—. Vas a tener que hacer algo más que esto.

—Marthe dijo que esto no sería suficiente para hacerte reconsiderar la cuestión —confesó.

—Ella tiene razón —solté con brusquedad—. ¿La prueba ha terminado? ¿Podemos volver a casa ahora?

Cabalgamos hacia los árboles en silencio. En cuanto estuvimos dentro de los frondosos y verdes confines del bosque, Ysabeau se volvió hacia mí.

—¿Comprendes por qué no debes cuestionar a Matthew cuando te dice que hagas algo?

Suspiré.

—La clase ha terminado por hoy.

—¿Crees acaso que nuestros hábitos alimenticios son el único obstáculo que hay entre tú y mi hijo?

—Dime, Ysabeau, ¿por qué debo hacer lo que Matthew dice?

—Porque es el vampiro más fuerte del
château
. Es el cabeza de familia.

La miré asombrada.

—¿Me estás diciendo que tengo que escucharle porque es el macho alfa?

—Crees que tú lo eres. —Ysabeau se rió entre dientes.

—No —reconocí. Ysabeau no era tampoco el macho alfa. Ella hacía lo que Matthew le ordenaba. Al igual que Marcus, Miriam y todos los vampiros en la Biblioteca Bodleiana. Incluso Domenico, al final, se había sometido—. ¿Ésas son las reglas de la manada de los Clermont?

Ysabeau asintió con la cabeza, mientras sus ojos verdes lanzaban destellos.

—Es por tu seguridad… y la de él, y la de todos los demás… Tú debes obedecer. Esto no es un juego.

—Comprendo, Ysabeau. —Estaba perdiendo mi paciencia.

—No, no lo entiendes —dijo en voz baja—. Ni lo entenderás hasta que te veas forzada a ver, como acabo de mostrarte, lo que significa matar. Hasta entonces todo esto serán sólo palabras. Algún día tu obstinación te costará la vida, o la de alguna otra persona. Entonces sabrás por qué te digo esto.

Regresamos al
château
sin más conversación. Cuando pasamos por los dominios de Marthe en la planta baja, ella salió de la cocina con un pollo pequeño en las manos. Palidecí. Marthe vio las pequeñas manchas de sangre en los puños de Ysabeau y ahogó una exclamación.

—Tiene que aprender —susurró Ysabeau.

Marthe dijo algo por lo bajo que sonó horrible en occitano, y luego me invitó con un gesto de su cabeza.

—Vamos, niña, ven conmigo y te enseñaré a hacer el té.

De repente, Ysabeau se mostró furiosa. Marthe me hizo algo de beber y me pasó un plato con algunos quebradizos bizcochos de nueces. Me resultaba imposible comer pollo.

Marthe me mantuvo ocupada durante horas, ordenando hierbas y especias secas en pequeños montoncitos y enseñándome sus nombres. A media tarde podía identificarlas por el olor con los ojos cerrados tanto como por su apariencia.

—Perejil. Jengibre. Artemisia o altamisa. Romero. Salvia. Semillas de zanahoria de acantilado. Poleo. Hierba de los ángeles. Ruda. Hierba lombriguera. Raíz de enebro. —Las fui señalando una a una.

—Otra vez —ordenó Marthe con tranquilidad, pasándome un montón de bolsas de muselina.

Cogí cada uno de los cordeles, y las fui colocando por separado sobre la mesa, tal como ella hacía, recitándole los nombres una vez más.

—Bien. Ahora llena las bolsas con una pizca de cada una.

—¿Por qué no nos limitamos a mezclarlas todas y las ponemos con una cuchara en las bolsas? —pregunté, tomando una pizca de poleo entre mis dedos y arrugando la nariz ante su olor parecido a la menta.

—Podríamos olvidarnos de alguna. Cada bolsa debe tener todas y cada una de las hierbas…, las doce.

—¿Olvidar una pequeña semilla se notaría realmente en el sabor? —Levanté una pequeña semilla de zanahoria de acantilado entre mis dedos índice y pulgar.

—Una pizca de cada una —repitió Marthe—. Otra vez.

La vampira movía sus expertas manos con seguridad de un montoncito a otro, llenando cuidadosamente las bolsas y ajustando los cordeles. Cuando terminamos, Marthe me preparó una taza de té usando una bolsa que había llenado yo misma.

—Está delicioso —exclamé, sorbiendo con felicidad mi propio té de hierbas.

—Te lo llevarás de vuelta a Oxford. Una taza al día. Te mantendrá sana. —Empezó a poner las bolsas en una lata—. Cuando necesites más, sabrás cómo hacerlo.

—Marthe, no tienes por qué dármelas todas —protesté.

—Las beberás por Marthe, una taza al día. ¿Verdad?

—Por supuesto. —Me pareció que era lo menos que podía hacer por la única aliada que me quedaba en la casa, sin olvidar que era la persona que me alimentaba.

Después del té, subí al estudio de Matthew y encendí mi ordenador. El largo paseo a caballo había hecho que me dolieran los antebrazos, de modo que llevé el portátil y el manuscrito al escritorio de él, con la esperanza de que me resultara más cómodo trabajar allí que en mi mesa junto a la ventana. Desgraciadamente, la silla de cuero estaba hecha para alguien de la altura de Matthew, no de la mía, y mis pies se balanceaban sin llegar al suelo.

Sentarme en la silla de Matthew hacía que él pareciera más cerca, de modo que me quedé allí mientras esperaba a que mi ordenador se pusiera en marcha. Posé mis ojos en un objeto oscuro metido en el estante más alto. Se confundía con la madera y las encuadernaciones de cuero de los libros, lo que lo ocultaba a cualquier mirada casual. Desde el escritorio de Matthew, sin embargo, se podía ver su perfil.

No era un libro, sino un antiguo bloque de madera, de forma octogonal. Tenía pequeñas ventanas en forma de arco esculpidas en cada lado. El objeto era negro y estaba resquebrajado y deformado por el paso del tiempo.

Con una punzada de tristeza, me di cuenta de que era el juguete de un niño.

Matthew lo había hecho para Lucas antes de convertirse en vampiro, cuando estaba construyendo la primera iglesia. Lo había metido en un rincón de un estante donde a nadie le llamaría la atención, excepto a él. No podía dejar de verlo cada vez que se sentaba en su escritorio.

Con Matthew a mi lado, resultaba fácil pensar que éramos los únicos en el mundo. Ni siquiera las advertencias de Domenico ni las pruebas de Ysabeau habían roto la sensación de que nuestro cada vez más fuerte acercamiento era un tema sólo entre él y yo.

Pero aquella pequeña torre de madera, hecha con amor hacía un tiempo inimaginablemente largo, provocó el desmoronamiento de mis ilusiones. Había niños que considerar, tanto vivos como muertos. Había familias implicadas, incluyendo la mía, con genealogías largas y complicadas y prejuicios profundamente arraigados, incluyendo los míos. Y Sarah y Em todavía no sabían que yo estaba enamorada de un vampiro. Era hora de compartir esa información.

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