Gaviota cogió a su hermana de la mano y la sacó del bosque para averiguar qué amenaza pesaba sobre su aldea, el único hogar que habían conocido.
* * *
La maleza y los arbustos espinosos crecían con mayor profusión en el comienzo del bosque, allí donde más calentaba la luz del sol. Cuando se detuvieron al final del sendero, los dos quedaron flanqueados por macizos de helechos más altos que sus cabezas. Gaviota pensó que así quedaban ocultos, y se dijo que eso era bueno.
El valle llamado Risco Blanco era como una colcha tejida con muchos parches multicolores. Allí donde terminaba el bosque, deslizándose en forma de tiras aquí y allá, estaban las praderas de alta hierba verde amarillenta puntuadas por el azul y el amarillo de las flores silvestres. Entre ellas y a su alrededor había franjas de rocas cubiertas de musgo y tierra pedregosa. El centro contenía las únicas parcelas fértiles, bolsillos de blando limo fluvial residuo de los tiempos en que el arroyo del valle había sido un gran río. El arroyo todavía corría por ellos, rodeando rocas y ondulando sobre las extensiones de caliza que habían dado su nombre a la aldea dividida. Treinta casitas se alzaban en ella, bastante separadas unas de otras y cada una rodeada por muretes de rocas que llegaban hasta la altura de la cadera de un adulto y protegían los pequeños huertos de los animales. Las casitas eran de piedra, con techos de paja y juncos, barro o tejas. Un molino que parecía montado a horcajadas sobre el arroyo crujía al sur, y una taberna dejaba escapar una hilacha de humo blanco. Un camino repleto de baches iba desde los riscos del norte, atravesaba el arroyo por un puente tan angosto que sólo permitía pasar una carreta a la vez, y luego se hundía en los marjales y turberas hacia el sur. El valle tenía otro bosque que se extendía al este del camino y que era conocido como el Bosque Salvaje, y éste sí era visitado frecuentemente por los aldeanos a pesar de su nombre.
Durante los veinte años de existencia de Gaviota, Risco Blanco había sido un lugar tranquilo, donde la mayor pelea del año se producía cuando los hijos de Foca robaban alguno de los cerdos de Yedra. Nadie sabía qué les traería aquel día. El leñador vio la silueta encorvada de su padre, Oso Pardo, con la espalda rota por el mismo árbol que había dejado lisiado a Gaviota, y la delgada figura de su madre, Agridulce. Sus hermanos y hermanas estaban inmóviles junto a ellos. Gaviota agitó su hacha, pero su familia no le vio. Estaban contemplando el risco del norte, igual que hacía Gaviota.
En lo alto del promontorio de caliza por donde bajaba el camino, acechando como una manada de lobos, había un sorprendente grupo de personajes, unas pintorescas y extrañas criaturas de las que hasta aquel momento Gaviota sólo había oído hablar en las leyendas.
Inmóvil delante del grupo había una mujer que vestía una larga túnica marrón adornada con tiras amarillas a lo largo de las mangas y allí donde la tela rozaba sus pies. Su cabeza estaba desnuda, y llevaba su abundante y lustrosa cabellera negra peinada hacia atrás. La mujer alzó sus dos manos llenas de anillos y señaló una pequeña pradera vacía que se extendía a su derecha.
Gaviota nunca había visto ninguna mujer semejante con anterioridad, pero sabía quién era. Como decían los ancianos en sus plegarias, «Que los dioses nos mantengan fuertes y sanos, y nos eviten sufrir los estragos de cualquier...
... hechicería.»
* * *
Detrás de la hechicera había dos docenas de soldados inmóviles a lo largo del risco. Llevaban corazas que parecían hechas con escamas de pescado, túnicas cortas rojas y faldellines del mismo color, y cascos adornados con plumas rojas. Cada uno tenía una espada corta y un escudo redondo de metal pulimentado, y una jabalina a la espalda. Gaviota sólo había visto tres soldados en toda su vida, un trío lamentable de hombres abatidos y enfermos que había pasado por la aldea cuando era pequeño. Los hombres de Risco Blanco habían cogido sus garrotes para evitar que aquellos renegados se quedaran demasiado tiempo, pero aun así después echaron en falta un cochinillo y dos gallinas. Aquellos soldados vestidos de rojo de las alturas eran distintos, hombres fuertes, silenciosos y conocedores de su oficio, y parecían tan mortíferos como serpientes.
Gaviota era consciente de que una fuerza semejante podía matar hasta la última persona de Risco Blanco antes de que pudieran respirar tres veces.
Pero lo que apareció en la pradera era todavía más extraño.
Al principio Gaviota no vio nada. Después Mangas Verdes dejó escapar un trino. Algo... creció entre la hierba.
Y creció muy deprisa.
Mientras Gaviota contemplaba las flores silvestres de color azul que ondulaban bajo la brisa, una silueta no más alta que un niño surgió de la nada entre ellas. Un instante después las flores ya sólo le llegaban a los hombros, y un momento más bastó para que sólo le llegaran hasta la cintura.
Y en cuestión de segundos la figura tenía... ¿Cuánto medía? Gaviota intentó calcularlo. ¿Seis metros de altura, quizá? Era un gigante, un ser surgido de las viejas historias. De cintura muy gorda, piernas gruesas y pies planos, el gigante llevaba ropas hechas de viejos retales descoloridos. La mayor parte se habían vuelto amarillentos, pero algunos estaban adornados con rayas e incluso había uno con un dragón rojo. Cada gigantesca mano nudosa del gigante blandía una enorme rama de árbol que le servía de garrote. «Dos garrotes —pensó Gaviota—, para hacer juego con sus dos cabezas.»
Las cabezas llenas de gruesas venas eran calvas, de piel cetrina y ojos rasgados. Una cabeza tenía el ceño fruncido y contemplaba a la hechicera. La otra estaba observando cómo una bandada de cuervos emprendía el vuelo desde el Bosque Salvaje. Gaviota enseguida se dio cuenta de que aquella criatura era de mente torpe y reacciones bastante lentas.
Pero había más prodigios surgiendo por todo el valle, hasta que Gaviota pensó que un hacedor de viudas le había sorbido los sesos y lo estaba soñando todo. Y, sin embargo, ningún sueño podía competir con aquella asombrosa escena.
Una pareja de seres mitad humanos y mitad caballos surgió del Bosque Salvaje, avanzando con un trotecillo perfectamente acompasado. La palabra apareció en la mente de Gaviota: centauros. Sus flancos eran de un rojo blanquecino, y estaban adornados con runas y huellas de manos que les servían como pinturas de guerra. Sus torsos quedaban escondidos por petos pintados llenos de volutas, y llevaban casco. Los centauros iban armados con lanzas emplumadas más largas que sus ágiles cuerpos de caballo.
Por encima del ejército inmóvil en el risco, vagando a la deriva en el viento, seguía flotando la estructura formada por la vejiga redonda y la barquilla, con su aullante tripulación. Aquellos seres que parecían decididos a buscar pelea por todos los medios lanzaron un diluvio de proyectiles, largos clavos de hierro que arrojaron al suelo chillando como monos. Los clavos se incrustaron en el suelo bastante cerca del risco, y los soldados vestidos de rojo replicaron con gritos burlones y agitaron sus espadas. La vejiga siguió avanzando, descendiendo cada vez más hasta que rozó los árboles al norte. Los diminutos guerreros empezaron a discutir entre ellos mientras se precipitaban por entre los árboles. Gaviota pensó que su contribución era muy escasa, y que parecía limitada a proporcionar un poco de entretenimiento y diversión.
Pero si estaban atacando a los soldados rojos, ¿quién los había enviado?
Mangas Verdes soltó un balido ahogado, y Gaviota volvió la cabeza y se quedó boquiabierto una vez más. El festival del risco sólo era la mitad del espectáculo.
Hacia el sur, inmóvil delante del Bosque de los Susurros, había otro séquito igual de extraño.
Estaba encabezado por un hechicero que llevaba un atuendo tan abigarrado como el de la mujer. Su cabeza estaba cubierta de rizos amarillos y lucía un frondoso bigote, y su larga túnica estaba adornada por una serie de franjas de bordados, de un color azul oscuro en el extremo que iba oscureciéndose hasta volverse amarillo en la cintura, y que luego fluía como un arco iris hasta volverse rojo y azul en los rígidos hombros. Gaviota, cada vez más confuso, se preguntó dónde se harían confeccionar la ropa los hechiceros.
Detrás de aquel hechicero había una hilera de carros que recordaban a los carromatos de una banda de gitanos. Cinco carros formaban un círculo con el séquito apelotonado en el centro. Gaviota pudo distinguir a una mujer gorda, muchachas esbeltas vestidas con ropas tan abigarradas que les daban el aspecto de pájaros de plumaje multicolor, y hombres armados de aspecto temible que se recostaron en los pescantes de los carros para presenciar la acción.
Después el mulero se dio cuenta de que algo había salido mal. Las recuas de caballos y mulos habían sido soltadas de los varales, probablemente para que no sucumbieran al pánico y salieran huyendo al galope con los carros, y después habían sido apartadas de allí y conducidas hasta donde empezaba el bosque. Pero había dos cráteres humeantes donde habían caído los rayos que produjeron aquel par de truenos. El musgo y el suelo rocoso habían desaparecido, dejando al descubierto la piedra de abajo. Un caballo muerto de color blanco y los cuartos traseros de un bayo yacían al lado de un cráter. No había ni rastro de las otras monturas. Probablemente habían huido, o tal vez habían sido borradas del mundo de los vivos.
Pero todavía iban a ocurrir cosas más raras. De hecho, Gaviota supuso que lo más extraño ni siquiera había empezado.
Una de las cuadrillas que manejaban las vejigas flotantes ya había despegado del suelo. Tres vehículos más se bamboleaban sobre la pradera, unidos a ella por cuerdas como si fuesen caballos asustadizos. Dos docenas de siluetas verdigrises con abundantes melenas negras o grisáceas discutían y se agitaban a su alrededor.
Un grito fantasmagórico ululó por todo el valle. El hechicero de las franjas de bordados alzó una jarra de piedra de la que surgió una espiral de vapor que se fue espesando muy lentamente hasta formar una figura tan grande como el gigante del norte. Pero aquella figura se negó a adquirir forma sólida, y siguió siendo tan vaporosa y espectral como la niebla. La silueta de color azul cielo empezó a flotar sobre las rocas cubiertas de moho, y un pequeño diluvio de gotas de lluvia se desprendió de las puntas de sus dedos. Allí donde caían las gotas surgían combatientes de piel azulada, hombres y mujeres de larga cabellera negra armados con curiosas espadas de hoja curva o garrotes claveteados: bárbaros. Una docena, dos docenas, tres.
Mangas Verdes, que seguía inmóvil al lado de Gaviota, emitió un trino que parecía una pregunta. Acababa de descubrir un agujero de ratones a sus pies, y se inclinó para investigarlo.
Pero aun así Gaviota respondió, expresando sus pensamientos en palabras.
—Una pelea... —murmuró—. Va a haber una gran pelea. Una guerra. Eso es lo que hacen los hechiceros, luchar entre ellos. Y la muerte y la destrucción siguen a sus sombras.
Agarró a Mangas Verdes por el hombro y tiró de ella hasta obligarla a erguirse.
—Y tenemos que llegar hasta nuestra familia antes de que este lugar se convierta en un auténtico infierno. ¡Vamos!
Gaviota salió del bosque, sujetando su hacha con una mano y el brazo de su hermana con la otra. Su distante familia por fin los vio, y los aldeanos lanzaron gritos de ánimo y esperanza. Los dos hermanos atravesaron la pradera y las franjas rocosas, jadeando y moviéndose lo más deprisa posible, y llegaron al comienzo de la aldea y las primeras casas.
Demasiado tarde.
Veinte soldados vestidos de rojo, o quizá más, se agruparon en el risco con un rugido, refuerzos traídos hasta la primera línea. Alzaron sus espadas, volvieron a lanzar un grito ensordecedor y bajaron a paso de carga por la pendiente. Los centauros imitaron a los soldados y se lanzaron al galope. A la izquierda de Gaviota, los bárbaros azules emitieron un siseo amenazador y se pusieron en movimiento, agitando sus espadas de hoja curva y sus garrotes como si fuesen hoces ansiosas de cortar el grano.
Gaviota y Mangas Verdes habían quedado atrapados justo en medio.
* * *
El leñador se detuvo tan bruscamente que sus zuecos patinaron en el suelo, demasiado falto de aliento para maldecir. Habían conseguido llegar a la aldea, pero el único sitio por donde se podía cruzar el arroyo sin correr peligro era el puente, y los soldados vestidos de rojo pasarían por él dentro de unos minutos.
Y tampoco podían quedarse mucho tiempo en la aldea, porque los guerreros azules ya se estaban acercando.
—¡Por las campanas de Kormus! ¡Atrás! ¡Tenemos que retroceder!
El leñador giró sobre sus talones, buscando el refugio del bosque. Mangas Verdes corría y trotaba junto a él, estando a punto de caer a cada instante.
Se encontraban a menos de cien metros del bosque, y Gaviota corrió tan deprisa como podía hacerlo. Pero algo centelleó en el aire delante de él, como lluvia cayendo a través de los rayos del sol. Había todo un muro de lo que fuese aquella cosa, y el centelleo se volvió más brillante y después se oscureció y se volvió nebuloso. El nuevo color era tan marrón como el del agua fangosa.
Un muro de espinos acababa de surgir delante de sus ojos y les cortaba la retirada.
El muro no era una auténtica muralla, sino más bien un montículo encima del que sobresalía una ruina o túmulo. Pero era alto, tanto que Gaviota no podía llegar hasta la cima con su hacha, y tan grueso que no podía ver nada a través de él. Lo que tenían delante eran espinos de un color marrón grisáceo, muertos en los alrededores de las raíces y enroscándose con blandas curvas verdes en las ramas más altas. El muro no podía ser atravesado por ninguna criatura que fuese más grande que una ardilla.
El leñador miró a su alrededor, buscando un camino sin dejar de maldecir ni un momento. Pero el muro avanzaba en zigzag desde el risco norte hasta el arroyo e incluso llegaba a curvarse siguiendo la cara del risco, pasando por detrás de los soldados vestidos de rojo y aislándolos de su hechicera. «El brujo de los bordados debe de haberlo conjurado —pensó Gaviota—. Los ha dejado totalmente atrapados..., y a nosotros con ellos.»
Bien, ¿hacia dónde podían ir?
Gaviota siguió mirando a su alrededor. Podían esconderse en una casa de piedra, pero el instinto le decía que no era una solución demasiado aconsejable: incluso un conejo cavaba dos agujeros en su madriguera. Podía vadear el arroyo, pero tendría que llevar a rastras a Mangas Verdes y su hermana odiaba nadar.