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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (21 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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—¿Y qué hacen sus maridos? —preguntó el niño, dejando escapar la duda en su voz.

—Tienen que ponerse vendas en los ojos —bromeó Kaede mientras arrojaba un paño que tenía junto a ella sobre la cabeza de Hiroshi.

Le agarró juguetonamente unos momentos y él se retorció para liberarse de sus brazos. Kaede se percató de que se sentía molesto; le había tratado como a un niño e Hiroshi quería ser tratado como un hombre.

—Las chicas tienen suerte, porque no tienen que estudiar —se quejó el muchacho.

—Pues a mi hermana le encanta estudiar y a mí también. Las muchachas deberían aprender a leer y escribir igual que los chicos. Si lo hicieran, podrían ayudar a sus maridos, como hago yo con el mío.

—Casi todos los señores tienen escribas para esas labores, en especial los que no han aprendido caligrafía.

—Mi marido sabe escribir —replicó Kaede con rapidez—; pero, al igual que Jiro, empezó a aprender más tarde que tú.

Hiroshi pareció horrorizado ante el comentario.

—¡No era mi intención decir nada en contra del señor Otori! Me salvó la vida y vengó la muerte de mi padre. Se lo debo todo, pero...

—Pero ¿qué? —le animó a seguir Kaede, incómoda, consciente de una sombra de deslealtad.

—Sólo os digo lo que la gente comenta —aclaró Hiroshi—. Dicen de él que es extraño porque se mezcla con parias y permite combatir a los campesinos. También ha iniciado una campaña contra los comerciantes que nadie llega a entender. Dicen que no ha sido educado como guerrero y se preguntan de dónde procede en realidad.

—¿Quién lo dice? ¿Los habitantes de la ciudad?

—No, gente como mi familia.

—¿Guerreros Maruyama?

—Sí, y algunos aseguran que es un hechicero.

Kaede no se sorprendió mucho, la verdad; ésas eran exactamente las cuestiones que a ella le preocupaban sobre Takeo. Sin embargo, se sintió furiosa por el hecho de que sus guerreros le fueran desleales de aquella manera.

—Tal vez su formación fue algo inusual —admitió Kaede—, pero Takeo es el heredero del clan Otori por sangre y por adopción y, además, es mi marido. Nadie tiene derecho a criticarle —Kaede decidió que encontraría a aquellas personas y las silenciaría—. Quiero que te conviertas en mi espía —le dijo a Hiroshi—. Infórmame sobre todo aquel que muestre la mínima señal de deslealtad.

Desde ese momento, Hiroshi acudía a verla a diario. Le enseñaba lo que había aprendido y le repetía los comentarios que había escuchado entre la casta militar. No eran críticas propiamente dichas, sino murmuraciones; a veces bromas, tal vez sólo habladurías de hombres desocupados. Kaede resolvió no hacer nada al respecto por el momento, pero advertiría a Takeo en cuanto regresara.

* * *

Llegó la época de intenso calor y el bochorno impedía que saliera a cabalgar. Ya que a Kaede no se le permitía tomar ninguna decisión en ausencia de Takeo, se dedicaba a esperarle y, mientras tanto, pasaba casi todo el día arrodillada ante un escritorio laqueado, copiando los informes sobre la Tribu recogidos por Shigeru. Las puertas de la residencia permanecían abiertas para crear corrientes de aire y el ruido de los insectos resultaba ensordecedor. Su estancia favorita miraba a un conjunto de estanques y a una cascada; a través de los arbustos de azalea, Kaede divisaba el pabellón de té, cuya madera había adquirido un tono plateado con el paso del tiempo. Cada día se prometía a sí misma que aquella noche prepararía allí el té para Takeo, y cada día sufría una desilusión. A veces, los martines pescador acudían a los estanques, y el fugaz destello azul y naranja distraía momentáneamente su atención. En una ocasión, una garza alzó el vuelo desde la veranda y Kaede lo interpretó como una señal de que Takeo regresaría aquel día, pero no fue así.

La joven no permitió que nadie viera lo que estaba escribiendo, pues conocía la importancia de los documentos. Se sorprendía de lo que Shigeru había logrado descubrir; sospechaba que algún miembro de la Tribu había actuado como confidente suyo. Cada noche, Kaede escondía los documentos originales y las copias en un lugar diferente e intentaba retener en la memoria tanta información como le era posible. Llegó a obsesionarse con la organización secreta; buscaba signos de ella por todas partes y no confiaba en nadie, a pesar de que la primera tarea emprendida por Takeo cuando llegó a Maruyama había sido depurar la servidumbre del castillo. El alcance de las redes de la Tribu la desanimaba; no veía posible que Takeo pudiera librarse de ellas. Entonces, se le ocurrió que quizá le habían atrapado; tal vez yacía muerto en algún lugar y ya nunca le volvería a ver.

"Takeo tenía razón", pensó. "Todos deben morir; hay que erradicarlos porque intentan destruirle. Y si le destruyen, también acabarán conmigo".

A menudo le venían a la mente los rostros de Shizuka y Muto Kenji. Lamentaba la confianza que había depositado en Shizuka y se preguntaba hasta qué punto la joven habría informado a la Tribu sobre la vida de Kaede. Siempre había creído que Kenji y Shizuka la apreciaban... ¿Acaso su afecto había sido simple hipocresía? Ambos estuvieron al borde de perder la vida en el castillo de Inuyama. ¿Es que aquello no contaba para nada? Se sintió traicionada por Shizuka, pero al mismo tiempo la añoraba profundamente y deseaba contar con alguien en quien confiar.

Llegó su menstruación, lo que sumió de nuevo a Kaede en la desesperación y la mantuvo recluida durante una semana. Ni siquiera Hiroshi acudía a visitarla. Cuando terminó de sangrar, la copia de los documentos había finalizado y su nerviosismo iba en aumento. El Festival de los Muertos llegó y pasó, dejándola llena de pena y sufrimiento por los difuntos. Los trabajos de restauración de la residencia, que se habían prolongado durante todo el verano, terminaron. Las estancias se veían hermosas, pero transmitían una sensación de soledad. Una mañana, Hiroshi le preguntó:

—¿Por qué no está vuestra hermana aquí, con vos?

Impulsivamente, Kaede le respondió:

—¿Quieres que vayamos a mi casa a recogerla?

La semana anterior, el cielo había estado encapotado, como si un tifón amenazara; pero el tiempo mejoró de repente y el calor había remitido en cierta medida. Las noches eran más frescas y parecía una época ideal para viajar. Sugita intentó disuadirla e incluso los evasivos ancianos del consejo de notables fueron presentándose ante ella, uno a uno, para hacerle ver que el viaje era un error; pero Kaede hizo caso omiso de todas sus palabras. Llegarían a Shirakawa en tan sólo dos o tres jornadas. Si Takeo regresaba antes que ella, podría ir a buscarla. Además, el trayecto la ayudaría a calmar el nerviosismo que la acechaba.

—Puedes enviar a alguien a buscar a tus hermanas —insistía Sugita—. Es una idea excelente, se me debería haber ocurrido antes. Yo iré para escoltarlas.

—Tengo que visitar mi dominio —replicó Kaede, a quien, una vez que había concebido la idea, no había nada que la hiciese cambiar de opinión—. No he hablado con mis hombres desde mi boda. Debería haber ¡do hace semanas. Tengo que supervisar mis tierras y asegurarme de que la cosecha será buena.

Kaede le ocultó a Sugita que existía otro motivo para el viaje. Era algo sobre lo que había estado meditando durante todo el verano. Iría a las cuevas sagradas de Shirakawa a beber las aguas del río y a rezar a la diosa para que le concediera un hijo.

—Sólo estaré fuera unos días.

—Me temo que tu marido no lo aprobará.

—Él siempre aprueba mis decisiones —replicó Kaede—. Además, ¿no solía viajar sola la señora Naomi?

Como Sugita estaba acostumbrado a recibir órdenes de una mujer, Kaede logró acabar con los recelos del lacayo. Eligió para que la acompañaran a Amano y a algunos hombres más que habían viajado con ella desde que partieran de Terayama en la primavera. Tras reflexionar sobre ello, resolvió no llevar consigo a ninguna mujer, ni siquiera a Manami. Quería desplazarse con rapidez, a caballo, sin los formalismos a los que tendría que someterse en caso de emprender viaje de forma oficial. Una y otra vez, Manami le suplicó que la llevara y mostró su enfado abiertamente; pero Kaede no cedió.

Decidió ir a lomos de
Raku
y se negó en redondo a que la comitiva portase un palanquín. Antes de partir, había planeado esconder el arcón con las copias de los informes bajo el suelo del pabellón de té, pero los indicios de deslealtad aún la inquietaban y, por fin, optó por llevar consigo todos los documentos, originales y copias, y esconderlos en algún lugar de la residencia Shirakawa. Después de mucho suplicar, Hiroshi consiguió que Kaede le permitiera acompañarlos. Ésta le llevó a un aparte y le hizo prometer que no perdería de vista los arcones ni un solo instante. En el último momento, empuñó la espada que Takeo le había regalado.

Amano consiguió convencer a Hiroshi para que no cargara con el sable de su padre; el niño accedió y optó por llevar un puñal y un arco. También eligió un pequeño y brioso caballo ruano de los establos de su familia. El animal no paró de retozar durante todo el primer día, lo que provocó la diversión de los hombres. Dos veces el corcel se giró en redondo y emprendió la huida de vuelta a casa, hasta que el muchacho logró hacerse con el control y al cabo de un tiempo alcanzó a la comitiva; la cólera se reflejaba en la cara de Hiroshi, quien, salvo en su orgullo, no sufrió ningún daño.

—Es un buen animal, pero inexperto —le comentó Amano al muchacho—. Haces que se ponga en tensión. No agarres las riendas con tanta fuerza; relájate.

Amano le pidió a Hiroshi que cabalgara a su costado. El caballo se calmó y al día siguiente no dio un solo problema. Kaede se sentía feliz. Tal y como había esperado, el viaje la apartó de su estado pesimista. El tiempo era perfecto; la campiña se veía hermosa, rebosante de cosecha; los hombres que la escoltaban se sentían alegres ante la idea de regresar a sus hogares y junto a sus familias, tras meses de ausencia. Hiroshi era un buen acompañante y ofrecía detallada información de los lugares por los que pasaban.

—Ojalá mi padre me hubiera enseñado tanto como el tuyo te enseñó a ti —comentó Kaede, impresionada por los conocimientos del niño—. Cuando yo tenía tu edad, vivía en el castillo de los Noguchi en calidad de rehén.

—Mi padre me hacía aprender todo el tiempo; no me permitía malgastar ni un minuto.

—La vida es corta y frágil —opinó Kaede—. Tal vez presintiera que no te vería crecer.

Hiroshi asintió y siguió cabalgando en silencio durante un rato.

"Debe de añorar a su padre, pero no quiere demostrarlo", pensó Kaede, quien sintió envidia de la formación que el niño había recibido. "Educaré así a mis propios hijos; a las niñas igual que a los varones. Serán instruidos en todas las disciplinas y aprenderán a ser fuertes".

* * *

En la mañana del tercer día atravesaron el Shirakawa y entraron en el dominio de la familia de Kaede. El río era poco profundo y se podía vadear sin dificultad; las aguas rápidas formaban remolinos entre las rocas. No existía barrera en la frontera, pues se encontraban más allá de la jurisdicción de los grandes clanes, en una comarca de pequeños terratenientes en la que los vecinos se enfrentaban en conflictos sin importancia o bien formaban amistosas alianzas. En teoría, aquellas familias de la casta militar debían fidelidad a Kumamoto o Maruyama, pero no residían en esas ciudades, sino que preferían vivir en sus propias tierras y cultivarlas; además, los impuestos que pagaban no eran demasiado elevados.

—Nunca antes había cruzado el Shirakawa —comentó Hiroshi mientras que los caballos se abrían camino en el agua—. Éste es el punto más lejano al que jamás he llegado desde Maruyama.

—De modo que ahora me toca ser guía a mí —replicó Kaede, a quien le agradaba señalar los puntos de referencia de sus tierras—. Más tarde te llevaré al nacimiento del río, a las cuevas; pero tendrás que quedarte fuera.

—¿Por qué? —preguntó Hiroshi.

—Es un lugar sagrado en el que sólo pueden entrar mujeres. No se permite el paso a los hombres.

Kaede se sentía ansiosa por llegar a su casa, por lo que no se entretuvieron por el camino. A medida que avanzaban, iba examinando todo cuanto tenía ante sí: el aspecto de las tierras, el avance de la cosecha, las condiciones de los bueyes y el estado de los niños. En comparación con el año anterior, cuando Kaede había regresado a su hogar junto a Shizuka, las cosas habían mejorado; pero aún quedaban numerosas señales de pobreza y abandono.

"Los desatendí", pensó con remordimiento. "Debería haber regresado antes". Kaede reflexionó sobre su tempestuosa huida a Terayama en la primavera; parecía haber sido alguien diferente, como si estuviera cautivada por un hechizo.

Amano había enviado a dos hombres por delante y Shoji Kiyoshi, el lacayo principal del dominio, los esperaba a las puertas de la residencia. Saludó a Kaede con sorpresa y también con cierta frialdad. Las mujeres de la casa formaban una línea en el jardín, pero no había rastro de sus hermanas, ni de Ayame.

Raku
relinchó y giró la cabeza en dirección a los establos y a las vegas donde había corrido libremente el invierno anterior. Amano se adelantó para ayudar a Kaede a desmontar. Hiroshi se bajó de su ruano y éste intentó dar una coz al caballo que tenía a su lado.

—¿Dónde están mis hermanas? —preguntó Kaede, exigente, haciendo caso omiso de los murmullos de bienvenida por parte de las mujeres.

Nadie respondió. Un alcaudón emitía su insistente canto desde la copa del alcanforero situado junto a la cancela y su sonido irritaba a Kaede por momentos.

—Señora Shirakawa... —empezó a decir Shoji.

Kaede se giró bruscamente para mirarle.

—¿Dónde están?


Nos dijeron... Enviaste instrucciones para que fueran a la residencia del señor Fujiwara.

—¡Jamás lo hice! ¿Cuánto tiempo llevan allí?

—Dos meses, por lo menos. —Shoji miró brevemente a los jinetes y a los sirvientes—. Deberíamos hablar a solas.

—Sí, de inmediato —convino Kaede.

Una de las mujeres corrió hacia delante con un cuenco lleno de agua.

—Bienvenida a casa, señora Shirakawa.

Kaede se lavó los pies y subió los escalones de la veranda. La inquietud se iba apoderando de ella. En la casa reinaba un insólito silencio. Deseaba escuchar las voces de Mana y de Ai, y cayó en la cuenta de lo mucho que las había añorado.

Era poco más del mediodía, y Kaede dio instrucciones para que alimentasen a los hombres y diesen de beber a los caballos; todos tendrían que estar dispuestos por si los necesitaba. Entonces, llevó a Hiroshi a su propia alcoba y le pidió que permaneciese allí, custodiando los documentos, mientras ella hablaba con Shoji. Kaede no tenía apetito, pero dio órdenes para que las mujeres trajeran comida al muchacho. Acto seguido, se dirigió a la antigua habitación de su padre y envió a buscar a Shoji.

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