Mirando por encima de las murallas de la torre, vi a Matthew junto al Range Rover hablando furiosamente con Ysabeau. Ella parecía muy alterada y le agarraba la manga de la chaqueta como si quisiera impedir que subiera al vehículo.
Su mano era una mancha blanca cuando tiró para liberar su brazo. Golpeó fuerte una vez con el puño en el techo del coche. Di un salto. Matthew nunca había usado su fuerza sobre algo más grande que una nuez o una concha de ostra cuando estaba cerca de mí, y la abolladura que había dejado en el metal era alarmantemente profunda.
Agachó la cabeza. Ysabeau lo tocó ligeramente en la mejilla, sus tristes facciones brillaban a la débil luz. Subió al vehículo y pronunció algunas palabras más. Su madre asintió con la cabeza y miró fugazmente hacia la torre de vigilancia. Di un paso hacia atrás, esperando que ninguno de ellos me hubiera visto. El coche dio la vuelta y los pesados neumáticos crujieron sobre la grava cuando Matthew arrancó.
Las luces del Range Rover desaparecieron colina abajo. Cuando Matthew se hubo marchado, me deslicé por la muralla de piedra de la torre y me entregué a mis lágrimas.
Fue entonces cuando descubrí en qué consistía el manantial de brujos.
23
A
ntes de conocer a Matthew, parecía que en mi vida no había sitio para un solo elemento adicional, especialmente para algo tan importante como un vampiro de mil quinientos años de edad. Pero él había accedido a lugares inexplorados, vacíos, sin darme cuenta.
Y en ese momento, cuando él se hubo marchado, yo sentí terriblemente su ausencia. Sentada en aquella atalaya, mis lágrimas ablandaron mi determinación de luchar por él. De pronto había agua por todos lados. Yo estaba sentada en un charco y el nivel simplemente seguía subiendo.
No llovía, a pesar del cielo nublado.
El agua salía de mí.
Mis lágrimas caían normalmente, pero al caer se hinchaban para formar globos del tamaño de bolas de nieve que chocaban contra el techo de piedra de la torre salpicando con fuerza. Mi pelo serpenteaba sobre mis hombros en medio de cortinas de agua que caían sobre las curvas de mi cuerpo. Abrí la boca para respirar porque el agua que resbalaba por mi cara me estaba tapando la nariz, y el agua salió a borbotones como un torrente con el sabor del mar.
A través de una película de humedad, Marthe e Ysabeau me miraban. La cara de Marthe era adusta. Los labios de Ysabeau se movían, pero el rugido de mil conchas marinas hacía imposible poder escucharla.
Me puse de pie, esperando que el agua se detuviera. Pero no fue así. Traté de decirles a las dos mujeres que dejaran que el agua me llevara junto con mi pesar y el recuerdo de Matthew, pero todo lo que logré fue otro chorro de océano. Estiré la mano, creyendo que eso ayudaría a liberarme del agua. Pero de las puntas de mis dedos cayó todavía más agua formando una cascada. El gesto me recordó el brazo de mi madre estirado hacia mi padre, y las olas aumentaron.
A medida que el agua salía en abundancia, el control se escapaba de mis manos. La repentina aparición de Domenico me había asustado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Matthew se había ido. Y yo había jurado luchar por él contra enemigos que no podía identificar y a los que no comprendía. En ese momento, ya estaba claro que el pasado de Matthew no estaba compuesto sólo de elementos acogedores como la luz del fuego, el vino y los libros. Ni tampoco se había desarrollado únicamente dentro de los límites de una familia leal. Domenico había hecho referencia a algo más oscuro que estaba lleno de enemistad, peligro y muerte.
El agotamiento se apoderó de mí, y el agua me arrastró hacia abajo. Una extraña sensación de euforia acompañaba a la fatiga. Estaba asentada entre la mortalidad y algo elemental que contenía dentro de sí la promesa de un poder inmenso e incomprensible. Si me rendía a la corriente de agua, Diana Bishop desaparecería. En cambio, me convertiría en agua…, en ningún lugar, en todos los lugares, libre de mi cuerpo y del dolor.
—Lo siento, Matthew. —Mis palabras salieron a borbotones cuando el agua empezó su trabajo inexorable.
Ysabeau avanzó hacia mí, y un agudo chasquido resonó en mi cerebro. Mi advertencia hacia ella se perdió en un rugido como un maremoto que se acerca a tierra. Los vientos se elevaron alrededor de mis pies, convirtiendo el agua en un huracán. Levanté mis brazos al cielo, y el agua y el viento adquirieron la forma de un embudo que envolvía mi cuerpo.
Marthe agarró el brazo de Ysabeau mientras movía su boca con rapidez. La madre de Matthew trató de apartarse a la vez que su boca formaba la palabra «no», pero Marthe esperó, mirándola fijamente. Al cabo de algunos minutos, Ysabeau relajó los hombros. Se volvió hacia mí y empezó a cantar. De manera obsesiva y anhelante, su voz traspasó el agua y me llamó para que regresara al mundo.
Los vientos empezaron a amainar. El estandarte de los Clermont, que había estado flameando con fuerza, recuperó su apacible balanceo. La cascada de agua de las yemas de mis dedos se serenó para convertirse sólo en un río, luego un hilillo, hasta que se detuvo completamente. Las olas que fluían de mi pelo se transformaron en suaves ondas para acabar desapareciendo también. Por fin, nada salió de mi boca salvo un grito entrecortado de sorpresa. Las enormes gotas de agua que caían de mis ojos fueron el último vestigio del manantial de brujos en desaparecer, de la misma forma que habían sido la primera señal de su poder moviéndose dentro de mí. Los restos de mi diluvio corrían hacia los pequeños agujeros en la base de los muros almenados. Allá abajo, muy abajo, el agua chocaba salpicando sobre la gruesa capa de grava del patio.
Cuando el agua dejó de salir de mí, me sentí vacía como una calabaza y con un frío glacial. Doblé las rodillas, golpeando dolorosamente sobre la piedra.
—Gracias a Dios —murmuró Ysabeau—. Casi la perdemos.
Yo estaba temblando con violencia por el agotamiento y por el frío. Las dos mujeres se acercaron a mí corriendo y me levantaron. Cada una me agarró de un codo y me sostuvieron bajando las escaleras circulares a una velocidad que me hizo temblar. Una vez en el salón, Marthe quiso dirigirse hacia las habitaciones de Matthew e Ysabeau en dirección contraria.
—Las mías están más cerca —dijo la madre de Matthew bruscamente.
—Ella se sentirá más segura si está más cerca de él —dijo Marthe.
Con un ruido de exasperación, Ysabeau claudicó.
Al pie de la escalera de Matthew, Ysabeau soltó una serie de coloridas frases que parecían totalmente fuera de lugar viniendo de su delicada boca.
—La llevaré —dijo cuando terminó de maldecir a su hijo, a las fuerzas de la naturaleza, a los poderes del universo y a muchos otros individuos no identificados de cuestionable origen que habían participado en la construcción de la torre. Ysabeau levantó sin dificultad mi cuerpo mucho más grande—. Por qué tuvo que hacer estas escaleras tan retorcidas… y en dos tramos separados… es algo que va más allá de mi comprensión.
Marthe metió mi pelo húmedo en la curva del codo de Ysabeau y se encogió de hombros.
—Para hacerlas más difíciles, por supuesto. Siempre ha hecho que las cosas sean más difíciles. Para él. Y para todos los demás, también.
Nadie había pensado en subir al caer la tarde para encender las velas, pero todavía había brasas en la chimenea y la habitación conservaba un poco de su calidez. Marthe desapareció en el baño y el ruido del agua que corría me hizo observar mis dedos con alarma. Ysabeau arrojó dos troncos enormes a la chimenea, después de sacar de uno de ellos una larga astilla antes de que se encendiera. Con ella revolvió las brasas hasta que salieron llamas y luego la usó para encender una docena de velas en el espacio de unos pocos segundos. A la luz del cálido brillo, me examinó de pies a cabeza con preocupación.
—Él nunca me perdonará si enfermas —dijo, cogiendo mis manos y revisándome las uñas. Estaban azuladas otra vez, pero no por la electricidad. En ese momento estaban azules por el frío y arrugadas por el agua de aquel manantial de brujos. Las frotó enérgicamente entre las palmas de sus manos.
Todavía temblando tanto que mis dientes no paraban de castañetear, retiré mis manos para abrazarme a mí misma en un intento por conservar el escaso calor que pudiera quedar en mi cuerpo. Ysabeau me alzó otra vez sin ceremonia alguna y me llevó al baño.
—Ahora es necesario que se quede ahí —dijo Ysabeau bruscamente. La habitación estaba llena de vapor y Marthe se apartó de la bañera para ayudar a quitarme la ropa. Pronto estuve desnuda y entre ambas me alzaron para meterme en el agua caliente, colocando una fría mano de vampiro en cada axila. Grande fue el choque del calor del agua contra mi piel gélida. A gritos, luché por salir de la profunda bañera de Matthew.
—Tranquila —dijo Ysabeau, apartando el pelo de mi cara mientras Marthe me empujaba de vuelta al agua—. Esto te dará calor. Debemos lograr que entres en calor.
Marthe estaba vigilante en un extremo de la bañera e Ysabeau permanecía en el otro susurrando palabras tranquilizadoras y tarareando con suavidad en voz baja. Pasó un buen rato antes de que el temblor cesara.
En un momento dado, Marthe murmuró algo en occitano que incluía el nombre de Marcus.
Ysabeau y yo dijimos que no a la vez.
—Estaré bien. No le digáis a Marcus lo que ocurrió. Matthew no debe saber nada de la magia. Ahora no. —Pronuncié estas palabras en medio del castañeteo de mis dientes.
—Sólo necesitamos un poco de tiempo para que entres en calor. —La voz de Ysabeau sonaba serena, pero parecía preocupada.
Poco a poco el calor empezó a anular los cambios que el manantial de brujos había producido en mi cuerpo. Marthe no dejaba de añadir agua caliente a la bañera a medida que mi cuerpo la enfriaba. Ysabeau cogió una maltrecha jarra de estaño que había bajo la ventana y la metió en la bañera, para echar agua caliente sobre mi cabeza y mis hombros. Una vez que mi cabeza entró en calor, la envolvió en una toalla y me empujó suavemente más abajo, dentro del agua.
—Sumérgete bien en el agua —ordenó.
Marthe no dejaba de moverse entre el baño y el dormitorio, llevando ropas y toallas. Desaprobó con chasquidos que no tuviera pijama al ver la vieja ropa de yoga que había traído para dormir. Nada de eso satisfacía sus requisitos para no tener frío.
Ysabeau controló mis mejillas y la parte de arriba de mi cabeza con el dorso de la mano. Asintió con la cabeza.
Me dejaron salir sola de la bañera. El agua que caía de mi cuerpo me recordó el tejado de la torre, y apreté los dedos del pie contra el suelo para resistir el tirón insidioso del elemento.
Marthe e Ysabeau me envolvieron en toallas secas recién retiradas de la chimenea que olían ligeramente a humo de madera. Ya en el dormitorio, se las arreglaron para secarme sin exponer al aire ni un centímetro de mi piel, haciéndome rodar de un lado a otro dentro de las toallas hasta que pude sentir el calor que irradiaba mi cuerpo. Marthe frotó mis cabellos con una toalla antes de que sus dedos empezaran a moverse entre los mechones estirados para peinarlos en una tensa trenza contra mi cuero cabelludo. Ysabeau fue arrojando las toallas húmedas sobre un sillón junto al fuego a medida que me las iba quitando para vestirme, aparentemente indiferente a ese contacto con la madera antigua y los espléndidos tapizados.
Ya completamente vestida, me senté y me quedé mirando fijamente el fuego, sin pensar en nada. Marthe desapareció sin una palabra rumbo a la parte inferior del
château
y regresó con una bandeja de sándwiches diminutos y una tetera humeante de su té de hierbas.
—A comer. Ahora. —Aquello no fue un ruego, sino una orden.
Me llevé a la boca uno de los sándwiches y mordisqueé los bordes.
Marthe entrecerró los ojos ante ese cambio repentino en mis hábitos alimenticios.
—Come.
La comida tenía sabor a serrín, pero de todas maneras mi estómago protestó. Después de haber tragado dos de los pequeños sándwiches, Marthe me puso una taza en las manos. No necesitó decirme que bebiera. El líquido caliente se deslizó por mi garganta, llevándose los vestigios salados del agua.
—¿Todo eso ha sido un manantial de brujos? —Temblé ante el recuerdo de toda el agua que había salido de mí.
Ysabeau, que había permanecido junto a la ventana mirando hacia la oscuridad, se dirigió hacia el sofá que estaba enfrente.
—Sí —dijo—. Aunque hacía mucho tiempo que no lo veía brotar de ese modo.
—Gracias a Dios que ésa no es la manera acostumbrada —exclamé suavemente y tragué otro sorbo de té.
—La mayoría de las brujas hoy en día no son lo suficientemente poderosas como para hacer brotar un manantial de brujos como hiciste tú. Pueden hacer olas en los lagos y provocar la lluvia cuando hay nubes. Pero no se convierten en agua. —Ysabeau seguía sentada frente a mí, estudiándome con evidente curiosidad.
Yo me había convertido en agua. Saber que esto ya no era habitual hizo que me sintiera vulnerable, y todavía más sola.
Sonó un teléfono.
Ysabeau metió la mano en su bolsillo y sacó un pequeño teléfono rojo de última generación que parecía inusitadamente brillante y moderno en contraste con su piel pálida y ropa clásica color beis.
—
Oui?
Ah, bien. Me alegro de que ya estés ahí y a salvo. —Habló en inglés por cortesía hacia mí y movió la cabeza en mi dirección—. Sí, ella está bien. Está comiendo. —Se puso de pie y me pasó el teléfono—. Matthew quiere hablar contigo.
—¿Diana? —Apenas podía oír a Matthew.
—¿Sí? —No quería hablar mucho por temor a que las palabras salieran tumultuosamente de mí.
Él dejó escapar un suave sonido de alivio.
—Sólo quería asegurarme de que estuvieras bien.
—Tu madre y Marthe están cuidando bien de mí. —«Y no he inundado el castillo», pensé.
—Estás cansada. —La distancia entre nosotros estaba haciendo que se preocupara y percibiera todos los matices de nuestra conversación.
—Lo estoy. Ha sido un día largo.
—Duerme, entonces —sugirió en un tono inesperadamente amable. Parpadeé para evitar las lágrimas que amenazaban con salir. No creía que fuera a dormir mucho esa noche. Estaba demasiado preocupada por lo que él podría hacer en algún intento mal concebido y heroico de protegerme.
—¿Ya has ido al laboratorio?
—Estoy de camino ahora. Marcus quiere que revise todo minuciosamente para asegurarnos de haber tomado todas las precauciones necesarias. Miriam también ha comprobado la seguridad de la casa. —Decía la verdad a medias con suave convicción, pero yo sabía de qué estaba hablando.