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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (11 page)

—Muy bien -aprobó Hiroshi-. El vado está lleno de rocas y el suelo no es muy favorable para los caballos de batalla. Además, los Tohan creerán que sois débil y os subestimarán. No se esperarán que los campesinos participen en el combate.

Yo pensé: "Debería tomar lecciones de estrategia de este niño".

Jiro preguntó:

—¿Acompañaré yo también al señor Miyoshi?

—Sí, lleva a Hiroshi a la grupa de tu caballo y no le pierdas de vista.

Los jinetes se alejaron; los cascos de los caballos hacían eco a través del extenso valle.

—¿Qué hora es? -le pregunté a Makoto.

—Alrededor de la segunda mitad de la hora de la Serpiente -respondió.

—¿Han comido los hombres?

—Di órdenes para que comieran deprisa, nada más detenernos.

—Entonces, podemos emprender la marcha. Empieza a avanzar; yo iré atrás a comunicárselo a los capitanes y a mi esposa. Me reuniré contigo una vez que haya hablado con ellos.

Makoto hizo girar la cabeza de su caballo; antes de ponerse en camino, miró brevemente al cielo, al bosque, al valle.

—Es un día hermoso -dijo con calma.

Entendí el significado de sus palabras: un buen día para morir. Pero ninguno de los dos estaba destinado a morir aquel día, aunque muchos otros sí lo hicieron.

Regresé a medio galope a lo largo de la línea de hombres en posición de descanso, lanzando órdenes para que se pusieran en marcha y explicando nuestro plan a los jefes de los destacamentos. Se pusieron en pie con entusiasmo, sobre todo cuando les comuniqué quién era nuestro principal enemigo. Lanzaron vítores ante la idea de castigar a los Tohan por la derrota de Yaegahara, la pérdida de Yamagata y los largos años de opresión.

Kaede y las demás mujeres aguardaban en una pequeña arboleda y Amano, como siempre, se encontraba con ellas.

—Vamos a entrar en batalla -le dije a Kaede-. El ejército de Ilida Nariaki ha cruzado la frontera por delante de nosotros. Kahei se dirige a rodear el flanco enemigo, con la esperanza de encontrarse con su hermano y con el señor Sugita. Amano os llevará al bosque; debéis esperar allí hasta que yo regrese a buscaros.

Amano hizo una reverencia. Dio la impresión de que Kaede iba a decir algo, pero al instante también ella inclinó la cabeza.

—Que el misericordioso te acompañe -susurró. Sin apartar los ojos de mi rostro, se inclinó ligeramente hacia delante y aseguró-: ¡Algún día iré a la batalla contigo!

—Sólo si sé que estás a salvo podré concentrarme en la lucha -repliqué-. Además, tienes que proteger los documentos.

Manami, con el rostro convulsionado por la ansiedad, exclamó:

—¡El campo de batalla no es lugar para una mujer!

—No -convino Kaede-. Mi presencia sería un estorbo. ¡Ojalá hubiera nacido varón!

Su fiereza me hizo reír.

—Esta noche dormiremos en Maruyama -aseguré.

Durante todo el día, la imagen nítida de su rostro valiente se mantuvo en mi cabeza. Antes de partir del templo de Terayama, Kaede y Manami habían confeccionado estandartes con la garza de los Otori, el río blanco de los Shirakawa y la colina del clan Maruyama; a medida que cabalgábamos a través del valle, los fuimos desplegando. A pesar de nuestra inminente entrada en batalla, concentré mi interés en el estado de la campiña. Los campos de cultivo de arroz parecían fértiles y ya deberían haber sido anegados y plantados, pero los diques estaban fragmentados y los canales se veían atascados con barro y malas hierbas.

Además de este panorama de abandono, el ejército que nos precedía había saqueado las tierras y las granjas. Los niños lloraban al borde de la carretera, las viviendas ardían, y aquí y allá yacían hombres a los que se les había dado muerte de forma fortuita, sin razón aparente; sus cadáveres habían sido abandonados en el mismo lugar donde se habían desplomado.

A veces, cuando pasábamos por una granja o aldea, los hombres y los muchachos supervivientes salían a nuestro paso y nos interrogaban. Una vez que se enteraban de que perseguíamos a los Tohan y de que yo les permitiría luchar, se unían a nosotros con entusiasmo; de esta forma, nuestras filas llegaron a aumentar en un centenar.

Unas dos horas más tarde, ya pasado el mediodía, tal vez cerca de la hora de la Cabra, escuché por delante de mí los sonidos que había estado esperando: el tintineo del acero, el relincho de caballos, los gritos de batalla y los lamentos de los heridos. Hice una señal a Makoto, quien dio el alto a los hombres.

Shun
se quedó inmóvil, con las orejas hacia delante, escuchando con tanta atención como yo. No relinchó en respuesta a los demás caballos, como si fuera consciente de la importancia del silencio en aquellos momentos.

—Sugita debe de haberse encontrado con los Tohan aquí, como dijo el niño -murmuró Makoto-. ¿Crees que Kahei le habrá alcanzado?

—No lo sé, pero será una gran batalla -repliqué.

La carretera que teníamos por delante desapareció colina abajo a través del barranco. Las copas de los árboles mecían sus flamantes hojas verdes bajo el sol de primavera. El ruido del combate no me impidió oír el canto de los pájaros.

—Los portadores de los estandartes cabalgarán a la cabeza, junto a mí -dije yo.

—No debes ponerte a la cabeza, serás un blanco demasiado fácil para los arqueros. Quédate en el centro, es más seguro.

—Es mi guerra -repliqué-. Debo ser el primero en entrar en batalla.

Tal vez mis palabras denotaran tranquilidad y moderación, pero en realidad la tensión me atenazaba y estaba tan ansioso por iniciar el combate como por terminarlo.

—Sí, es tu guerra, y cada uno de nosotros está en ella por tu causa. Por eso precisamente intentamos protegerte.

Giré mi caballo y me coloqué frente a los hombres. Sentí una oleada de lástima por los que iban a morir, aunque al menos les había proporcionado la posibilidad de hacerlo de forma honorable, defendiendo sus tierras y a sus familias. Llamé a los portadores de los estandartes y cabalgaron hacia delante; las relucientes banderolas ondeaban bajo la brisa. Clavé los ojos en la garza blanca y recé al espíritu de Shigeru. Noté cómo llegó hasta mí, se deslizó bajo mi piel y se adhirió a mis tendones y huesos. Desenvainé a
Jato
y, bajo el sol, su hoja emitió un resplandor. Los hombres estallaron en vítores.

Giré a
Shun
y avancé a medio galope. El animal progresaba con calma y entusiasmo a la vez, como si estuviéramos atravesando una pacífica pradera. El caballo situado a mi izquierda estaba sobreexcitado; tiraba del bocado e intentaba encabritarse. Noté que los músculos del jinete se tensaban mientras hacía esfuerzos por controlar la montura con una mano y mantener el estandarte erguido con la otra.

La carretera fue oscureciendo a medida que las copas de los árboles la cubrían. El terreno empeoraba por momentos, como Hiroshi nos había advertido. La tierra suave y fangosa dio paso a piedras y peñascos. Las inundaciones recientes habían dejado numerosos baches, pues la propia carretera debía de quedar ahogada por el río cada vez que lloviera.

Aminoramos la marcha y seguimos avanzando al trote. Por encima de los ruidos de la batalla, escuchaba el fluir del río. Delante de nosotros, un hueco en el follaje mostraba el lugar donde la carretera emergía desde debajo de los árboles y cómo discurría junto a la orilla a lo largo de unos cien metros antes de llegar al vado. En contraste con la luminosidad del día, en la lejanía se recortaban siluetas oscuras, como sombras chinescas que, tras mamparas de papel, luchan entre sí con las contorsiones propias de una matanza y hacen las delicias de los niños.

En un primer momento había pensado utilizar a los arqueros, pero en cuanto divisé el combate caí en la cuenta de que matarían a tantos aliados como enemigos. Los hombres de Sugita habían arrastrado al ejército invasor desde la llanura y lo iban empujando palmo a palmo a lo largo del río. Mientras nos aproximábamos, algunos hombres intentaban romper filas y huir; pero al vernos, salieron corriendo en dirección contraria, lanzando gritos de advertencia a sus superiores.

Makoto levantó la caracola y sopló con fuerza. Su sonido espectral e inquietante hizo eco, desde la pared del barranco, en la otra orilla del río. Entonces, desde lo lejos llegó una respuesta, aunque la distancia no nos permitió divisar al hombre que hizo sonar la caracola enemiga. Hubo un instante de quietud, el momento que precede al estallido del combate. Casi inmediatamente, saltamos al ataque.

Sólo los cronistas pueden explicar lo que sucede en el campo de batalla, si bien suelen narrar la versión del bando victorioso. Cuando uno está enzarzado en pleno corazón del combate, no existe forma alguna de saber cómo se está desarrollando. Aunque se pudiera ver desde el cielo, a vista de pájaro, sólo se percibiría una manta oscilante de colores compuesta por blasones y estandartes, sangre y acero, tan bella como escalofriante. Todo hombre enloquece en el campo de batalla, ¿cómo, si no, puede explicarse que actúe de forma tan cruel y soporte la visión de la matanza?

De inmediato caí en la cuenta de que nuestra escaramuza con los bandoleros había sido insignificante. Aquellas eran las avezadas tropas de los Tohan y los Seishuu, bien equipadas, feroces, astutas. En cuanto vieron el blasón de la garza supieron a quién tenían en la retaguardia. El objetivo de buena parte del ejército invasor era acabar con mi vida para vengar la muerte de Ilida Sadamu. Makoto había sido sensato al aconsejarme que me mantuviera protegido. Yo ya había derrotado a tres guerreros, si bien me salvé del tercero gracias a la rápida actuación de
Shun.
A continuación, mi amigo se plantó a mi lado y, blandiendo su palo como si de una lanza se tratara, golpeó a un cuarto contendiente bajo la barbilla y le arrojó al suelo. Uno de los campesinos saltó sobre el guerrero caído y le seccionó la cabeza con una guadaña.

Fustigué a
Shun
para que avanzara y el animal pareció encontrar instintivamente una vía a través del tumulto. Siempre giraba en el instante oportuno para darme ventaja sobre mis adversarios,
Jato
me saltaba en la mano, como Shigeru me anunció que haría, y llegó un momento en el que el sable chorreaba sangre desde la punta a la empuñadura.

Makoto y yo luchábamos codo con codo, rodeados por un enorme grupo de hombres apiñados entre sí. Más adelante divisé un conjunto similar, sobre el que ondeaba el estandarte de los Tohan. Las dos formaciones se fueron aproximando a medida que los soldados de uno y otro bando se levantaban o caían fulminados, hasta que estuvieron tan próximas que, en medio del alboroto, pude ver al caudillo del enemigo.

Un repentino recuerdo me vino a la mente. Aquel guerrero portaba coraza negra y su yelmo, coronado por una cornamenta, era igual que el que llevaba Ilida Sadamu cuando le vi en Mino por primera vez, a lomos de su caballo. Una hilera de cuentas de oro, de las utilizadas para la oración, le cruzaba la pechera. Nuestras miradas se encontraron por encima de la marea de combatientes y Nariaki soltó un aullido de furia. Tiró con fuerza de la cabeza de su caballo y lo hizo avanzar, rompiendo así el círculo de hombres que protegía a su señor.

—¡Otori Takeo es mío! -bramaba-. Nadie puede atacarle, salvo yo.

Mientras repetía aquellas palabras una y otra vez, los hombres que combatían contra mí se apartaron a cierta distancia. Nariaki y yo nos encontramos cara a cara, separados por tan sólo unos metros.

Tal vez mi relato dé a entender que hubo tiempo suficiente para reflexionar sobre los pasos a seguir, pero lo cierto es que todo ocurrió en cuestión de segundos. El recuerdo de aquellos momentos me llega a retazos. Nariaki se hallaba frente a mí, insultándome a voz en grito, aunque yo apenas reparé en sus injurias. Dejó caer las riendas sobre el cuello de su caballo y agarró el sable con las dos manos. Su montura tenía mayor tamaño que
Shun
y él, al igual que Ilida Sadamu, era mucho más corpulento que yo. En el momento en que blandió su sable,
Shun
y yo le estábamos observando.

Al moverse, la hoja centelleó.
Shun
saltó hacia un lado y el sable rasgó el aire. El ímpetu del tremendo golpe asestado hizo que Nariaki perdiera el equilibrio momentáneamente y cayera hacia delante, sobre el cuello de su caballo, que se encabritó. Mi enemigo tenía que optar por dejarse caer o soltar el sable. Sin dudarlo un momento, sacó los pies de los estribos, agarró la crin del animal con una mano y, con sorprendente agilidad, dio un salto hacia el suelo. Cayó de rodillas; pero todavía empuñando su arma. Entonces, se puso de pie de un brinco al tiempo que asestó un golpe que podría haberme arrancado la pierna de no haber sido porque
Shun
se apartó justo a tiempo.

Mis hombres dieron un paso al frente y, dadas las circunstancias, podrían haber acabado con Nariaki allí mismo sin dificultad.

—¡Atrás! -grité.

Estaba decidido a matarle yo mismo. Me sentía poseído por un arrebato hasta entonces desconocido para mí; aquella lucha era tan diferente de los fríos asesinatos de la Tribu como el día de la noche. Dejé caer las riendas y salté desde el lomo de
Shun.
Oí que el animal relinchaba a mis espaldas y supe que se quedaría tan inmóvil como una roca hasta que yo volviese a necesitarlo.

Me planté frente al primo de Ilida, como me hubiera gustado hacer con Ilida mismo. Sabía que Nariaki me despreciaba, y con razón, pues yo carecía de su entrenamiento y experiencia; pero en aquel desprecio encontré su punto débil. Se abalanzó hacia delante, sable en alto; su plan era atacarme desde arriba, beneficiándose de mi menor tamaño. De repente, me vi a mí mismo en el pabellón de lucha de Terayama practicando con Matsuda. También me vino a la memoria la imagen de Kaede y me repetí una vez más que ella era mi vida entera, mi fortaleza. "Esta noche dormiremos en Maruyama", le prometí de nuevo a mi esposa. Entonces me dispuse a atacar siguiendo las enseñanzas del abad.

"Sangre negra", pensé -tal vez llegué a gritar esas palabras, no lo recuerdo-. "Tienes la sangre negra, y yo también. Somos de la misma clase". Noté la mano de Shigeru sobre la mía y, de súbito,
Jato
acertó en su objetivo y la sangre de Nariaki me cayó, como la lluvia, sobre la cara.

Mientras mi adversario caía de rodillas hacia delante,
Jato
atacó otra vez y la cabeza de aquél fue a rodar hasta mis pies. Los ojos aún estaban nublados por la cólera; los labios mostraban una mueca de desdén.

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