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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (20 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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Ryoma gritó:

—¡Tenemos que regresar!

Yo no podía negarme, aunque me sentí desfallecer ante la idea de un retraso. Ryoma se las arregló para virar la frágil embarcación con ayuda del remo. Cada minuto que pasaba la marejada adquiría más fuerza; gigantescas olas verdosas nos elevaban en sus crestas para dejarnos caer en lo que parecía un abismo. El movimiento era tan brutal que, a la cuarta o quinta caída, Ryoma y yo vomitamos al mismo tiempo. El olor acre del vómito resultaba débil ante el descomunal telón de agua y de viento.

El vendaval nos arrastraba hacia el puerto y ambos forcejeábamos con el remo para guiar la barca hacia la entrada. Pensé que no lo lograríamos y que la fuerza de la tormenta nos arrastraría hasta alta mar, pero el repentino refugio en el sotavento nos permitió un momento de calma y pudimos dirigir la embarcación por detrás del malecón. Pero aún no habíamos escapado del peligro. En el puerto mismo, el agua se agitaba como en una olla hirviendo. La barca era arrastrada de un lado a otro hasta que, finalmente, fue arrojada contra el muro con un fuerte golpe y volcó.

Me hundí en el agua. Desde el fondo vi la superficie y me esforcé al máximo por salir a flote. Ryoma se encontraba a poca distancia. Observé su cara. Con la boca abierta, parecía pedir ayuda. Le agarré por la ropa, tiré de él hacia arriba y salimos juntos a flote. Aspiró profundamente y entonces el pánico le invadió: empezó a mover los brazos compulsivamente y me agarró con tanta fuerza que estuvo a punto de ahogarme. Su peso me arrastró otra vez bajo el agua. No podía liberarme. Cierto es que yo era capaz de aguantar la respiración durante mucho rato, pero antes o después, a pesar de todos mis poderes de la Tribu, tenía que respirar. Los pulmones me dolían y la cabeza me estallaba. Intenté liberarme de su sujeción, traté de alcanzarle el cuello para inmovilizarle el tiempo suficiente como para salvar nuestras vidas. Un pensamiento me vino a la cabeza: "Es mi primo, no mi hijo. ¿Y si la profecía estaba equivocada?".

Yo no podía creer que iba a morir ahogado. La vista se me nublaba, las luces y las sombras se alternaban. Entonces, saqué la cabeza a la superficie y empecé a respirar entrecortadamente.

Dos de los hombres de Fumio se encontraban junto a nosotros en el agua, atados al embarcadero con unas cuerdas. Habían llegado nadando y nos habían sacado tirando de nuestras cabelleras. Nos subieron a las piedras y Ryoma y yo volvimos a vomitar, sobre todo agua del mar. Mi compañero se encontraba en peor estado que yo. Al igual que muchos marineros y pescadores, no sabía nadar y la posibilidad de ahogarse le había hecho perder los nervios.

La lluvia caía a raudales y ocultaba la costa distante. Las naves de los piratas gemían y gruñían chocando entre sí Fumio se arrodilló a mi lado.

—Si puedes andar, ¡remos a la residencia antes de que la tormenta empeore.

Me puse en pie. La garganta me dolía y los ojos me escocían; por lo demás, no había sufrido ningún daño. Aún llevaba a
Jato
bajo el cinturón y también portaba el resto de mis armas. No me era posible luchar contra los elementos la rabia y la preocupación me asaltaban.

—¿Cuánto durará?

—No parece un verdadero tifón; debe de ser una simple tormenta. Puede que por la mañana haya remitido.

Los cálculos de Fumio resultaron ser demasiado optimistas. La tormenta duró tres días y otros dos más el mar estuvo demasiado turbulento para la pequeña embarcación de Ryoma. Además, necesitaba repararse, y para ello empleamos cuatro días desde que la lluvia amainó. Fumio quería enviarme de regreso en uno de los barcos piratas, pero yo no deseaba que me vieran en ninguno de ellos ni en compañía de sus hombres, por miedo a que los espías pudieran descubrir mi nueva alianza. Con el paso de los días me sentía más intranquilo; estaba preocupado por Makoto. No sabía si me esperaría o si regresaría a Maruyama. ¿Sería capaz de abandonarme, ahora que sabía que yo era uno de los Ocultos? ¿Regresaría a Terayama? Aún me sentía más preocupado por Kaede. No había tenido intención de estar alejado de ella durante tanto tiempo.

Fumio y yo tuvimos ocasión de entablar muchas conversaciones sobre barcos y navegación, combates en el mar, cómo armar a los marineros y temas parecidos. Seguido a todas partes por el gato carey, que resultó ser tan curioso como yo, inspeccioné uno por uno los barcos y las armas de los piratas y quedé aún más impresionado por su poder. Cada día, mientras desde abajo llegaban las voces de los marineros que apostaban y de las muchachas que cantaban y bailaban, conversábamos con su padre hasta bien entrada la noche. Cada vez apreciaba yo más la astucia y el valor del anciano y me alegraba de que fuera mi aliado.

La luna había pasado el último cuarto cuando, por fin, zarpamos con el mar en calma; era la última hora de la tarde, porque queríamos aprovechar la marea vespertina. Ryoma se había recuperado. A petición mía, había sido recibido en la residencia de los Terada en nuestra última noche y había compartido la cena con nosotros. La presencia del viejo pirata le había silenciado por completo, pero yo sabía que lo consideraba un honor y que estaba satisfecho por ello.

Corría el viento lo suficiente como para ¡zar la nueva vela de lona de color amarillo que los piratas habían fabricado para nosotros. También nos habían entregado amuletos para reemplazar los que se perdieron durante la tormenta, al igual que una pequeña escultura del dios del mar, que nos ofrecería su especial protección. Los amuletos entonaban su melodía al viento y a medida que avanzábamos a toda velocidad, dejando a un lado la parte sur de la isla, sonó una especie de trueno, como un eco, y una pequeña bocanada de humo se elevó desde el cráter. Las laderas de la isla quedaron envueltas en vapor. Me quedé mirando un buen rato y pensé que la gente de la comarca tenía razón al llamar a la isla la Puerta del Infierno. Paulatinamente la humareda se disipó, mientras la bruma lila del crepúsculo surgía del mar y envolvía la isla hasta ocultarla por completo.

Por fortuna, realizamos la mayor parte de la travesía antes del anochecer, pues la bruma dio paso a una densa niebla; con la llegada de la noche, la oscuridad era absoluta. Ryoma alternaba arranques de locuacidad con silencios prolongados y meditabundos. Nos turnábamos a la hora de remar. Mucho antes de que la oscura silueta del litoral se recortara ante nuestra vista, yo ya había percibido el cambio de melodía en el mar y el lamido de las olas sobre los guijarros. Alcanzamos la costa justo en el mismo punto del que habíamos partido. Jiro nos esperaba en la playa, junto a una pequeña hoguera. Cuando la barca encalló, se puso en pie de un salto y se apresuró a sujetarla para que pudiera desembarcar.

—¡Señor Otori! Habíamos perdido toda esperanza.

Makoto se disponía a regresar a Maruyama y anunciar vuestra desaparición.

—La tormenta nos retrasó —respondí, aliviado de que siguieran allí y no me hubieran abandonado.

Ryoma estaba agotado, pero no quiso bajar de la barca ni descansar hasta el amanecer. Imaginé que, a pesar de su anterior actitud jactanciosa, tenía miedo. Desearía regresar a su hogar amparado por la oscuridad, sin que nadie averiguara dónde había estado. Envié a Jiro al templo para recoger la plata que le había prometido al barquero y algo de comida. Pensé que cuando regresáramos tendríamos que liberar la costa de forajidos. Entonces, le pedí a Ryoma que nos esperase tan pronto como el tiempo fuera favorable.

Ryoma se mostraba incómodo. Tuve la impresión de que deseaba escuchar promesas que yo no me veía en situación de formular. Tal vez le había decepcionado de alguna forma. Quizá había abrigado la esperanza de que le reconociera legalmente, sobre la marcha, y le llevara conmigo a Maruyama, pero yo no deseaba añadir otra persona a mi cargo. Por otra parte, no me convenía indisponerme con Ryoma. Le necesitaba como mensajero, al igual que necesitaba su silencio. Intenté hacerle ver que tenía que mantener el secreto a toda costa e insinué que su futuro dependería de su capacidad de discreción. Juró que no le hablaría a nadie del asunto y aceptó con profunda gratitud el dinero y la comida que Jiro le ofreció. Le di las gracias efusivamente —realmente me sentía agradecido—, pero tuve la impresión de que habría sido más sencillo tratar con un simple pescador, que habría resultado más digno de confianza.

Makoto, profundamente aliviado por mi regreso a salvo, había vuelto a la playa junto a Jiro. Nos encaminamos hacia el templo y le fui contando mi viaje y el éxito que había obtenido. Mientras tanto, escuchábamos el débil chapoteo del remo a medida que Ryoma se alejaba en la oscuridad.

6

Cuando Takeo partió hacia la costa y los hermanos Miyoshi hacia Inuyama, Kaede percibió en sus rostros evidentes señales de emoción, y sintió un profundo resentimiento por tener que permanecer en Maruyama. En los días que siguieron, el temor y la ansiedad la embargaron. Añoraba la presencia física de su marido más de lo que jamás había sospechado; sentía celos de que Makoto pudiera acompañarle y ella no. Temía por la seguridad de Takeo y, a la vez, estaba enfadada con él.

"Para Takeo, la búsqueda de venganza es más importante que yo", solía pensar. "¿Es posible que se casara conmigo para llevar a cabo sus planes de represalia?". Kaede sabía que Takeo la amaba profundamente; pero era un hombre, un guerrero, y, si tuviera que elegir, sin duda optaría por la venganza. "Yo haría lo mismo en su lugar", se dijo a sí misma. "Ni siquiera puedo darle un hijo... ¿Qué utilidad tengo como mujer? Debería haber nacido varón. Una vez que haya muerto, ¡ojalá regrese a esta vida como hombre!".

No hablaba con nadie sobre tales pensamientos. En realidad, no tenía ninguna persona con quien compartir sus confidencias. Sugita y los demás ancianos se mostraban atentos con ella, incluso afectuosos; pero le daba la impresión de que evitaban su compañía. Kaede se mantenía ocupada todo el día, supervisando a la servidumbre, cabalgando por las tierras junto a Amano y copiando los documentos que Takeo le había confiado. Tras el intento de robo, había decidido tomar la precaución de copiarlos; por otra parte, abrigaba la esperanza de que aquella tarea la ayudase a comprender la ferocidad de la campaña de Takeo contra la Tribu y la angustia que sus propias acciones le causaban. Ella misma se había sentido perturbada por la matanza de los miembros de la organización, y también por la enorme cantidad de muertos que la batalla de Asagawa había supuesto. ¡Cuánto tiempo se tardaba en criar a un hombre y, en cambio, con cuánta rapidez podía extinguirse su vida! Kaede temía la revancha, tanto de los vivos como de los muertos. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer Takeo, ya que eran tantos los que conspiraban contra él?

Ella también había ordenado que mataran a varios hombres. ¿Habría perdido a su hijo como castigo por ello? Kaede notaba que sus propios deseos estaban cambiando; ahora anhelaba crear vida, no destruirla. ¿Sería posible mantener su dominio y ejercer el gobierno sin violencia? La joven disponía de muchas horas de soledad en las que meditar sobre estos asuntos.

Takeo había asegurado que regresaría al cabo de una semana. A medida que el tiempo pasaba y no retornaba, la ansiedad de Kaede iba en aumento. Había que establecer planes y tomar decisiones sobre el futuro del dominio, pero los notables seguían mostrándose evasivos. Cada una de las sugerencias que Kaede ofrecía a Sugita era recibida con una profunda reverencia y con la recomendación de que aguardase el regreso de su marido. En dos ocasiones intentó Kaede convocar al consejo de notables para una reunión; pero, uno a uno, alegaron encontrarse indispuestos.

—Llama la atención que todos caigan enfermos el mismo día —le dijo a Sugita con un matiz de acritud—. Ignoraba que Maruyama afectase tan negativamente a la salud de los ancianos.

—Ten paciencia, señora Kaede —recomendó él—. No es necesario tomar ninguna decisión antes del regreso del señor Takeo; estará de vuelta cualquier día de éstos. Es probable que traiga órdenes urgentes para los hombres; por eso deben estar preparados para su llegada. Lo único que podemos hacer es esperar.

La irritación de Kaede era aún mayor por el hecho de que, a pesar de ser ella la propietaria del dominio, todos mostraban mayor deferencia por Takeo. Él era su esposo, por lo que Kaede también debería respetarle; sin embargo, Maruyama y Shirakawa le pertenecían a ella y debería poder actuar a su antojo en sus tierras.

En el fondo se encontraba alarmada porque Takeo hubiera partido en busca de una alianza con los piratas. Era lo mismo que su relación con los parias y los campesinos; tenía algo de antinatural. Kaede reflexionó que tal actitud probablemente se debiera a su crianza entre los Ocultos. Aquella circunstancia que Takeo le había confiado le atraía y repelía al mismo tiempo. Todas las reglas de su casta, la de los guerreros, le decían a Kaede que su propia sangre era mucho más pura que la de Takeo y que, por nacimiento, ella disponía de mayor rango social. Se sintió avergonzada ante tales pensamientos e intentó apartarlos de su mente, pero le acechaban sin cesar y cuanto más tardaba Takeo en regresar más insistentes se tornaban.

—¿Dónde está tu sobrino? —le preguntó a Sugita, deseosa de distracción—. Mándamelo. ¡Quiero ver a alguien menor de treinta años!

Hiroshi no resultó ser mejor compañía, pues también estaba resentido por haber tenido que permanecer en Maruyama. Había abrigado la esperanza de viajar a Inuyama junto a Kahei y Gemba.

—Ni siquiera conocen la carretera —gruñó—. Yo les habría sido útil. Y ahora tengo que quedarme aquí para que mi tío me instruya. Incluso a Jiro le permitieron viajar con el señor Otori.

—Jiro es mucho mayor que tú —le recordó Kaede.

—Sólo cinco años. Y es él quien debería estar estudiando. Yo ya conozco muchas más letras...

—Eso es porque empezaste antes. Nunca desprecies a quienes no han tenido oportunidades.

Kaede examinó detenidamente al muchacho; aunque más bien pequeño para su edad, era fuerte y bien proporcionado. Llegaría a ser un hombre atractivo.

—Tienes más o menos la edad de mi hermana —comentó entonces.

—¿Se parece a vos, vuestra hermana?

—Eso dicen. Yo creo que es más hermosa.

—Eso es imposible —saltó Hiroshi de repente, lo que hizo que Kaede se echara a reír. El muchacho se ruborizó ligeramente—. Todos dicen que la señora Otori es la mujer más bella de los Tres Países.

—¿Qué sabrán ellos? —replicó Kaede—. En la capital, en la corte del emperador, existen mujeres tan maravillosas que los ojos de los hombres se abrasan cuando las miran. Esas damas permanecen ocultas tras los biombos, por temor a que la corte entera quede ciega.

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