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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (58 page)

Estaba él sentado a una simple mesa junto a una ventana, con el mismo aspecto que tenía en la actualidad, mordiéndose el labio, concentrado, mientras practicaba la escritura. Los dedos largos de Matthew agarraban una pluma de caramillo, y estaba rodeado de hojas de vitela, todas ellas con repetidos intentos manchados de escribir su propio nombre y de copiar pasajes bíblicos. Seguí el consejo de Marthe de no luchar contra la llegada o la desaparición de la visión, y la experiencia no fue tan desorientadora como había sido la de la noche anterior.

Una vez que mis dedos revelaron todo lo que podían revelar, volví a colocar la enciclopedia en su lugar y continué recorriendo los volúmenes que quedaban en la estantería. Había libros de historia, más libros de leyes, medicina y óptica, filosofía griega, libros de cuentas, las obras reunidas de personas importantes de los primeros tiempos de la Iglesia, como Bernardo de Claraval, y novelas de caballería, una de las cuales incluía a un caballero que se convertía en lobo una vez por semana. Pero no había nada que revelara nueva información sobre los caballeros de Lázaro. Me tragué una exclamación de frustración y me bajé de la mesa.

Mis conocimientos de las órdenes de las cruzadas eran superficiales. La mayoría de ellas comenzaron como unidades militares que se hicieron famosas por su valentía y disciplina. Los templarios eran famosos por ser los primeros en entrar en el campo de batalla y los últimos en abandonarlo. Pero los esfuerzos militares de las órdenes no se limitaron a la zona alrededor de Jerusalén. Los caballeros combatieron también en Europa, y muchos obedecían sólo al papa y no a los reyes ni a otras autoridades seculares.

Tampoco el poder de las órdenes de caballería era únicamente militar. Habían construido iglesias, escuelas y hospitales para leprosos. Las órdenes militares protegían los intereses de los cruzados, tanto espirituales como financieros o físicos. Los vampiros como Matthew eran territoriales y posesivos al máximo, y por lo tanto perfectos para el papel de guardianes.

Pero, al final, el poder adquirido por las propias órdenes militares las condujo a su propia caída. Los monarcas y los papas se sentían celosos de su riqueza e influencia. En 1312 el papa y el rey francés se aseguraron de que los templarios fueran disueltos, librándose de esa manera de la amenaza que significaba esta hermandad, la más grande y prestigiosa. Las otras órdenes fueron apagándose lentamente debido a la falta de apoyo e interés.

Además, por supuesto, estaban todas las teorías conspirativas. Una institución internacional tan vasta y compleja es difícil de desmantelar de la noche a la mañana, y la súbita disolución de los caballeros templarios provocó toda clase de relatos fantásticos sobre caballeros cruzados fuera de control y operaciones clandestinas. Había gente que todavía buscaba pistas de la riqueza fabulosa de los templarios. El hecho de que nadie haya descubierto pruebas de cómo fue distribuida no hace más que añadir elementos a la intriga.

El dinero
. Era una de las primeras lecciones que los historiadores aprendían: seguir la pista del dinero. Enfoqué mi investigación en otra dirección.

El robusto tamaño del primer libro era visible en el tercer estante, metido entre la
Óptica
de Al Hazen y una romántica
chanson de geste
francesa. Había una pequeña letra griega escrita en tinta sobre el borde delantero del manuscrito: α. Supuse que debía de ser una marca de algún tipo de clasificación, exploré los estantes y localicé el segundo libro de contabilidad. Éste también tenía una pequeña letra griega, β. Mis ojos se iluminaron al ver μ, δ, ε esparcidas entre los estantes también. Una búsqueda más cuidadosa me iba a llevar a descubrir el resto, estaba segura.

Alcé la mano sintiéndome como Eliot Ness agitando un puñado de facturas de impuestos y persiguiendo a Al Capone. No había que perder tiempo subiendo para cogerlo. El primer libro de contabilidad se deslizó de su lugar de reposo y cayó en mi mano abierta, que esperaba.

Sus anotaciones estaban fechadas en 1117 y provenían de diferentes manos. Los nombres y los números bailaban por todas las páginas. Mis dedos estaban muy ocupados absorbiendo toda la información que podían de la escritura. Algunas caras surgían de la vitela repetidamente: Matthew, el hombre oscuro con nariz de halcón, un hombre de cabello brillante del color del cobre bruñido, otro con cálidos ojos castaños y expresión seria.

Mis manos se detuvieron sobre una anotación por dinero recibido en 1149. «Eleanor Regina, cuarenta mil marcos». Era una suma sorprendente, más de la mitad de las ganancias anuales del reino de Inglaterra. ¿Por qué la reina de Inglaterra le daba esa enorme cantidad a una orden militar dirigida por vampiros? Pero la Edad Media estaba demasiado lejos de mi especialidad como para que yo pudiera responder a esa pregunta o supiera lo suficiente sobre las personas involucradas en esas transferencias. Cerré el libro con una especie de broche a presión y me dirigí a las estanterías de los siglos XVI y XVII.

Situado entre los otros libros había un volumen que tenía la marca de identificación de una lambda griega. Me quedé con los ojos abiertos apenas lo abrí.

Según este libro de registro, los caballeros de Lázaro habían financiado —algo que parecía increíble— una serie de guerras, objetos, servicios y hazañas diplomáticas, incluida la provisión de la dote de María Tudor cuando se casó con Felipe de España, la compra del cañón para la batalla de Lepanto, el soborno a los franceses para que asistieran al Concilio de Trento y la financiación de la mayoría de las acciones militares de la luterana Liga de Esmalcalda. Aparentemente, la hermandad no permitía que la política o la religión interfirieran con sus decisiones en las inversiones financieras. En un solo año, habían financiado el regreso al trono escocés de María Estuardo y pagado las considerables deudas de Isabel I a la Bolsa de Amberes.

Caminé por entre los estantes buscando más libros marcados con letras griegas. En los estantes del siglo XIX había uno con la letra psi sobre el lomo de dura tela
buckram
azul pálido. En él se registraban sumas inmensas de dinero, junto con ventas de propiedades que hicieron que mi cabeza diera vueltas —¿cómo puede alguien comprar en secreto la mayoría de las fábricas de Manchester?—, así como nombres conocidos que pertenecían a la realeza, aristócratas, presidentes y generales de la Guerra de Secesión americana. También había pagos más pequeños por honorarios de escuelas, cantidades menores para ropa y libros, junto con anotaciones relacionadas con dotes pagadas, retribuciones de cuentas de hospital, pago y puesta al día de alquileres atrasados. Junto a todos los nombres poco conocidos aparecían las iniciales «MLB» o «FMLB».

Mi latín no era tan bueno como debería, pero estaba segura de que las iniciales se referían a los caballeros de Lázaro de Betania —
milites Lazari a Bethania
— o a
filia milites
o
filius milites,
las hijas y los hijos de los caballeros. Y si la orden todavía estaba desembolsando fondos a mediados del siglo XIX, seguramente ocurriría lo mismo en la actualidad. En alguna parte del mundo, un trozo de papel —una transacción de bienes raíces, un acuerdo legal— llevaba impreso el gran sello de la orden en gruesa y negra cera.

Y Matthew lo había estampado.

Horas más tarde, me encontraba en la sección medieval de la biblioteca de Matthew y abrí el último libro de contabilidad. Este volumen abarcaba el periodo que iba desde principios del siglo XIII hasta mediados del siglo XIV. Para entonces, las sorprendentes sumas ya me las esperaba, pero alrededor de 1310 el número de las anotaciones aumentó drásticamente. Y también los movimientos de dinero. Una nueva marca acompañaba algunos de los nombres: una pequeña cruz roja. En 1313, junto a una de estas marcas, había un nombre que reconocí: Jacques de Molay, el último gran maestre de los caballeros templarios.

Había sido quemado en la hoguera por herejía en 1314. Un año antes de que fuera ejecutado, había transferido todos los bienes que poseía a los caballeros de Lázaro.

Había cientos de nombres marcados con cruces rojas. ¿Eran todos templarios? Si era así, entonces el misterio de esta orden estaba solucionado. Los caballeros y su dinero no habían desaparecido, sino que simplemente habían sido absorbidos por la orden de Lázaro.

No podía ser verdad. Una cosa semejante habría requerido demasiada planificación y coordinación. Y nadie podría haber guardado el secreto de tamaña estructura. La idea era tan improbable como las historias sobre… brujas y vampiros.

Los caballeros de Lázaro no eran más o menos creíbles de lo que lo era yo.

En cuanto a las teorías conspiratorias, su defecto principal radicaba en que eran demasiado complicadas. Ninguna vida duraba lo suficiente para recoger la información necesaria, enlazar y relacionar todos los elementos requeridos, y luego poner los planes en marcha. A menos que, por supuesto, los conspiradores fueran vampiros. Si uno es un vampiro —o, mejor aún, una familia de vampiros—, entonces el paso del tiempo importa poco. Como sabía por la carrera académica de Matthew, los vampiros tenían todo el tiempo que necesitaban.

Me di cuenta de la enormidad de lo que significaba amar a un vampiro en el momento en que deslicé el libro de contabilidad para ponerlo otra vez en su estante. No era sólo su edad lo que planteaba dificultades, o sus hábitos alimenticios, o el hecho de que hubiera matado humanos y de que volvería a hacerlo otra vez. También estaba el asunto de los secretos.

Matthew había estado acumulando secretos —grandes, como los caballeros de Lázaro y su hijo Lucas; pequeños, como sus relaciones con William Harvey y Charles Darwin— durante algo más de un milenio. Mi vida podría ser demasiado breve como para escucharlos todos, y mucho más breve para comprenderlos.

Pero no eran sólo los vampiros los que guardaban secretos. Todas las criaturas aprendimos a hacerlo por miedo a ser descubiertas y para preservar algo —cualquier cosa— sólo para nosotras mismas dentro de nuestro mundo cerrado y casi tribal. Matthew no era sólo un cazador, un asesino, un científico o un vampiro, sino también una telaraña de secretos, igual que yo. Para que nosotros pudiéramos estar juntos, teníamos que decidir qué secretos compartir y luego olvidar el resto.

El ordenador sonó en la habitación silenciosa cuando mi dedo apretó el botón del encendido. Los sándwiches de Marthe estaban secos y el té estaba frío, pero mordisqueé un poco para que no pensara que sus esfuerzos no habían sido apreciados.

Cuando terminé, me apoyé en el respaldo y me quedé mirando el fuego. Los caballeros de Lázaro me interesaban como historiadora, y mis instintos de bruja me decían que la hermandad era importante para comprender a Matthew. Pero su existencia no era su secreto más importante. Matthew se estaba vigilando a sí mismo, su naturaleza más íntima.

¡Qué tarea tan complicada y delicada iba a ser quererlo! Éramos los protagonistas de los cuentos de hadas: vampiros, brujas, caballeros con brillantes armaduras. Pero había una realidad preocupante a la que enfrentarse. Había sido amenazada, y las criaturas me observaban en la Bodleiana con la esperanza de que yo volviera a pedir un libro que todos querían pero nadie comprendía. El laboratorio de Matthew había sido atacado. Y nuestra relación estaba desestabilizando el frágil acuerdo que había existido desde hacía mucho tiempo entre daimones, humanos, vampiros y brujos. Éste era un nuevo mundo en el que las criaturas se lanzaban contra las criaturas y un ejército silencioso y secreto podía ser llamado a la acción con la marca de un sello de bronce en un poco de cera negra derretida. No me sorprendía que Matthew prefiriera dejarme a un lado.

Apagué las velas y subí las escaleras hacia la cama. Exhausta, me dormí casi instantáneamente. Mis sueños estuvieron llenos de caballeros, sellos de bronce e interminables libros de cuentas.

Una mano fría y delgada me tocó el hombro, despertándome de inmediato.

—¿Matthew? —Me senté muy derecha con la velocidad del rayo.

La cara blanca de Ysabeau tenía un brillo tenue en la oscuridad.

—Es para ti. —Me pasó su móvil rojo y abandonó la habitación.

—¿Sarah? —Me aterraba que algo les hubiera ocurrido a mis tías.

—Está bien, Diana.

Era Matthew.

—¿Qué ha ocurrido? —La voz me temblaba—. ¿Has hecho un trato con Knox?

—No. No he podido avanzar en ese sentido. No me queda nada en Oxford. Quiero estar en casa, contigo. Estaré ahí dentro de unas horas. —Lo noté extraño, con la voz densa.

—¿Estoy soñando?

—No estás soñando —replicó Matthew—. Además, Diana… —vaciló—, te amo.

Eso era lo que más deseaba escuchar. La cadena olvidada dentro de mí empezó a cantar, silenciosamente, en la oscuridad.

—Ven aquí y dímelo —dije en voz baja; mis ojos se llenaron con lágrimas de alivio.

—¿No has cambiado de idea?

—¡Nunca! —dije con ferocidad.

—Estarás en peligro, y tu familia también. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo por mí?

—Yo ya he hecho mi elección.

Nos despedimos y colgamos de mala gana, temerosa del silencio que iba a seguir después de haber dicho tanto.

Mientras estuvo ausente, yo había permanecido en una encrucijada, sin poder ver un camino de salida.

Mi madre había sido famosa por sus asombrosas habilidades adivinatorias. ¿Habría tenido ella el poder suficiente como para ver lo que nos aguardaba cuando diéramos nuestros primeros pasos juntos?

Capítulo
26

H
abía estado esperando el crujir de neumáticos sobre la grava desde que apreté el botón de colgar en el diminuto teléfono móvil de Ysabeau, y desde entonces éste no había estado fuera de mi vista.

Una tetera de té recién hecho y bollos para el desayuno me estaban esperando cuando salí del baño, teléfono en mano. Devoré la comida, me puse la primera ropa que mis dedos tocaron y volé escaleras abajo con el pelo mojado. Matthew no llegaría a Sept-Tours hasta varias horas después, pero había decidido estar esperándolo cuando detuviera su coche en la puerta.

Primero esperé en el salón, en un sofá junto al fuego, preguntándome qué habría ocurrido en Oxford para hacer que Matthew cambiara de idea. Marthe me trajo una toalla y me secó bruscamente el pelo con ella al ver que yo no daba muestras de ir a usarla por mí misma.

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