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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (6 page)

«Ahí va uno —pensó Gaviota, volviendo a alzar su hacha—. Quedan cinco.»

Un soldado había empezado a retroceder, alejándose del caído y preparándose para huir. Quizá no le gustaban las hachas. Gaviota levantó sobre su cabeza el arma resbaladiza a causa de la lluvia, y se lanzó sobre los cuatro soldados agrupados sin perder ni un instante. Pero los veteranos ya estaban preparados. Habían formado su doble fila sin estorbarse entre sí, como Gaviota había esperado que tal vez ocurriese. Los soldados hicieron girar sus escudos y los colocaron delante de ellos, creando una muralla de acero.

«Voy a morir aquí... —pensó Gaviota—. Pero por lo menos mi familia está a salvo. Espero que encuentren a Mangas Verdes.»

El leñador se detuvo bruscamente sobre el barro, cambiando de táctica y frenando su embestida cuando ya estaba a punto de quedar al alcance de las espadas. Después lanzó otro ronco grito de guerra y levantó el hacha sobre su cabeza, moviéndola como si se dispusiera a partir un haz de leña. Gaviota contaba con una pequeña ventaja. Los soldados habían esperado un golpe lateral que podrían desviar con sus escudos, y el empuñar el hacha por el extremo del mango hacía que Gaviota pudiera llegar más lejos que ellos con sus espadas.

Los hombres de rostros bronceados por el sol que formaban la primera fila torcieron el gesto, previendo un inminente dolor. Los soldados eran rápidos y fuertes, y levantaron sus escudos para bloquear el golpe. Pero no se estaban enfrentando a la elegante hacha de guerra de un noble, ligera y de hoja delgada y hecha para cortar carne, sino a un martillo de cinco kilos de acero bien afilado hecho para derribar árboles.

El hacha cayó con un impacto tan irresistible como el de una avalancha. Se abrió paso a través de un escudo de madera y hierro, doblándolo y retorciéndolo, y después aplastó los huesos del brazo que había detrás de él. Un veterano dejó escapar un siseo ahogado.

Gaviota tiró del mango del hacha con un gruñido salvaje. El hacha quedó libre, pero el movimiento había sido demasiado rápido. El leñador perdió el equilibrio y se encontró sentado con el trasero en el barro.

Lo cual fue una suerte para él, porque el compañero del herido ya estaba buscando las tripas de Gaviota con su espada. El golpe falló su objetivo, y sólo consiguió atravesar el cuero de su túnica. Pero el otro integrante de la primera fila de soldados avanzó para asestar el golpe letal. Gaviota vio cómo su hoja se movía con la velocidad de la lengua de una serpiente y alzó las manos para detenerla, sabiendo que con eso sólo conseguiría perder algunos dedos antes de ser ensartado.

Pero de repente el soldado retrocedió tambaleándose. Una piedra le había golpeado en la cara. Varios dientes quedaron hechos añicos, y el soldado aulló. Más rocas cayeron sobre los soldados, que se protegieron con sus escudos.

Gaviota golpeó la rodilla del herido con uno de sus zuecos de madera de nogal y después se apresuró a huir a cuatro patas. Un instante después ya se encontraba junto a su padre, que estaba dirigiendo el ataque.

—¡Acabemos con ellos, gentes de Risco Blanco! —Incluso medio doblado y con la mitad de sus fuerzas, Oso Pardo seguía siendo un hombre temible. Cogió dos rocas de las ruinas de una casa, una en cada mano, y las lanzó contra las piernas desprotegidas de los soldados—. ¡Dales en la cabeza, Foca! ¡Las piernas, Tejón! ¡Arroja esa viga sobre ellos, Campanilla!

Pero los consejos ya no eran necesarios. Los soldados retrocedieron entre maldiciones mientras las rocas rebotaban ruidosamente sobre sus escudos. Medio escondidas por la lluvia que seguía cayendo, sus siluetas desaparecieron detrás de otro montón de ruinas y se esfumaron.

Por el momento.

«Y Gavilán ha dado la vuelta por ahí», pensó Gaviota. ¿Se habría encontrado su hermano con los soldados?

Una mano cubierta de barro levantó a Gaviota por el hombro. Su padre le ayudó a incorporarse, pero el haber quedado encorvado por su lesión hizo que tuviera que alzar la cabeza para poder ver el rostro de su alto y robusto hijo. Oso Pardo se parecía mucho a Gaviota, con la única diferencia de que su cara estaba llena de arrugas y tenía los cabellos grises.

—¡Buen trabajo, hijo! ¡Buen trabajo! ¡Yo les habría hecho lo mismo si pudiera mantenerme erguido! Eres...

—¡Oh, olvídate de eso! —le interrumpió Agridulce—. ¿Dónde has dejado a Mangas Verdes? ¿Y has visto a Gavilán?

Gaviota les explicó a toda prisa su hallazgo de los agujeros en el muro de espinos y cómo Mangas Verdes había desaparecido, y luego empezó a contarles su encuentro con Gavilán..., cuando de repente el suelo onduló bajo sus pies.

—¡Es otro temblor! —chilló un hombre.

* * *

—¡No, otra vez no! —protestó su padre, en el mismo tono que habría empleado para hablar de los ruidos de las tripas y como si los terremotos fuesen igual de triviales.

Pero la tierra no se agrietó, y los dientes tampoco les castañetearon como antes. Todo se redujo a un estremecimiento. ¿Qué significaba eso?

Cuando todos volvieron a respirar, los supervivientes empezaron a examinar su situación.

Los aldeanos se acurrucaron bajo la lluvia entre las ruinas de sus hogares. Febrilla, la madre de Ardilla, se ocupó del corte que su hijo tenía en la frente. Los demás no paraban de mirar la herida que Foca había sufrido en el estómago, pero el barrigudo hombretón se limitó a subirse el cinturón y se lo apretó por encima de ella. Después abombó el pecho, repentinamente convertido en un héroe. Los padres calmaron a los niños, sonaron narices, acallaron llantos y envolvieron sus hombros con chales empapados. Otros estaban contemplando las ruinas de su aldea, buscando a los que habían desaparecido y hablando de armar y organizar un grupo de búsqueda. Primavera, que había intentado reparar los desgarrones de su túnica con algunos espinos y tenía los cabellos pegados a la cabeza y los labios azules de frío, se había quedado con la familia de Gaviota y no paraba de mirarle fijamente.

El leñador se alejó en la dirección por la que habían huido los soldados, buscando señales de su hermano y no encontrando ninguna. Gritó su nombre y no recibió respuesta. ¿Dónde se había metido Gavilán? Su hermano pensó que probablemente estaba buscando aventuras, y suspiró. Bueno, tendría que arreglárselas por sí solo... Mangas Verdes era quien más necesitaba que la encontrase.

Pero antes Gaviota volvió con su familia. Los más ancianos de la aldea empezaron a discutir qué debían hacer.

—Este año no recogeremos ninguna cosecha —dijo un hombre.

—Tendremos que vivir en los bosques, igual que si fuéramos salvajes y forajidos —dijo otro.

Agridulce abrazaba a Cachorro, manteniendo pegado al pequeño a sus faldas.

—Tendremos que irnos de aquí —dijo—. Esta devastación traerá alguna plaga. Las leyendas dicen que las plagas siempre siguen a los duelos de hechiceros.

—Es cierto —dijo Febrilla—. Para lo que vamos a sacar de él, igual podrían haber sembrado el suelo con sal.

Gaviota, que no les estaba prestando demasiada atención, trepó hasta lo alto del montón de rocas que había sido la casa de Tejón e intentó ver algo. A través de las cortinas de lluvia y los agujeros abiertos en el muro de espinos, pudo distinguir parte del campo de batalla en que se había convertido el valle.

El gigante de dos cabezas seguía teniendo el pie atrapado en la pradera y se agitaba y rodaba sobre sí mismo, dejando escapar lastimeros y estridentes quejidos. Su brazo derecho había sido masticado hasta la altura del codo, y la lluvia que caía del cielo se llevaba la sangre. La bestia mecánica continuaba caminando sobre sus tres patas, avanzando a lo largo del bosque como si fuese una empalizada. Unos trasgos arrastraron algo que parecía un cuerpo a través de un campo embarrado, empujándose, discutiendo y luchando entre ellos prácticamente a cada paso del trayecto. No había ni rastro de la hidra. Un centauro o un caballo cruzó velozmente una brecha en el muro de espinos. Soldados vestidos de rojo estaban haciendo pedazos algo con sus espadas al otro lado del río, en el extremo norte de la aldea. Más aldeanos permanecían inmóviles en el extremo sur, casi en los marjales, como si no se atrevieran a volver a poner los pies en la aldea. Cuando Gaviota les hizo señas con un brazo no respondieron, y los gritos del leñador fueron ahogados por la lluvia. Sólo una familia de seis personas, Flor de Nieve y Puercoespín y sus hijos, se fue moviendo cautelosamente de un montón de escombros a otro, acercándose muy despacio. Gaviota siguió llamándoles con gestos de la mano. Pero ¿dónde demonios estaban Mangas Verdes y Gavilán?

—¡No nos iremos de aquí! —Oso Pardo movió la cabeza de un lado a otro—. ¡Reconstruiremos la aldea! Viviremos todos juntos durante el invierno. Gaviota puede cortar vigas, yo puedo aserrar tablones...

—¿Qué...? —gritó entonces Gaviota desde su atalaya, muy sorprendido.

La familia de Flor de Nieve acababa de desaparecer... ¿dentro de un agujero?

* * *

Gaviota cogió su hacha, gritó a unos cuantos aldeanos que le siguieran y fue hacia el lugar en el que había desaparecido la familia de Flor de Nieve.

Un agujero redondo se había abierto no muy lejos del río. ¿Sería una consecuencia del último temblor? En ese caso, ¿por qué un agujero redondo y no una grieta?

Una cabeza surgió de la oscuridad que había debajo de él, y Gaviota se arrodilló junto al borde del agujero. No podía ver quién era.

—¿Flor de Nieve? ¿Puercoespín? ¡Coge mi mano!

El leñador se inclinó hacia adelante, metiéndose todo lo dentro del agujero que se atrevía. Foca le agarró del cinturón por detrás.

La mano de Gaviota fue ignorada. Una cabeza cubierta de tierra fue saliendo del agujero a medida que alguien trepaba, hundiendo fuertes dedos en la tierra. La cabeza osciló de un lado a otro, desprendiendo un pequeño diluvio de tierra y revelando una cúpula azul con mechones de cabellos tan tiesos como las cerdas de un cepillo.

Gaviota se apresuró a sacar la mano del agujero. ¿Qué...?

El agujero pareció hervir. Una docena, dos docenas, cincuenta diminutas criaturas brotaron de las profundidades como ratas que escapan de un tonel de harina.

El barro hacía que resultara difícil saber qué eran. Sus cuerpecitos desnudos, azules o grises y de aspecto tan escamoso como el de las serpientes, llegaban a la rodilla de un hombre adulto. Tiesos mechones de gruesos pelos surgían de sus hombros y codos. Tenían las orejas muy separadas del cráneo, la nariz enorme y la boca todavía más grande. Las criaturas canturreaban mientras iban saliendo del agujero.

—¡Oi, oi, oi! ¡Oji, oji, cuidadi! ¡Todi cogidi, todis aplastis!

Gaviota no logró decidir si aquello era un auténtico lenguaje o sólo una jerigonza sin ningún sentido.

Las criaturas, aquellos trolls o lo que fuesen, se dispersaron. Gaviota y los demás retrocedieron tan deprisa como si estuvieran ante una plaga de ratas, pero los pequeños seres no les hicieron ningún caso. Un instante después ya estaban por todas partes e iban dejando regueros de tierra y barro mientras levantaban rocas, hurgaban en las ruinas y cavaban. Gaviota vio cómo un troll salía corriendo de las ruinas de una casa, sosteniendo en alto un cacharro de cobre igual que si fuese un gran tesoro.

¡Eran un enjambre de carroñeros! ¿Habían sido conjurados por los hechiceros? Sí, debía de ser eso. Los trolls registrarían todas las ruinas en busca de objetos de valor. La ira de Gaviota, que había creído extinguida por la lluvia, volvió a encenderse súbitamente y abrasó su cuerpo con un repentino calor lo bastante intenso para hacer que su frente desprendiese vapor. ¿Acaso no había nada sagrado para aquellos hechiceros, que eran capaces de destruir despreocupadamente toda una aldea y arrancar la carne de los huesos después?

Gaviota cogió su hacha y corrió hacia un troll que estaba cavando igual que un perro, arrojando un chorro de tierra por entre sus piernas. El leñador agarró a la criatura por su grueso cuello.

—¡Eh, tú! —gritó—. ¡Fuera de aquí! Ya hemos tenido bastantes problemas...

No consiguió levantar al troll, que bien podría haber estado hecho de granito o plomo. Gaviota le agarró por otro sitio, pero el troll se quitó de encima las manos del leñador con un simple encogimiento de hombros. El diminuto, casi cómico troll, dio un saltito hacia un lado, levantó un pie de dedos enormes y pateó a Gaviota en la pierna..., la pierna lisiada.

Por una vez Gaviota no se cayó, pero dio un respingo y se frotó la rodilla. La patada había sido tan potente como la coz de una mula. Los ojillos del troll se clavaron en Gaviota, fulminándole desde ambos lados de la nariz de melón de la criatura.

—¡Viti! —bufó el troll—. ¡Diji di molistis, entrimitis!

La criatura siguió cavando. Unos segundos después cogió una bolsa de piel embreada y la abrió con los dientes. Monedas de plata y cobre reflejaron la tenue claridad que todavía quedaba en el cielo. El troll se metió el tesoro en una faltriquera que colgaba de su vientre escamoso, soltando risitas ahogadas mientras lo hacía. Después trepó por encima del montón de escombros, con sus grandes pies moviéndose a toda velocidad y su vasta nariz temblando convulsivamente.

«Debe de oler el metal», pensó Gaviota con asombro. Así que aquellos trolls eran los perfectos carroñeros... Y no había mucho que él pudiera hacer para detenerlos. Un centenar de aquellas criaturas o más habían surgido del agujero, y Gaviota dudaba de que el filo de un hacha fuese capaz de producir ni aunque sólo fuera una abolladura en las alimañas.

El leñador volvió cojeando al agujero. Un grito vacilante surgió de las profundidades. Era la familia de Puercoespín. Una vez sacados de allí y más o menos limpios, dijeron que habían sido salvajemente pisoteados por un gran número de enormes pies llenos de suciedad. Flor de Nieve informó de que el túnel seguía y seguía, sólo los dioses sabían hasta dónde.

—Otro peligro para las cosechas —gruñó Gaviota—. Hará de canal y se llevará el agua del subsuelo.

Volvieron con paso lento y vacilante hacia donde estaba el grupo más numeroso de aldeanos.

—¡Mirad..., allí! —gritó de repente Foca.

Un ser humano volaba por el firmamento, recortándose contra la bóveda mojada del cielo.

* * *

Los aldeanos habían estado viendo milagros durante todo el día, pero aquél parecía el más grande de todos. ¿Qué podía superar a una persona que volaba igual que si fuese un pájaro?

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