La mujer-yegua señaló al gigante con una inclinación de cabeza.
—Deberíamos ayudar —dijo—. Es una criatura capaz de pensar, y sufre grandes dolores.
Gaviota estuvo a punto de escupir, tan intensa era la amargura que sentía hacia sí mismo y hacia los demás. Pero después pensó que aquello era como reventar un grano infectado, y que sería preferible que terminara lo antes posible.
—No —dijo—. Es mejor que los enfermos mueran. Y en cuanto a vosotros, podéis marcharos. Marcharos.
* * *
Los seres equinos arañaron el suelo con sus pezuñas.
—¿Es así como muestran su gratitud los de dos piernas? —preguntó la centauro después de unos instantes de silencio.
—Admito que estamos en deuda con vosotros —replicó Gaviota, y pronunciar aquellas palabras le costó un esfuerzo tan grande que faltó poco para que se atragantase—. Me salvaste la vida, y él rescató a mi hermana. Pero me parece que eso a duras penas compensa el que destruyerais nuestro valle ejerciendo vuestro oficio. Un mercenario no espera gratitud, sino el dinero que se le paga por derramar sangre. Así pues, ¡recoged vuestro dinero y marcharos!
Los centauros retrocedieron un par de pasos, como si quisieran tener más espacio para moverse. El centauro se volvió hacia su compañera y soltó una serie de bufidos y relinchos, y ella le respondió con un trino. Después se encaró con Gaviota, quien alzó su hacha.
—Debes saber que no somos mercenarios que cobran dinero a cambio de luchar, hombre-rata de dos piernas —le dijo la centauro con voz despectiva y burlona—. Somos reos de trabajos forzados, esclavos de hechiceros a los que se obliga a luchar en contra de nuestra voluntad. Ojalá pudiéramos volver a nuestro hogar y quedarnos allí, pero eso es imposible... ¡Ah, sin embargo tú lo sabes todo y no quieres escuchar!
Los dos centauros volvieron grupas después de aquellas palabras y se alejaron trotando a través de la pradera, las colas ondeando detrás de ellos como banderas dirigidas hacia el bosque.
Gaviota reflexionó en lo que había dicho. ¿Esclavos de los hechiceros?
Eso tenía que ser una mentira. Nadie podía ser obligado a luchar en contra de su voluntad, ¿verdad?
Y aun así Gaviota lamentó ver cómo los centauros se adentraban ágilmente en el bosque, esquivando ramas y apartando la maleza con sus lanzas. Si fuese cierto...
Mangas Verdes gorgoteó como un tejón, agarró la manga de Gaviota y tiró de él en dirección al gigante.
Gaviota protestó.
—No, Verde, no... No puedo ayudarle. Hay cincuenta de los nuestros que necesitan ayuda. Y él no es más que un mercenario...
No sirvió de nada. Gaviota pesaba el doble que ella, pero aun así se vio inexorablemente arrastrado. El muñón del gigante apestaba a podredumbre. Probablemente no tardaría —o no tardarían— mucho en morir.
La cabeza izquierda del gigante se volvió hacia Gaviota. Mangas Verdes le dio unas palmaditas en la nariz, que era tan larga como el antebrazo de Gaviota.
—¿Puedes hablar? —preguntó el leñador, sintiéndose repentinamente lleno de dudas.
—¿Hablar?
Ojos enormes parpadearon lentamente. Eran ojos rasgados, ojos almendrados. Gaviota también se dio cuenta de que la piel tenía un color amarillento. El gigante debía venir de muy lejos: Gaviota había oído decir que había hombres de distintos colores en los Dominios. A juzgar por las arrugas que había alrededor de sus ojos y de su boca, aquel gigante también era muy viejo.
Y bastante lento de reflejos.
—Sí —respondió por fin—. Yo hablo. Me duele.
—¿Viniste aquí libremente a luchar por la hechicera? —insistió Gaviota.
—¿He-chicera? —Hubo un nuevo esfuerzo mental. Gaviota pensó que tener un cerebro gigante debería convertirte en un genio, pero aquel gigante era tan torpe y tonto como un niño—. He-chicera me hizo venir aquí, he-chicera me hizo pelear.
—¿Te paga? ¿Te da de comer?
Gaviota se sentía más estúpido —y culpable— a cada instante que pasaba.
—¿Dar de comer? Yo hambriento.
—¿Eres esclavo de la hechicera? —continuó insistiendo Gaviota.
—¿Esclavo? —Una larga pausa—. Yo debo hacer... lo que ella dice.
—Oh, cielos —suspiró el leñador—. Mangas Verdes, aquí el único idiota que hay soy yo.
* * *
Poco después Primavera y Mangas Verdes habían limpiado la herida del gigante, encontrado estiércol fresco (pero ¿dónde estaban las reses?) y preparado un emplasto. Gaviota había descuartizado al caballo muerto y, a falta de vendajes, había cortado varias tiras de su piel para envolver el muñón del gigante con ellas. El gigante se incorporó y se comió todo el caballo sin dejar absolutamente nada —hígado y tripas incluidas—, pero mientras lo hacía explicó lentamente que estaba acostumbrado a alimentarse con pescado crudo.
Primavera fue haciendo preguntas al gigante, y poco a poco se enteraron de que vivía junto al mar, de que pescaba y había creado la especie de enorme blusón que llevaba puesto con las velas de barcos naufragados, y de que se llamaba Liko. (Supusieron que el que sólo tuviera un nombre significaba que sólo había una identidad, y no dos. Se hallaban ante un cerebro contenido en dos cráneos, con un considerable espacio entre ellos.) La cabeza izquierda respondía preguntas mientras la derecha mantenía los ojos clavados en la nada, soñando despierta.
Los aldeanos fueron saliendo gradualmente de su estupor durante aquel largo día y empezaron a trabajar. Tener tantas cosas que hacer les dejaba muy poco tiempo libre para las lamentaciones, aunque todos estaban muy callados. Mirara donde mirase, Gaviota siempre veía algún recordatorio de una vida anterior perdida para siempre: un árbol en el que sus hermanos y hermanas habían construido una cabaña, una piedra junto a la que su abuela se sentaba para tomar el sol y contarle historias, un muro de piedra que había reconstruido con su padre...
Mangas Verdes era la única que no parecía compartir aquel estado de ánimo general. Quizá no entendía lo que había ocurrido. La joven iba y venía de un lado a otro con la misma energía de siempre, balbuceando y soltando trinos mientras atendía al gigante y a los aldeanos que necesitaban cuidados, mezclando agua con diente de león, raíces de romero y hojas de tomillo para hacer una cataplasma, y reconfortando con su contacto.
Unos cuantos supervivientes habían apuntalado un tejado intacto y habían quitado los escombros, y después habían acostado a los aldeanos comatosos encima del suelo desnudo debajo de aquel precario cobijo. Algunos habían dejado de respirar, y estaban enterrados en un sótano de unas ruinas lejanas. Tuvieron que dejar allí a una muchacha con una vara para que ahuyentase a las ratas, pues las alimañas correteaban por todas partes. Primavera enseñó a Gaviota un mordisco de aspecto bastante feo en su muñeca: había alejado a unas ratas de un niño herido. El mordisco se había puesto de un color rojo oscuro. El encuentro con la alimaña también la había dejado llena de pulgas, y la joven tuvo que quitárselas frotándose la mordedura con barro de la hoya en la que iban a nadar. Primavera se sentía débil y mareada, pero sacó fuerzas de flaqueza y volvió a cuidar de los heridos.
Pero de repente se volvió hacia el leñador.
—¿Qué haremos, Gaviota?
—¿Hacer?
Gaviota dejó de cavar. Estaban intentando llegar a un sótano, uno que contenía repollos de invierno. El leñador se movía bastante despacio porque todavía le dolía la cabeza debido al diluvio de piedras de ayer. También se sentía un poco débil y mareado, probablemente por la pérdida de sangre que había sufrido durante su encuentro con el vampiro.
—Yo... No lo sé, Vera. Reconstruir la aldea, supongo. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
La muchacha recorrió el valle con la mirada y apartó un mechón de su cabellera amarilla como el maíz del rostro.
—Será como construir encima de un cementerio —murmuró.
Gaviota se encogió de hombros, y torció el gesto al sentir una punzada de dolor. Las preguntas sobre la vida, la muerte y el más allá nunca le habían interesado en lo más mínimo.
—Aparte de eso sólo hay otra opción, la de marcharnos —siguió diciendo—. ¿Y adonde iríamos? Mi madre afirmaba que los fantasmas de nuestros antepasados seguían junto a nosotros, vigilándonos y protegiéndonos. Ahora hay unos cuantos más. Pero dentro de cincuenta años, esta tragedia sólo será una historia que contar a los niños.
La muchacha puso una mano morena sobre su antebrazo.
—¿Y de quién serán hijos esos niños. Gaviota?
Gaviota la contempló en silencio. Primavera seguía siendo muy hermosa a pesar de la suciedad y la fatiga. El leñador apartó un mechón de cabellos de su mejilla con su mano izquierda mutilada.
—Serán nuestros hijos. Porque vamos a quedarnos aquí...
Y de repente Primavera estaba en sus brazos, pegándose a su pecho y sollozando. Gaviota le dio palmaditas en la suave cabellera con sus manos callosas y sucias, acariciándola con la que estaba lisiada y con la que aún tenía todos los dedos, e intentó calmarla.
—Vamos, vamos... No llores. Nos protegeremos los unos a los otros, Primavera.
La muchacha alzó su rostro hacia él, y Gaviota la besó.
* * *
Pero el padre de Gaviota solía decir que cuando los dioses decidían castigar a un hombre, siempre escogían un castigo lo más completo posible. Gaviota se acordó de esas palabras antes de que se pusiera el sol.
Había pasado toda la tarde persiguiendo a las reses y las cabras en el bosque. No había encontrado nada salvo huellas de trasgos, cuernos de cabra y pezuñas. El leñador había decidido guardarse aquella mala noticia para él.
Y, de todas maneras, se sentía un poco más alegre y animado. Como ocurre en todas las crisis, las emociones de Gaviota habían llegado al punto más bajo y luego habían vuelto a remontarse en el curso de una noche, y habían pasado de la desesperación a la esperanza en un solo día.
Quizá no estaba pensando con demasiada claridad, pero no le importaba. Gaviota estaba enamorado. Estrechar entre sus brazos a Primavera había sido la experiencia más maravillosa de toda su vida, y faltó poco para que anduviera dando saltos por el bosque. Primavera sería una magnífica esposa, y Gaviota esperaba ser un buen esposo. Reconstruirían una casa, volverían a plantar los huertos, construirían una presa en el arroyo y harían que volviese a su cauce, ayudarían a los vecinos en las tareas de reconstrucción y harían que Risco Blanco siguiera creciendo durante muchas generaciones venideras. Otro de los axiomas de su padre era que un hombre sólo está vencido cuando deja de luchar.
Gaviota silbaba cuando salió del bosque. La aldea improvisada seguía creciendo a partir del antiguo centro en la lejanía.
Pero de repente vio a Jabalí Gris, el hermano de Primavera. El muchacho vino corriendo hacia él, y el grito que surgió de sus labios hizo que el leñador sintiese cómo una oleada de miedo helado recorría todo su ser.
—¡Gaviota! ¡Primavera está enferma!
Primavera yacía sobre la espalda, sola.
Gaviota parpadeó, aturdido y perplejo. Apenas si podía reconocerla.
La muchacha se había derrumbado en el sendero, no muy lejos de las víctimas de la misteriosa enfermedad. Había ido a llevarles agua, y junto a su mano había un charquito y una jarra de cerámica roja hecha añicos. Primavera tenía la boca abierta, los brazos nacidamente extendidos a los lados y un pie doblado debajo del cuerpo. Ni siquiera la túnica de lana que llevaba conseguía ocultar que sus sobacos y su ingle se hallaban tan hinchados como si estuvieran a punto de reventar. Su piel se había vuelto tan oscura como el ocaso, como si estuviera muriendo de asfixia..., o como si ya hubiese muerto.
Ningún aldeano se atrevía a acercarse a ella. El horror los había dejado paralizados. Los padres mantenían a sus niños a una prudente distancia. Las madres sollozaban, la de Primavera entre ellas.
Cuando Gaviota se acercó, un anciano llamado Diente de Lobo le agarró por el brazo.
—¡Suéltame! —rugió el leñador—. ¡He de hacer algo por ella! ¿Por qué no estáis...?
—¡No! —jadeó Diente de Lobo—. Es la muerte... ¡Es la Muerte Negra! ¡La reconozco por las leyendas! ¡Hace que la gente se desplome de repente y la mata! ¡Muchas veces las sanadoras que han venido a cuidar al paciente mueren antes que él!
Gaviota siguió con los ojos clavados en Primavera, pero no se acercó ni un paso más. Él también había oído las historias sobre ciudades enteras que habían sido barridas por la Muerte Negra.
—¿Y si está...?
—No lo está —le interrumpió Diente de Lobo—. Está muerta, y todos los de dentro de esa casa también están muertos. —La «casa» era el tejado debajo del que habían acostado a las víctimas—. Ese mordisco de rata la ha matado. Pobre Primavera...
«Así que éste va a ser su epitafio», pensó Gaviota. Pobre Primavera, que hubiera podido ser la esposa de Gaviota el Leñador... Las lágrimas volvieron borroso el cuerpo de la muchacha y le abrasaron las mejillas. Gaviota avanzó con paso torpe y tambaleante por el sendero, dando un rodeo alrededor de los restos del cacharro y del cuerpo de Primavera, para ir a echar un vistazo al refugio.
Nutria, un muchacho que habían dejado allí para que ahuyentara a las ratas, yacía junto a la entrada. Él también estaba hinchado y negro. Un reguero de pulgas huía de su cuerpo, más pulgas de las que Gaviota había visto en toda su vida.
Y en el interior del refugio había ojos diminutos y relucientes que le miraban fijamente. Había centenares de ellos, y estaban por todas partes. Dientes amarillos quedaron al descubierto, y después las ratas volvieron a su banquete.
El horror era tan grande, tan abrumador, que Gaviota era incapaz de entenderlo o asimilarlo. Su mente dejó de funcionar, y rodeó al terror con una muralla impenetrable antes de que la hiciese enloquecer.
Sólo podía pensar en todas las pérdidas que había padecido: primero su padre y su madre, después sus hermanos y hermanas, luego la desaparición de Gavilán y, finalmente, una mujer a la que acababa de descubrir que podía amar.
Y sólo unos instantes antes había estado silbando en el bosque. Gaviota sintió un repentino y terrible odio hacia sí mismo..., y hacia todo lo demás.
Detrás de él, Diente de Lobo estaba discutiendo con Foca, el matón de la aldea, y con algunos otros. La discusión se fue haciendo más encarnizada hasta que terminó convirtiéndose en un rugido.