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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (36 page)

BOOK: El bosque de los susurros
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Su hermana poseía la magia de la naturaleza, y el leñador siempre lo había sabido. Su «segunda vista». Su capacidad para domesticar animales salvajes, para encontrar a las criaturas que se habían perdido. El que los animales nunca le hicieran daño, ni siquiera las moscas y las sanguijuelas...

Había pasado muy poco tiempo desde que Gaviota averiguó que aún había más cosas: que la magia del Bosque de los Susurros había inundado la mente de Mangas Verdes, convirtiéndola en una retrasada. Lejos del bosque, Mangas Verdes había aprendido a pensar con claridad.

Pero se había vuelto capaz de conjurar todo lo que había tocado.

¡Mangas Verdes tenía auténtica sangre de hechicera corriendo por sus venas!

¡Y Liante lo había sabido desde el principio!

Al igual que con Lirio, Liante había percibido la capacidad mágica de Mangas Verdes. Por eso había contratado a Gaviota como jefe de caravana (aunque Chad podía hacer ese trabajo), única y exclusivamente para poder llegar hasta Mangas Verdes. (Y Gaviota se había creído muy listo al conseguirle un sitio en la caravana, mientras Liante fingía indiferencia. ¡Qué idiota había sido!)

Liante había estado tramando desde el principio sacrificar a Mangas Verdes y robar su maná encima de aquel altar negro. Pero su plan había salido mal.

Ya fuese conscientemente o sin saberlo, su hermana había conjurado dos tejones para que la protegiesen.

Pero dos tejones no la protegerían de un hechicero enfurecido y sus guardias.

A menos que...

* * *

Grande como un toro, ancho, achatado y con la espalda gris, el rostro una confusión de bandas blancas y negras, el tejón gigante se agazapó con el estómago pegado al suelo y empezó a hacer pedazos la extraña túnica a franjas de Liante.

La ridícula caja atada con un pañuelo cayó de la cabeza de Liante y rebotó sobre la hierba pisoteada. Gaviota reconoció el bloque rosado del cráter, el cofre de maná. Liante debía de haber planeado almacenar la energía mística de su hermana dentro de él.

Pero el tejón de Mangas Verdes había interrumpido el sacrificio.

La falda de la túnica de Liante había quedado convertida en harapos, y el tejón siguió tirando de la tela atrapada en sus temibles mandíbulas. Pero aparentemente el hechicero no había sufrido daño alguno, y sólo parecía confuso y perplejo.

Y, naturalmente, Liante escupió un hechizo y alzó una mano, y el tejón salió despedido hacia atrás y rodó sobre la espalda con un resoplido gutural. Gaviota ya había visto aquello antes, en el bosque incendiado. Era un hechizo de protección personal, un aura impenetrable.

Que Gaviota anhelaba poner a prueba.

—¡Liante! —gritó—. ¡A ver qué tal lo haces con esto!

Gaviota hizo girar su hacha por encima del hombro y la lanzó contra el pecho del hechicero, impulsándola con la velocidad del rayo.

La madera y el acero giraron por los aires. Pero el temible filo sólo consiguió rebotar en una pared invisible a escasos centímetros de la nariz del hechicero. Liante ni siquiera se tambaleó a causa del golpe. El hacha se incrustó con un golpe sordo en la hierba cubierta de sombras que crecía alrededor del monolito.

El hechicero alzó una mano, los dedos tensamente curvados, y retrocedió.

—¡Matadle! —gritó por encima de su hombro—. ¡Cien coronas de oro al que le corte la cabeza!

Los guardias, que habían quedado confundidos por el extraño curso que habían tomado los acontecimientos, se lanzaron sobre Gaviota como mastines que acaban de encontrar el olor de su presa..., todos salvo Kem, que permanecía tan inmóvil como si hubiera echado raíces en el suelo, el rostro contorsionado por el conflicto de lealtades.

Eso dejaba sólo tres luchadores endurecidos y temibles con espadas que buscaban la cabeza de Gaviota.

Si le mataban —y lo harían—, Mangas Verdes sería la siguiente.

Las palabras volvieron.

A menos que...

Gaviota giró sobre sí mismo y alzó a su hermana del altar, haciendo salir despedido al tejón más pequeño de la pareja. La dejó en el suelo, agarró su hacha —gracias a los dioses la había afilado—, y cortó la cuerda que sujetaba sus muñecas.

—Gaviota —baló Mangas Verdes—. ¿Qué ha-hacemos?

Correr quedaba descartado. No había ningún sitio al que ir, salvo el borde del risco que llevaba a las rocas de abajo.

—¡Conjura algo!

Gaviota empuñó su hacha, preparado para enfrentarse con los tres asesinos.

—¿El q-qué? No s-sé...

—¡Cualquier cosa! ¡Y date prisa!

Un débil suspiro de desesperación resonó detrás de Gaviota. «Esto no va a funcionar», pensó frenéticamente el leñador. Su hermana no tenía ninguna práctica con la magia. Conjurar había sido un accidente, un acto de desesperación. No podía limitarse a extender una mano invisible a través del vacío y...

El aire empezó a brillar con un resplandor iridiscente delante del leñador. Los colores parpadeaban como un arco iris que tocase la tierra. Marrón cerca del suelo, verde en el centro, azul a la altura de la cabeza, amarillo por encima...

Gaviota perdió el equilibrio cuando el suelo hizo erupción.

Zarzales, árboles y lanzas de piedra salieron disparados hacia el aire.

* * *

Los muros surgieron de la nada por todas partes y se extendieron a lo largo del risco, mezclándose y confundiéndose al azar y sin ningún orden.

Los enormes y sinuosos espinos color verde amarronado de la batalla de Risco Blanco se intercalaban con las espadas de la caverna del bosque quemado, así como con árboles curiosamente retorcidos que se encogían sobre sí mismos y se retorcían para formar una barrera imposible de atravesar. Gaviota sabía que estos últimos procedían de los más lejanos e inhóspitos confines del Bosque de los Susurros.

Masas de tierra roja sostenían los espinos, barrizales blancos indicaban la situación de las espadas de piedra, y alfombras de hojas verdes daban a luz al muro de ramas. Los olores cayeron sobre Gaviota en oleadas incontenibles. Había hierro de la tierra rojiza, amoníaco del guano de los murciélagos y podredumbre de las hojas medio desintegradas, y todo eso se mezclaba con el penetrante aroma a sal de la brisa marina.

Pero aquellos muros carecían de toda lógica.

Un confuso amasijo de árboles, espinos y espadas de piedra surgía del borde del acantilado y avanzaba hacia la derecha de Gaviota llegando a tener seis metros de grosor o más, y luego terminaba de repente dejando una pradera de hierba virgen. Otro muro mezclado se curvaba hacia la izquierda, no más ancho que el seto de un jardín, y luego giraba sobre sí mismo formando una espiral que recordaba a un laberinto. Más allá del círculo de carros se alzaba un macizo tan grueso que parecía un bosque, denso y negro con tiras blancas esparcidas por él. Otro retazo que se encontraba a un tiro de piedra era tan cuadrado como un huerto.

El grueso muro de la derecha tenía unos cuatro metros de altura, y los robustos zarcillos que colgaban de él tiraron de los cabellos de Gaviota. El leñador retrocedió y partió unas cuantas lanzas de piedra con sus zuecos.

Y soltó una maldición. Desde el punto de vista defensivo el muro de la derecha era impecable, pero el de la izquierda no contendría ni a un niño..., y había un hueco de más de seis metros entre ambos. Los matones de Liante podían cruzar esa brecha con toda facilidad.

En cuestión de segundos. Gaviota vio cómo el maltrecho Liante corría hasta colocarse detrás de un muro para tener un panorama más claro de la situación, y luego señalaba con una mano y empezaba a chillar órdenes. Los tres guardias, que ya se habían recuperado de la sorpresa de la explosión verde, alzaron sus espadas y se lanzaron por la brecha. Pero sus pies se frenaron de repente cuando vieron a una hechicera con las manos alzadas.

—¡Más! —gritó Gaviota—. ¡Has conseguido hacerles perder unos momentos! ¡Ahora conjura más muros!

—Yo no... ¡No pu-puedo! —gimoteó la joven y se agarró al codo de su hermano, el chal medio rasgado cayendo de un hombro y la cabellera despeinada envolviéndole el rostro, una frágil silueta que sólo le llegaba hasta el hombro al leñador—. ¡Es to-todo lo que te-tengo!

Gaviota reprimió un gemido y aferró su hacha.

—¡Prueba alguna otra cosa! ¡Conjura a Morven!

—¿A qu-quién?

Mangas Verdes no conocía ningún nombre.

—¡El marinero, maldita sea, el de los cabellos grises! ¡Y el chico de la cocinera, Stiggur! Y los centauros... ¡Las personas-caballo! ¡Vamos, date prisa!

Mil matices terrosos ondularon junto al leñador, y Morven se materializó sosteniendo sus pantalones con la mano. El marinero miró frenéticamente a su alrededor.

—¡Vaya, hemos vuelto!

Gaviota volvió la cabeza hacia él.

—¿Dónde está tu sable? —rugió.

—¡Lo dejé en el suelo un segundo para ir a hacer mis necesidades entre los arbustos! Lo puse justo al lado y...

—¿De qué sirve hacer planes si...?

Detrás de sus guardias, Liante puso un dedo encima de su grimorio, alzó otro para señalar, ladró una áspera frase en una lengua arcana y después sonrió a Gaviota con maliciosa satisfacción.

Un centelleo llenó el aire delante de los ojos del leñador y fue llenando las sombras proyectadas por el monolito. Gaviota retrocedió.

Fuera lo que fuese lo que había conjurado Liante, era grande. Como neblina que surgiera del suelo, un cuerpo tan grande como una casa fue cobrando forma. Era de color gris pizarra, y por encima de él se retorcían media docena de nebulosos cuellos grises. Un temible siseo hizo que Gaviota se encogiera sobre sí mismo.

«Vamos a ser devorados —pensó el leñador—. Igual que pececillos por una gran carpa... No, por seis grandes carpas.»

El leñador siguió retrocediendo a toda velocidad y chocó con Morven, quien masculló una maldición mientras intentaba subirse los pantalones y abrochárselos.

—Eh, mira por dónde... ¡Lanza del mar! ¿Una hidra de roca?

El centelleo se fue volviendo más luminoso y se solidificó rápidamente, hasta que Gaviota apenas pudo ver el muro de espinos a través de él.

«Es preferible saltar a las rocas —pensó—. Puede que alguno de nosotros sobreviva. Aquí arriba, nadie sobrevivirá...»

Pero Mangas Verdes canturreó suavemente, y los colores de la tierra ondularon a menos de cinco metros de Liante. El ayudante de la cocinera apareció entre un revoloteo de tonos marrones, verdes, azules y amarillos, parpadeando y con el látigo enrollado.

—¡Stiggur! —gritó Gaviota, y el muchacho dio un salto—. ¡Golpéale!

Aturdido, pero oyendo la voz de su héroe, el muchacho echó el látigo hacia atrás desplegándolo a lo largo del suelo, no en línea recta, y después lo movió hacia adelante, demasiado deprisa y con demasiada fuerza.

Pero la punta del látigo de mulero hendió el aire y chasqueó casi en el ojo de Liante. El hechicero, sobresaltado, se llevó la mano a la mejilla ensangrentada.

La conjuración había sido bruscamente interrumpida antes de que pudiera surtir todo su efecto, y los centelleos que habían brillado delante de los ojos de Gaviota se desvanecieron. El estruendoso siseo se desvaneció. La hidra de roca se fue empequeñeciendo hasta desaparecer. Gaviota vio unos pequeños huecos en la hierba allí donde habían empezado a formarse sus patas.

Gaviota dejó escapar un ruidoso suspiro. Habían escapado por muy poco.

Pero su suerte no podía durar. Tenían que organizar una defensa.

O morir.

Liante se había refugiado detrás de un muro de espinos. Stiggur permanecía inmóvil, con el látigo nacidamente desplegado sobre el suelo, y contemplaba a los guardias, que estaban mirando a su alrededor a la espera de órdenes.

—¡A mí, Stiggur! —aulló Gaviota.

El muchacho pasó corriendo junto a los confusos matones antes de que pudieran detenerle. Pero Stiggur alzó la cabeza para mirar por encima del monolito.

Un largo clavo de acero surgió del cielo y se enterró en el suelo con un golpe ahogado a los pies de Gaviota. Unos cuantos centímetros más y se habría enterrado en su cráneo.

En las alturas flotaban cuatro globos con las barquillas repletas de trasgos que chillaban y gritaban. La brisa que venía del mar los empujó rápidamente por encima del acantilado. Colgando de los cordajes, luchando con incómodas cargas y peleándose entre sí, la primera tripulación de trasgos de piel verde grisácea empezó a dejar caer lanzas sobre las siluetas atrapadas en la hondonada.

Las lanzas rebotaron ruidosamente en el monolito, salieron despedidas del altar negro y saltaron por los aires después de chocar con la tierra. Gaviota agarró a Morven y a su hermana y tiró de ellos hasta llevarlos a un refugio parcial junto al monolito envuelto en sombras. Los trasgos rieron con maliciosa alegría.

Gaviota empezó a sentir un doloroso palpitar en la cabeza cuando intentó abarcar toda aquella confusión. Seguían necesitando una defensa sólida. Los guardias no habían avanzado y vigilaban la brecha, pero Liante debía de estar conjurando algo horrendo y temible.

—¡Trae al resto, Verde! —gritó el leñador—. ¡Trae cualquier cosa que hayas tocado! ¡La bestia mecánica, los centauros..., incluso nuestros apestosos trasgos!

Mangas Verdes, el ceño arrugado por la concentración, se subió las verdes mangas de su traje hasta los codos, alzó las manos y empezó a murmurar. Gaviota no tenía ni idea de qué estaba susurrando. ¿Plegarias? ¿Versos? ¿Sonidos que no tenían ningún significado?

La segunda tripulación de trasgos volcó otro cesto lleno de lanzas por encima de ellos. Un largo pincho de acero arrancó un trocito de madera de la punta de un zueco de Gaviota. Morven alargó velozmente una mano y desvió una lanza.

—¡Deprisa, querida!

Todavía quedaban dos globos para atacarles.

Un grito bárbaro hizo temblar el cielo detrás de las curvas serpenteantes del muro.

—¡Oh, no! —gimió Gaviota.

Y de repente se encontraron envueltos por una oscuridad más profunda que la del crepúsculo que se aproximaba.

* * *

Cuatro troncos de árbol aparecieron a su alrededor. Los troncos estaban articulados, y recordaban las patas de un caballo. Gaviota reconoció la parte inferior de una pata trasera..., tallada por él mismo a partir de un mástil de navío.

Stiggur lanzó un grito de puro deleite. La bestia mecánica se había quedado inmóvil encima de ellos. Gaviota podría haber levantado la mano y haber rozado las gruesas vigas de su estómago. Los trasgos aullaron en el cielo cuando sus clavos de acero chocaron con la dura madera curtida por la intemperie o rebotaron en flancos construidos con planchas de hierro. La letal lluvia puntiaguda no logró acertar su objetivo humano.

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