Gaviota fue hasta ellos, tropezando y tambaleándose sobre sus pies llenos de cortes, y agarró a su hermana por los hombros.
Kem tosió con la fuerza suficiente para partirse un pulmón, pero no pudo resistir la tentación de responder con una pulla.
—No... me des... las gracias.
Gaviota abrazó a su llorosa hermana.
—Gracias, Kem. Gracias.
El ex guardia expulsó agua por la nariz con un resoplido y volvió a toser.
Morven y Stiggur se dejaron caer junto a ellos.
—Ya he tenido suficientes aventuras —casi sollozó el muchacho.
—Yo también, chico —jadeó el marinero—. Treinta años a flote, y de repente estoy más cerca que nunca de ahogarme trabajando nada menos que en una caravana de carros. Neptuno anda detrás de mi alma... Oh, no...
Los héroes miraron a su alrededor. La pared del acantilado desmoronado se encontraba a un tiro de piedra, y el único cambio visible en ella era el enorme agujero que había en su centro y que iba desde la hierba de arriba hasta una gigantesca cascada de tierra extendida delante de ellos. Liante estaba en lo alto del risco, mirando por el agujero, y movía las dos manos delante del mar.
Donde Morven, horrorizado, tenía clavada la mirada.
Siluetas plateadas entraron y salieron de las olas. Se agitaban y ondulaban, desvaneciéndose, apareciendo, desapareciendo. Gaviota pensó que eran un banco de peces, y que aquel destellar plateado eran sus lomos. Pero las formas se retorcieron y cambiaron, y se unieron y formaron grandes anillos...
Una cabeza serpentina tan larga como un navío surgió de las olas y abrió mandíbulas con muchos dientes, un número incontable de dientes. Una cresta como la vela de un barco adornaba la cabeza ondulante. El cuello se estiró más y más, continuando interminablemente.
Un ojo de pez que tenía casi un metro de diámetro se clavó en ellos, descendió a través de una ola y surgió de ella moviéndose en un avance tan recto e implacable como el de una flecha, con las mandíbulas abiertas debajo.
—¡Una serpiente de mar! —gritó Morven.
Dispuesta a arrancarles de aquella roca como un petirrojo que engulle gusanos.
* * *
La cabeza de la serpiente asomó de las olas. La boca cavernosa bostezaba a medio tiro de arco de ellos. Después hendió otra ola, y Gaviota podría haber arrojado una roca y haberle dado. Contempló aquel gaznate y se imaginó la pestilencia de peces que llevaban mucho tiempo muertos. «Devorados —pensó—. Vamos a ser devorados después de haber sobrevivido a todo esto.»
Mangas Verdes se removió en sus brazos. La joven alzó una mano, y el mundo se volvió blanco.
Un resplandor fungoso se alzó sobre ellos. El olor a rancio de las setas enmohecidas expulsó el acre aire salado por un momento, y Gaviota se preguntó dónde había visto aquella luz antes.
Ah, sí, la batalla del bosque quemado. Cuando el hechicero acorazado capturó a Mangas Verdes, y de repente tuvo que enfrentarse con una bestia-hongo del tamaño de un granero, un fungo saurio. Lirio (¿dónde estaba?) había observado que la criatura fue conjurada por otra persona y, naturalmente, esa otra persona había sido Mangas Verdes..., y Gaviota había sido demasiado estúpido para poder ver sus proezas mágicas.
Y su hermana acababa de sacar a aquel fungo saurio de alguna profunda caverna. De un gris blanquecino y reluciente, con saltones ojos amarillentos, su boca otra caverna en sí misma, la bestia se alzó sobre ellos como un muralla viviente...
... y la serpiente atacó con las fauces abiertas.
Una explosión de fragmentos blancos que brillaban con una gélida luz se esparció en todas direcciones. La bestia-hongo gruñó y mordió a la serpiente, cuya larga cola removió el agua hasta crear una espumosa fosforescencia. La serpiente agitó la cabeza de un lado a otro desgarrando a la bestia, cuyos pulposos pies recubiertos de barro resbalaban sobre las rocas húmedas y viscosas. El gruñido del fungo saurio fue enronqueciendo hasta convertirse en un retumbar ahogado primero y un chillido rechinante después. Estar debajo hacía que resultara bastante difícil ver lo que ocurría, pero Gaviota pensó que la serpiente había arrancado un gran pedazo de la columna vertebral del fungo saurio..., eso suponiendo que la criatura poseyese una columna vertebral. Fuera lo que fuese, aquel sonido parecía un lamento agónico del monstruo blanco.
Los héroes no esperaron. Agarrándose el uno al otro y aferrándose a cualquier cosa que les ofreciera un punto de apoyo, avanzaron sobre las rocas tachonadas de espuma yendo hacia la cascada de tierra.
Una docena de pasos después se encontraron atascados en un barrizal semilíquido hecho de tierra suelta que había sido convertida en fango por el agua de mar. Kem, que iba delante, se hundió en el barro hasta las caderas. El guardia se dio la vuelta y gritó a los otros que retrocedieran. Pero ya era demasiado tarde para Gaviota, que también se había metido en un hoyo lleno de barro. Los demás se quedaron donde estaban, agarrados a las rocas y temiendo moverse por miedo al agua y el barro.
—¿Adónde infiernos vamos ahora? —jadeó Morven mirando a su alrededor y, por primera vez, hablando con la voz de un hombre bastante mayor..., o de un anciano—. Pensé que... El acantilado...
El marinero se rindió, exhausto.
Gaviota, hundido en el agujero fangoso y medio incrustado en él, miró a su alrededor. El sol se había ocultado detrás de las nubes y la negrura era casi completa. La espuma y la parpadeante luz fungosa no servían de nada. El leñador tuvo la sensación de que se estaban ahogando en la oscuridad. No habría podido elegir una dirección en la que avanzar ni aun suponiendo que hubiera estado libre. A su izquierda, el monolito caído yacía en el suelo, tan grande como un establo y medio cubierto de tierra. Más cascada se extendía a su derecha. Directamente delante de ellos estaba la gigantesca cañada abierta en el risco, una especie de camino de avalancha que subía y bajaba formando hondonadas y peldaños irregulares, de todos los cuales goteaban hilillos de tierra, hasta terminar en los restos del acantilado.
Y allí arriba había luz. El hechicero ocupaba el centro de la escena. Alineadas a cada lado de él había unas siluetas hirsutas con espadas de hoja curva y antorchas. Eran bárbaros azules, y había docenas de ellos.
El leñador volvió la mirada hacia el mar y entrevió los restos del fungo saurio hecho pedazos que se alejaban flotando lentamente a la deriva. La serpiente de mar —ilesa, hambrienta y todavía buscándoles— se agitaba entre los despojos. La criatura iba y venía por entre las rocas, buscando un canal lo suficientemente profundo para poder acercarse y engullirlos. La lluvia seguía cayendo del cielo, pero Gaviota estaba tan entumecido que no podía sentirla.
Y antes de que transcurriera mucho tiempo ya no podría sentir nada.
—No podemos irnos, y no podemos quedarnos —murmuró Kem.
El guardia se acostó de bruces para tratar de salir nadando de aquella hoya de barro.
—Acuchillado o devorado —jadeó Morven. Ordenó a Stiggur que le agarrase del cinturón, y después se estiró a través del barro para llegar hasta Gaviota—. O si el tiempo lo permite, nos ahogaremos en cuanto llegue la marea alta.
Gaviota también se estiró, y el marinero y el ayudante de la cocinera lograron sacarle de las rocas. Después los tres fueron contorneando las hondonadas de fango más profundas, y acabaron remolcando a Kem hasta un lugar seguro.
Abofeteados por el viento, las olas y la lluvia, se acurrucaron a unos centímetros por encima del mar.
—Un lugar infernal para morir —masculló Kem.
—Esperemos que así sea —jadeó Morven—. Un descanso me sentaría estupendamente.
Sólo Mangas Verdes miraba a su alrededor, olisqueando el aire igual que un perro.
—¿Algo más, hermana? —preguntó Gaviota.
Pero le quedaban muy pocas esperanzas. «Es curioso», pensó. Desde aquel primer día en Risco Blanco, había estado corriendo como un loco de un lado a otro para rescatar a su hermana. Pero ya no podía hacer nada, salvo pedirle que les rescatase. El camino de la vida daba giros muy extraños.
La muchacha metió una mano en el agua y la movió de un lado a otro.
—Hay al-algo que me ca-canta... Algo despertado p-por el te-terremoto...
Los hombres la contemplaron con expresiones lúgubres. Liante estaba dando órdenes muy por encima de ellos. Una veintena de bárbaros saltaron a la cicatriz del suelo y empezaron a bajar hacia los cautivos, avanzando cautelosamente por entre pequeños deslizamientos de tierra. La serpiente silbaba a unos cinco metros de allí, haciendo más y más ruido a cada momento que pasaba.
¿O...?
Gaviota comprendió que aquello no era el siseo de ninguna bestia. Era el agua, el mismo océano.
El oleaje palpitaba a su alrededor, pero cada avance del agua era más débil que el anterior. Ya no eran golpeados por la espuma.
La curiosidad hizo que los hombres se dieran la vuelta.
—¿Esto es obra tuya, Verde? —preguntó Gaviota.
Pero la muchacha no dijo nada y siguió con los ojos clavados en el océano.
El nivel del agua estaba bajando miraran donde mirasen. Las olas dejaron de lamer sus talones, y acabaron retrocediendo del todo. Rocas que sólo habían mostrado puntas recubiertas de algas marinas quedaron reveladas.
El agua se alejó tan deprisa que peces convulsos y cangrejos que chasqueaban sus pinzas quedaron atrapados en los charcos. La serpiente de mar, increíblemente larga y plateada, se agitaba nacidamente entre las rocas.
Como en un sueño, las olas continuaron alejándose hasta perderse en el horizonte. El viscoso verdor del fondo marino quedó al descubierto, con rocas y peces varados e incluso un barco naufragado cubierto de algas a medio kilómetro de distancia.
—¿Qué está ocurriendo? —jadeó Kem.
Morven se había puesto blanco.
—Oh, no —murmuró con un hilo de voz—. Oh, no...
Gaviota le dio un codazo.
—¿Qué pasa? ¿Qué es?
—Un tsunami —respondió el marinero.
—¿Un su-qué?
—¡Corred! —gritó de repente Morven, sobresaltándoles a todos—. ¡Corred hacia la orilla! ¡Deprisa! ¡Corred como nunca habéis corrido antes!
* * *
Morven agarró a Stiggur, levantó al muchacho a fuerza de brazos y echó a correr, galopando sobre las rocas con el miedo volviéndole tan ágil y ligero como una ardilla. Gaviota miró a Kem, quien le devolvió la mirada. Pero el pánico era contagioso. El leñador agarró a su hermana de un codo y el guardia la cogió del otro, y los dos echaron a correr con Mangas Verdes entre los dos, yendo hacia la orilla en una trayectoria oblicua por entre las rocas y la delgada capa de barro.
Morven empezó a subir a lo largo de la trinchera abierta en el acantilado, empujando a Stiggur por el trasero delante de él. Los hombres les siguieron con Mangas Verdes, aunque al resbalar bajaban tanto como conseguían subir. El marinero, jadeando y tosiendo, buscó las bolsas de suelo más negro. Un gorgoteo de confusión brotó de los bárbaros iluminados por detrás que continuaban al acecho en las alturas, quienes se estaban preguntando por qué aquellos hombres corrían hacia sus muertes, y qué le había ocurrido al océano.
—¿Qué es eso, Morven? —gritó Gaviota—. ¿Qué nos persigue?
—¡Un tsunami! —gritó el marinero por encima de su hombro—. Pero nunca conseguiremos ir lo suficientemente deprisa para escapar de él... ¡No en esta pendiente! ¡Es imposible! ¡Buscad una caverna! ¡Es nuestra única oportunidad!
—Pero ¿qué infiernos es ese su-lo que sea? —preguntó Kem.
—¡Aquí!
El marinero se detuvo delante de una hendidura que sólo era una raja más oscura en la negrura de la ladera. Agarró de los cabellos al muchacho y lo incrustó en la cueva. Stiggur aulló.
Gaviota soltó una maldición. Morven había enloquecido.
Pero el océano se estaba comportando de una forma condenadamente rara. Gaviota sabía muy poco acerca del mar, pero Lirio le había explicado lo que eran las mareas. Aunque nunca le había hablado de que el agua pudiera desaparecer por completo, alejándose hasta quedar oculta más allá del horizonte.
—¡Entra, entra, entra! —Morven arrancó a Mangas Verdes de las manos de los hombres y empezó a meterla en el agujero—. ¡Adentro, adentro, adentro!
—Pero ¿qué...?
Como respuesta, el marinero se limitó a señalar el mar.
Muy, muy lejos de ellos, allí donde el sol oculto todavía proyectaba un resto de resplandor, una larga nube baja había descendido hasta la tierra. No, se corrigió Gaviota, tenía que ser una cordillera puesta al descubierto por la retirada de las aguas. Pero estaba creciendo, y se iba volviendo más y más alta...
Y un instante después supo qué era.
Era el océano, que volvía en una sola ola.
Gaviota se acordó del pueblo en el que había visto el océano por primera vez. Su hermana había chapoteado entre las olas, y en aquel momento lo estaba removiendo con sus manos igual que un dios.
Los bárbaros parloteaban en el acantilado por encima de ellos. Liante había desaparecido, huido tierra adentro.
—¡Es lo que intentaba deciros! —baló Morven—. ¡Es una gigantesca ola de marea!
* * *
Durante un segundo Gaviota fue incapaz de moverse. Después Morven le agarró por los cabellos y le metió en el agujero detrás de su hermana. Gaviota se encontró sumido en la negrura más absoluta, y su cabeza chocó con la de la joven. Se removió y chocó con Stiggur, arrancándole un gruñido.
—¡Hazme un poco de sitio, muchacho!
—¡No puedo! ¡Es todo el sitio que hay!
El débil graznido que resonó en su oreja hizo que Gaviota comprendiera que Stiggur estaba diciendo la verdad. Aquella caverna no era más grande que un ataúd.
Kem apareció detrás de él, incrustando las rodillas en la espalda del leñador.
—¡Métete dentro, idiota!
Gaviota se debatió en la oscuridad, aplastando a su hermana. Kem se retorció junto a él, tan pegado a su cuerpo que el leñador sintió el roce del tejido cicatricial en su cuello.
—¡No hay más sitio!
—¡No puede ser! —gruñó Kem mientras Morven empezaba a empujarle por detrás.
—¡Jovencita! —jadeó el marinero—. ¡Mangas Verdes! ¡Levanta ese muro de ramas! ¡Es lo único que puede salvarte!
—Yo... Yo...
Mangas Verdes, llorosa y asustada, dejó de protestar para tratar de concentrarse.
—¡No, espera!