Y el leñador, sorprendido y aterrado, dio un salto cuando vio que el gigante se movía.
O, mejor dicho, que algo se movía sobre el gigante...
Entre las dos cabezas había una forma palpitante, una... ¿gallina desplumada? Aquella cosa tenía la piel del mismo color que una gallina y se hallaba desnuda, cierto, pero era tan alta como Gaviota. Estaba medio enterrada entre las dos cabezas. El leñador pudo ver dos flacas nalgas surcadas por venas azuladas que se tensaban bajo la piel transparente. ¿Qué...?
El horror se hizo todavía más intenso. El gigante gimió, alzó un brazo blanco y frío tan grueso como el tronco de un árbol y se tocó el cuello con él en un débil manoteo.
Gaviota se quedó paralizado. El gesto era tan patético y tan humano, como el de un bebé que intenta quitarse de encima a un mosquito que se está atracando con su sangre... El leñador sintió que una oleada de compasión hacia el gigante se adueñaba de su corazón. Aunque el gigante era un mercenario, y como tal no merecía ninguna simpatía...
El gigante gimoteó y alzó un gigantesco y sucio pie descalzo, moviéndolo en una patada convulsiva que obligó a Gaviota a retroceder de un salto. El gigante estaba sufriendo a pesar de su estupor. El muñón de su brazo mostraba la blancura del hueso, y carne roja podrida recubierta de barro y pus. El muñón chocó con el suelo, y el gigante volvió a gemir.
La gallina desplumada alzó la cabeza, y Gaviota dejó escapar un jadeo ahogado.
La cosa tenía una cabeza alargada y carente de pelo, largas orejas puntiagudas, un encaje de venas azules y una boca repleta de colmillos..., y sangre roja sobre sus delgados labios.
«Es un vampiro», pensó Gaviota.
La horrible criatura alargó una mano de uñas tan temibles como garras hacia el ojo del gigante, moviéndola con una curiosa y casi delicada lentitud, colocó una sucia uña sobre el globo ocular y ejerció presión. El gigante retrocedió, y el vampiro tiró del lóbulo de su oreja y hundió sus dientes en la carne por debajo de él. Gaviota, que había sacrificado muchos animales, sabía que debajo de la oreja había una gruesa vena palpitante y llena de sangre.
Pero no estaba pensando en eso cuando atacó.
* * *
El leñador se agarró al extremo de la enorme camisola hecha con trozos de velas multicolores que cubría al gigante, se izó por ella lanzando frenéticos aullidos de furia y avanzó por encima de la temblorosa redondez del estómago. Gaviota actuó por puro instinto. Algo muerto se estaba alimentando de algo vivo. Comparados con aquella criatura necrófaga, Gaviota y el gigante eran hermanos.
El vampiro giró sobre sí mismo al oír el grito de batalla. Gaviota vio láminas de tejido parecidas a las de una ardilla voladora entre sus dedos y debajo de sus brazos. La piel recorrida por la telaraña de las venas azules era tan traslúcida que dejaba pasar una pálida claridad solar. Gaviota vio una mancha roja a través de la piel del vientre: era la sangre fresca acumulada dentro del estómago del vampiro. Gaviota intentó controlar las náuseas que amenazaban con dejar vacío el suyo, y luchó para no perder el equilibrio mientras alzaba el hacha por encima de su hombro.
Partiría en dos al vampiro desde la cabeza hasta la ingle con un solo golpe, y después echaría a patadas sus restos a la pradera pisoteada para que sirviesen de alimento a los cuervos.
Pero el vampiro dio un salto minúsculo que apenas le exigió un leve empujón de los largos dedos de sus pies y desapareció.
Gaviota, sorprendido, dio media vuelta y después completó lentamente el giro, buscando a la criatura. ¿Adónde se había ido?
Un peso tan grande como el de un ciervo muerto cayó sobre su espalda.
Gaviota buscó desesperadamente su hacha y vio cómo resbalaba por la pendiente de una colina de carne. El leñador cayó de bruces y quedó con el rostro pegado a la sucia tela que olía a sudor y sal.
Y también había otro olor, un fétido hedor de matadero.
Una mano fría como la muerte golpeó su cabeza, creando incendios en la multitud de arañazos y morados producidos por las rocas, y echó a un lado la larga cabellera de Gaviota para dejar al descubierto su cuello.
El leñador se acordó de que su padre —que estaba muerto— siempre decía que era mejor mirar a la muerte cara a cara que recibirla por la espalda.
Se impulsó con los pies e intentó rodar sobre sí mismo. Una punzada de dolor atravesó su rodilla lisiada. Gaviota oyó cómo el gigante gruñía con sus dos bocas.
Pero el vampiro le agarró todavía con más fuerza que antes y hundió sus garras en su rostro. Los dedos de la criatura se incrustaron en la carne de la frente de Gaviota. Uno de ellos quedó enganchado y le arañó el globo ocular. Gaviota ya no sabía si estaba asustado o enfurecido. Que una sanguijuela gigante le chupase la sangre le aterrorizaba, pero aquel nuevo ataque —¿después de cuántos en dos días?— hizo que la sangre le hirviera de rabia.
Ladeó la cabeza y mordió la mano, pateó la nada y golpeó con un puño. El vampiro era tan fuerte como una mula, pero su delgado brazo dejó de sujetar a Gaviota cuando el robusto leñador le golpeó en el codo. El vampiro rugió y se lanzó sobre la garganta de Gaviota, amenazándola con sus largos y blancos dientes manchados de rojo.
El leñador, con los brazos atrapados, volvió a recurrir a las patadas y golpeó las piernas del vampiro con las suyas...
... y consiguió que los dos cayeran del jadeante cuerpo del gigante.
Cielo, piel muerta, tela impregnada de sal, barro... Todo pasó velozmente junto a él, y un instante después el dolorido hombro de Gaviota chocó con la hierba pisoteada de la pradera.
Pero la sanguijuela humana seguía aferrada al leñador.
Gaviota sintió un terrible dolor en el bíceps. El vampiro se lo había mordido hasta el hueso. Gaviota aulló y golpeó la cabeza desprovista de pelo con su codo. El cráneo parecía tan duro como una roca, y Gaviota sólo consiguió hundir todavía más aquellos dientes terribles en su carne. Intentó patear al vampiro, pero tenía una pierna inmovilizada. La colina que era un gigante se alzaba al otro lado de él como un enorme acantilado. La cabeza de Gaviota estaba medio enterrada entre la maleza.
La ira de Gaviota se evaporó y fue sustituida por el miedo. Estaba impotente. Moriría allí, con el cuerpo vaciado de sangre.
¿Y quién encontraría a Mangas Verdes y a Gavilán?
El leñador volvió a incrustar frenéticamente su codo en aquella cabeza inamovible. No podía doblar el brazo para llegar hasta el otro lado de ella.
Gaviota oyó un fuerte ruido de lametones que se impuso al dolor y a la abrasadora sensación de cosquilleo.
Era el ruido que hacía su sangre al desaparecer por un gaznate no muerto.
Gaviota gritó.
Oyó un golpeteo ahogado que sonaba muy cerca de su mano...
El cielo se oscureció...
... y una lanza adornada con plumas atravesó al vampiro y lo dejó clavado en el suelo. Chorros de sangre negra cayeron sobre Gaviota y el gigante. El leñador vio que la punta de la lanza era más ancha que su mano y que había pequeños canales tallados en el metal, que había sido forjado toscamente pero estaba muy afilado.
Y un instante después todo su cuerpo fue sacudido por los espasmos agónicos del vampiro, que empezó a debatirse como un pececillo atrapado en un anzuelo. Un codo le golpeó el mentón, y los dientes del vampiro se desprendieron de su brazo. La sangre negra le salpicó los labios, llenándolos con un sabor tan rancio y repugnante como el del agua acumulada en una cuneta. El vampiro manoteó frenéticamente, intentando arrancarse la lanza. La criatura no se dejaría arrebatar su no-vida fácilmente.
Pero la silueta que blandía la lanza y que se alzaba sobre ella a lomos de su caballo retorció el astil para desgarrar las entrañas de aquel ser diabólico. El vampiro murió poco a poco, desvaneciéndose hasta quedar reducido a piel y huesos primero y a una capa de ramitas y barro viscoso después.
El leñador, profundamente asqueado, se quitó la sangre que le había caído encima, se limpió los ojos y trató de incorporarse. El jinete agarró a Gaviota de una muñeca y lo levantó de un tirón.
—Ugh. Os doy las gracias, buen señor. Estaba atrapado... y... no podía...
Entonces Gaviota vio que el caballo y el jinete silueteados contra el cielo gris eran una sola criatura.
Con la cabeza inclinada hacia él y sus profundos ojos marrones contemplándole desde debajo de la visera de un yelmo de guerra, había un centauro.
* * *
—Eres afortunado —dijo una voz ronca pero con una curiosa cualidad de relincho en ella—. La saliva del vampiro de Sengir es como medicina a la hora de evitar que la sangre se coagule. No hay corrupción.
—¿Qué...?
Gaviota estaba tan aturdido que lo único que pudo hacer fue agarrarse los bíceps que sangraban y contemplar boquiabierto al centauro.
La criatura parecía increíblemente alta. El yelmo la hacía aún más alta, pues estaba adornado con un penacho que, de todas las cosas con las que hubiera podido crearse, estaba hecho nada menos que de una cola de caballo teñida de rojo. El rostro quedaba oscurecido por el yelmo. Tanto el yelmo como la coraza estaban adornados con volutas y remolinos, que luego habían sido pintados o cubiertos de esmaltes. La criatura lucía unos brazales bastante anchos, y ayer había estado recubierta con las pinturas de guerra de runas y huellas de manos, aunque la pintura de los adornos ya se había corrido y estaba medio borrada. La mitad posterior de su cuerpo era de un marrón rojizo, y los hombros y los brazos mostraban mechones de vello del mismo color, aunque mucho menos espesos. El centauro llevaba un arnés de guerra y varias alforjas en la grupa. Su mortífera lanza era más larga que el cuerpo de la criatura. Las plumas atadas a ella con tiras de cuero habían sido teñidas de púrpura y blanco, y estaban bastante maltrechas. Aquella lanza había sido muy utilizada.
El centauro gruñó mientras limpiaba la punta de su lanza del líquido viscoso que la había manchado, y torció los labios en un mohín de disgusto muy humano.
—Los vampiros de Sengir son como los elfos. Sí, son igual de temibles... Pero viajan en solitario. Siempre vuelan a los campos de batalla. ¿Has visto a Holleb, mi compañero? Me llamo Helki.
Gaviota comprendió por qué aquella voz sonaba un poco aguda.
—¡Eres... una mujer!
—Sí. —El yelmo subió y bajó—. Y tú eres un hombre. ¿Y bien?
Gaviota estuvo a punto de preguntarle por qué tenía tanto vello, pero no lo hizo. La lanza flotaba en el aire como un rayo a punto de caer. Apoyó el brazo en el costado y descubrió que había dejado de sangrar. El leñador había obtenido más cicatrices en aquellos dos días de aventuras que algunos hombres en toda una vida.
—Pues... No he visto a tu compañero. Yo también estoy buscando a unas personas... —El recuerdo de los muertos y de los que habían desaparecido se agitó alrededor de Gaviota como un oleaje incontenible que amenazaba con arrastrarlo—. Yo... Nosotros... Nuestra aldea ha quedado destruida.
Gaviota se sorprendió al ver que la centauro inclinaba la cabeza como si lamentara lo que les había ocurrido.
—Y me parece que nuestras vidas también —dijo—. Creo que deberíamos colaborar. Sería beneficioso para todos.
Una cuchillada de ira recorrió el cuerpo de Gaviota desde la cabeza hasta las puntas de los dedos de los pies. ¿Colaborar con aquellos seres que habían destruido su hogar?
—Pero ahora veo que quizá ninguno de nosotros tenga el problema que creía tener hace un instante —dijo la centauro, interrumpiendo el curso de sus pensamientos, y dejó escapar un relincho de puro deleite. Giró sobre sí misma con un ágil bailoteo de sus patas traseras y corrió velozmente alrededor de la colina formada por el gigante, con su cola pintada agitándose de un lado a otro—. ¿Buscas a una criatura de dos piernas como tú? —le oyó gritar Gaviota—. ¿Una chica?
—¿Qué?
Gaviota se sentía aturdido e incapaz de pensar. ¿Como él...?
Y entonces lo entendió. Agarró su hacha y echó a correr.
—¡Mangas Verdes!
* * *
—«Los dioses cuidan de los borrachos, los niños y los tontos» —murmuró Gaviota, repitiendo el viejo refrán.
El otro centauro llegó trotando a través de la pradera, danzando ágilmente alrededor de los cráteres y las grietas. Era más grande y velludo, y de sexo innegablemente masculino, a juzgar por el garrote de guerra suspendido entre sus piernas. Aquél debía de ser el compañero, Holleb.
Mangas Verdes estaba sentada sobre la grupa del centauro.
Tenía un aspecto magnífico, con briznas de paja en el cabello, ramitas en la túnica y el chal, y barro seco y tierra en sus piececitos descalzos. Mangas Verdes se dejó resbalar de la grupa del centauro con la ligereza de un pájaro, y empezó a parlotear. El centauro asintió distraídamente. Probablemente consideraba que era algún lenguaje extranjero, no la jerigonza animal única y exclusiva de Mangas Verdes.
La centauro abrazó a su compañero, coraza contra coraza, y después se deslizó junto a él para que sus flancos pudieran entrechocar. Los dos empezaron a hablar a toda velocidad en su lengua, y Gaviota enseguida se dio cuenta de que se trataba de una conversación entre dos amantes, pues las palabras flotaban en el aire igual que una canción.
—¿Dónde estabas? —preguntó mientras abrazaba a su hermana.
Mangas Verdes emitió un parloteo de ardilla y soltó un graznido, y después se apartó de Gaviota y fue hacia el gigante.
El hombre-monstruo había vuelto a quedar inmóvil en el suelo. Una cabeza yacía en un gran charco, con los labios exangües a causa del dolor. La otra contemplaba el cielo con ojos vidriosos y vacíos. La cabeza más próxima se había vuelto hacia Mangas Verdes cuando la joven rozó un hombro colosal y acarició la calva llena de arrugas. Mangas Verdes dejó escapar un trino que Gaviota reconoció al instante: eran los mismos sonidos tranquilizadores que había empleado su madre para calmar a un niño cuando se había hecho daño.
Pero su madre estaba muerta, y el gigante era parcialmente culpable de ello.
Gaviota apartó a su hermana de un manotazo, y la ira hizo que su voz sonara áspera y dura cuando habló.
—¡Olvídate de él! ¡Deja que muera!
Oyó un sordo repiqueteo detrás de él, y se volvió para encontrarse con los enormes centauros y sus lanzas de tres metros de longitud. Gaviota colocó a Mangas Verdes detrás de él y empuñó su hacha.