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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (25 page)

Kaede miró a Fujiwara con desprecio y después dirigió la vista a la luna.

La ceremonia del matrimonio se celebró unos días más tarde. Kaede bebió las infusiones que Ishida le había preparado, agradecida por el entumecimiento que le proporcionaban. Estaba decidida a ignorar sus propios sentimientos, como si fuera de hielo, y recordaba que mucho tiempo atrás la mirada de Takeo la había sumido en un sueño profundo y helado. Kaede no culpaba a Ishida ni a Mamoru por su papel en el confinamiento al que se veía sometida, pues sabía que estaban obligados por el mismo código inflexible que ella misma, pero juró que Murita pagaría por haber matado a sus hombres y a su caballo. También llegó a detestar a Rieko.

Kaede se observó a sí misma durante el ritual de la boda como si fuera una muñeca, una marioneta manipulada sobre un escenario. Su familia estaba representada por Shoji y dos de sus lacayos: uno de ellos era hermano de H¡rogawa, el hombre que fue ejecutado por Kondo a órdenes de Kaede cuando se negó a servirla, el día de la muerte de su padre. "Debería haber ordenado la muerte de todos los miembros de su familia", pensó con amargura. "Al liberarlos, sólo conseguí que fueran mis enemigos". Allí había otros hombres de más alto rango, posiblemente enviados por Arai. La ignoraron en todo momento y nadie le comunicó sus nombres. Aquel hecho le hizo darse cuenta de cuál sería su posición a partir de entonces: ya no era la señora de un dominio, aliada de su esposo y tratada como igual, sino la segunda mujer de un aristócrata, sin otra vida más que la que él le permitiera.

La ceremonia fue majestuosa, mucho más solemne que la boda celebrada en Terayama. Las plegarias y los cánticos parecían no tener fin. El incienso y el tañido de campanas provocaban que la cabeza le diera vueltas, y cuando tuvo que intercambiar con su nuevo esposo las rituales copas de vino, tres veces tres, temió desmayarse. Durante la semana apenas había comido y se sentía desfallecer.

El día era bochornoso y no corría una gota de viento. Al atardecer empezó a llover con fuerza.

Kaede fue transportada desde el templo en palanquín, y Rieko y las demás mujeres la desvistieron y la bañaron. Le aplicaron cremas por todo el cuerpo y le perfumaron el cabello. Tras vestirla con ropas de dormir, mucho más lujosas que las que Kaede solía llevar durante el día, la trasladaron a sus nuevos aposentos, situados en lo más profundo de la residencia y cuya existencia Kaede desconocía. Habían sido decorados recientemente y las vigas y molduras relucían, cubiertas con pan de oro; en las mamparas se habían pintado aves y flores, y las flamantes esteras de paja desprendían un suave aroma. La intensa lluvia oscurecía las estancias, pero decenas de lámparas ardían en peanas de metal profusamente decoradas.

—Todo esto es para vos —dijo Rieko, con un matiz de envidia.

Kaede no respondió. Deseaba decir: "¿Con qué propósito, si él nunca yacerá conmigo?". Pero no era asunto de Rieko. Entonces, un pensamiento asaltó a Kaede. Tal vez Fujiwara tuviese la intención de tener relaciones con ella, una sola vez, como había hecho con su primera esposa para concebir un hijo. Un escalofrío de repugnancia y de miedo le recorrió el cuerpo.

—No debéis asustaros —se burló Rieko—. No puede decirse que no sepáis qué esperar del matrimonio. Otra cosa sería que fuerais virgen, como debiera ser...

Kaede no daba crédito a que aquella mujer se atreviera a hablarle de tal manera delante de las criadas.

—Decidle a las criadas que se marchen —dijo Kaede, y cuando se quedaron a solas prosiguió—: Si me insultáis otra vez, haré que os despidan.

Rieko se rió, con una risa chillona y hueca.

—Me parece que mi señora no comprende su situación. El señor Fujiwara nunca me despedirá. Si yo fuera vos, temería más por mi futuro. Si transgredís las normas, si vuestro comportamiento no está a la altura del que debiera mostrar la esposa del señor Fujiwara, vos seréis despedida. Pensáis que sois valiente y que tendríais el valor de quitaros la vida. Permitidme deciros que es más difícil de lo que parece. Llegado el momento, casi todas las mujeres se sienten incapaces. Nos aferramos a la vida, débiles como somos —Rieko agarró una lámpara y la colocó en alto de manera que la luz iluminara el rostro de Kaede—. Posiblemente os han dicho toda vuestra vida que sois bella, pero ahora sois menos hermosa que la semana pasada y en un año habréis perdido más belleza. Habéis alcanzado el cénit; a partir de ahora, vuestra hermosura irá poco a poco desapareciendo.

Rieko acercó la lámpara un poco más. Kaede notó la quemazón de la llama en su mejilla.

—Podría marcaros con una cicatriz —dijo Rieko con voz sibilante—. Os expulsarían de la casa. El señor Fujiwara sólo os conservará mientras le resultéis atractiva. Después, el único lugar para mujeres como vos es e! prostíbulo.

Kaede mantuvo la mirada de Rieko sin pestañear. La llama ardía entre ambas. En el exterior, el viento empezaba a soplar y una ráfaga repentina hizo temblar el edificio. A lo lejos, un perro aullaba.

Rieko se rió otra vez y colocó la lámpara sobre el suelo.

—De manera que su señoría no puede hablar de despedirme. Pero imagino que estaréis agotada; os perdonaré. Debemos ser buenas amigas, tal y como el señor Fujiwara desea. Pronto acudirá a vuestro encuentro. Yo estaré en la habitación contigua.

Kaede permaneció sentada sin mover un músculo mientras escuchaba el sonido del viento. Sin que pudiera evitarlo, le vino a la memoria su noche de bodas: el tacto de la piel de Takeo contra la suya; el roce de sus labios en la nuca cuando apartó la espesa mata de cabello de Kaede. Recordó el intenso placer que Takeo le hizo sentir antes de que ambos se fundieran en un solo cuerpo. Intentó alejar aquellos recuerdos de la mente, pero el deseo la había atrapado y amenazaba con derretir su helado entumecimiento.

Escuchó pisadas en el exterior y se mantuvo inmóvil. Había jurado no desvelar sus sentimientos, pero temía que su cuerpo anhelante la traicionara.

Dejando fuera a sus sirvientes, Fujiwara entró en la habitación. De inmediato, Kaede hizo una reverencia hasta el suelo. No deseaba que el noble le viera el rostro, pero aquel acto de sumisión la hizo temblar en mayor medida.

Mamoru, que seguía a Fujiwara, traía consigo un cofre tallado, elaborado con madera de paulonia. Lo colocó sobre la estera, hizo una profunda reverencia y se arrastró andando sobre las rodillas hacia atrás, hasta colocarse junto a la puerta de la habitación contigua.

—Incorpórate, esposa mía —dijo el señor Fujiwara.

Al hacerlo, Kaede observó que Rieko le pasaba un frasco de vino a Mamoru desde la puerta corredera. Acto seguido, la mujer hizo una reverencia y se alejó de la vista; pero, como Kaede sabía, no lo suficiente como para dejar de escuchar.

Mamoru escanció el vino y Fujiwara lo bebió sin dejar de mirar a Kaede con fascinación. El joven le pasó un cuenco a ella, quien se lo llevó a los labios. El sabor del vino resultaba dulce e intenso a la vez. Dio un pequeño sorbo y el fuego que sentía en su interior se intensificó.

—Creo que nunca ha estado tan bella —comentó el señor Fujiwara a Mamoru—. Fíjate en cómo el sufrimiento ha perfeccionado los rasgos de su rostro. Sus ojos tienen ahora una expresión más profunda y su boca ha adquirido la forma de la de una mujer. Te costará trabajo captar estos cambios.

Mamoru hizo una reverencia y permaneció en silencio. Tras unos instantes, Fujiwara dijo:

—Déjanos solos.

Cuando el joven se hubo marchado, el noble recogió el cofre y se puso en pie.

—Venid —le pidió a Kaede.

Ella le siguió como una sonámbula. Algún criado oculto abrió la puerta corredera situada en un extremo de la habitación y entraron en otra estancia, donde se habían extendido camas con colchas de seda y soportes de madera para apoyar la cabeza. Una intensa fragancia envolvía la alcoba. Las puertas se cerraron y se quedaron a solas.

—No hay necesidad de alarmarse indebidamente —dijo Fujiwara—. O tal vez os he mal interpretado y lo que os sentís es decepcionada.

Por primera vez, Kaede sintió el aguijón de su desprecio. Fujiwara había interpretado sus sentimientos, había percibido su deseo. Una oleada de calor la envolvió.

—Sentaos —dijo él.

Kaede cayó al suelo, con la mirada baja. Él también se sentó y colocó el cofre entre ambos.

—Debemos pasar juntos un tiempo, por breve que sea. Sólo se trata de una formalidad.

Kaede no respondió, no sabía qué decir.

—Habladme —ordenó Fujiwara—. Contadme algo interesante o divertido.

Kaede se sintió incapaz. Por fin, dijo:

—¿Puedo formular una pregunta al señor Fujiwara?

—Adelante.

—¿Qué voy a hacer aquí? ¿En qué emplearé mis días?

—Supongo que en las labores propias de las mujeres. Rieko os aleccionará.

—¿Puedo continuar con mis estudios?

—Considero que educaros fue un error. No parece haber mejorado vuestro carácter. Podéis leer un poco; a K'ung Fu—Tzu, por ejemplo.

El viento soplaba con más fuerza. Allí, en el centro de la residencia, se hallaban protegidos de su ímpetu; con todo, las vigas y los pilares se agitaban y el tejado crujía.

—¿Puedo ver a mis hermanas?

—Cuando el señor Arai haya concluido su campaña contra los Otori, dentro de un año aproximadamente, tal vez viajemos a Inuyama.

—¿Puedo escribirles? —preguntó Kaede, al tiempo que la furia se iba apoderando de ella por tener que suplicar de semejante manera.

—Siempre que mostréis vuestras cartas a Rieko.

Las llamas de las lámparas parpadeaban a causa de la corriente y en el exterior el gemido del viento parecía humano. De repente, Kaede recordó las criadas junto a las que había dormido en el castillo de los Noguchi. En las noches de tormenta, cuando el vendaval no permitía conciliar el sueño, se asustaban unas a otras contando historias de fantasmas. A Kaede le pareció volver a escuchar en el sonido del viento aquellas voces espectrales que imaginara de niña. Las historias de las criadas siempre versaban sobre muchachas como ellas, a quienes habían matado de manera injusta o habían muerto por amor; aquellas mujeres habían sido abandonadas por sus amantes, traicionadas por sus esposos o asesinadas por los señores supremos de sus dominios. Sus fantasmas, furiosos e invadidos por los celos, exigían justicia a gritos desde el mundo de las sombras. Kaede tiritó ligeramente.

—¿Sentís frío?

—No, estaba pensando en fantasmas. Tal vez uno de ellos me haya rozado. El viento va cobrando fuerza... ¿Se trata de un tifón?

—Eso creo —respondió Fujiwara.

"Takeo, ¿dónde estás?", pensó Kaede. "¿En algún lugar a la intemperie, mientras sopla este viento? ¿Estás pensando en mí en este momento? ¿Es acaso tu fantasma el que me acecha y me hace temblar?".

Fujiwara la observaba.

—Una de las muchas peculiaridades que admiro de vos es que no mostráis temor. Ni ante un terremoto ni ante un tifón. Casi todas las mujeres quedan presas del pánico en tales circunstancias. Sin duda, su actitud resulta más femenina. Vuestra temeridad os ha llevado demasiado lejos; debéis ser protegida de ella.

"Nunca debe saber que me aterra pensar en la muerte de mis seres queridos", pensó Kaede. "La de Takeo, sobre todo, y la de Ai y Hana. No debo desvelar mis sentimientos".

Fujiwara se inclinó ligeramente hacia delante y con una pálida mano de dedos largos hizo una seña para que Kaede mirase el cofre.

—Os he traído un regalo de boda —dijo él, mientras abría la tapa y sacaba un objeto envuelto en seda—. Supongo que no estaréis familiarizada con este tipo de curiosidades. Algunas de ellas son antiquísimas. Las he coleccionado durante años.

Fujiwara colocó el objeto en el suelo, frente a Kaede.

—Podéis mirarlo cuando me haya marchado.

Kaede observó el envoltorio con recelo. El tono de Fujiwara le decía que el noble se estaba divirtiendo a su costa, de una forma cruel. Kaede no podía sospechar de qué objeto se trataba. Una estatuilla, tal vez, o un frasco de perfume.

Levantó la mirada hasta el rostro del aristócrata y apreció que en sus labios se perfilaba una débil sonrisa. Kaede carecía de armas con las que defenderse de Fujiwara, con la excepción de su belleza y valentía. Apartó la mirada del noble y permaneció sentada, inmóvil, con actitud serena.

Fujiwara se puso en pie y le deseó buenas noches. Ella hizo una reverencia hasta el suelo mientras él abandonaba la estancia. El viento agitaba el tejado y la lluvia arreciaba. Kaede no escuchó las pisadas del noble mientras se alejaba; era como si se hubiera esfumado en medio de la tormenta.

La joven se encontraba a solas, aunque sabía que Rieko y las criadas aguardaban en las habitaciones contiguas. Dirigió la mirada a la pieza de seda de intenso color púrpura y, tras unos instantes, recogió el objeto y lo desenvolvió.

Era un miembro viril en estado de erección, tallado en madera rojiza y sedosa; cerezo, tal vez. La elaboración era perfecta en cada detalle. Kaede sintió tanta repugnancia como fascinación, y supo al instante que Fujiwara había sabido de antemano cuál sería su reacción. Él nunca acariciaría el cuerpo de Kaede, nunca yacería con ella; pero el noble había averiguado el deseo que se había despertado en la joven. Con aquel perverso obsequio se disponía a despreciarla y a atormentarla al mismo tiempo.

Los ojos se le cuajaron de lágrimas. Envolvió de nuevo la talla y la colocó en el cofre. Entonces, se tumbó sobre el colchón, en su alcoba de matrimonio, y lloró en silencio por el hombre al que había amado con tanta pasión.

7

Llegué a pensar que tendría que informar a tu esposa de tu desaparición —dijo Makoto mientras nos encaminábamos al templo envueltos por la oscuridad—. La sola idea de hacerlo me producía más temor que cualquier batalla a la que jamás me haya enfrentado.

—Y yo temía que me hubieras abandonado —repliqué.

—¡Parece mentira que no me conozcas! Habría tenido el deber de dar la noticia a la señora Otori, pero mi intención era dejar a Jiro aquí, con caballos y comida, y regresar en cuanto hubiera hablado con ella —entonces añadió en voz baja—: Nunca te abandonaría, Takeo; puedes estar seguro de ello.

Me avergoncé por haber dudado de Makoto y preferí no seguir hablando sobre el asunto.

Makoto llamó a los hombres que montaban guardia y éstos le devolvieron el saludo con un grito.

—¿Estáis todos despiertos? —pregunté, pues por norma general nos turnábamos para dormir y guardar vigilia.

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