El leñador corrió el riesgo de volver la cabeza el tiempo suficiente para echar una rápida mirada hacia atrás y averiguar de dónde habían salido las flechas. ¿A qué personas conocía Mangas Verdes que disparasen letales flechas negras?
Gaviota enseguida tuvo su respuesta.
No eran personas.
* *
Esparcidas a lo largo del montón de peñascos, desde el borde del acantilado hasta el monolito, había dos hileras de unas criaturas que hasta aquel momento Gaviota sólo había imaginado que existieran.
Había varones y hembras, y todos medían un metro setenta de altura y eran esbeltos y de músculos nudosos, y tan pálidos como cadáveres. Negras cabelleras ondulaban y bailaban bajo la brisa. Llevaban cortas túnicas verdes que hacían pensar en pieles de serpiente por único atuendo, pero iban adornados con arcanos tatuajes rojos, plumas, colas de zorro y brazaletes de fibras trenzadas. Cada silueta empuñaba un gran arco tallado más alto que ella, y de su espalda colgaba una aljaba llena de largas flechas erizadas de plumas negras.
—Elfos —jadeó el leñador—. Auténticos... elfos... de carne y hueso...
Los elfos cambiaron de posición encima de las rocas, moviéndose sobre sus pies calzados con sandalias tan ágilmente como si fueran águilas y con la misma seguridad, y colocaron más flechas en sus arcos. Por encima de la cabeza de Kem, una mujer que llevaba un casco adornado con plumas rojas y lucía un parche lleno de bordados encima de un ojo ladró una áspera orden, y todos los arcos se alzaron como si fuesen uno solo. Los arqueros tenían que apuntar más allá de la bestia mecánica, pero eso no suponía ningún estorbo para ellos.
Otra seca orden, y más flechas emprendieron el vuelo como una bandada de pájaros suspendida en las alas del viento.
«¿Por qué nos ayudan? —se preguntó Gaviota—. Los elfos consideran enemigos a todos los humanos..., pero Mangas Verdes debe de haberse encontrado con ellos en el pasado.»
¿Significaba eso que su hermana era amiga de los elfos? ¿Había elfos viviendo en las profundidades del Bosque de los Susurros?
La andanada de flechas chocó con las pieles azules. Con sus filas diezmadas, los bárbaros de los colmillos y las cabelleras blancas huyeron, rodeando a la carrera el monolito en busca de algún refugio. Su ataque había terminado.
Morven lanzó un ruidoso grito de alegría, Kem pareció desilusionado y Gaviota se limitó a suspirar, alegrándose de poder descansar un rato.
Y entonces los trasgos empezaron a morir.
Mangas Verdes no controlaba a los elfos. Gaviota supuso que habían hecho huir a los bárbaros que estaban atacando a Mangas Verdes y a sus compañeros por la amistad que existía entre ellos y su hermana, pero una vez conseguido ese objetivo habían pasado a obedecer sus instintos naturales.
Alguien le había dicho que los trasgos eran primos de los orcos, los más encarnizados enemigos de los elfos. En consecuencia, los elfos mataban trasgos de la misma manera que un granjero mataría a unas ratas si las encontraba hurgando en su grano.
Negras flechas buscaron a los compañeros de Sorbehuevos. Un trasgo que había quedado atrapado entre los espinos fue atravesado tres veces. Otro que se aferraba a la pared del acantilado fue arrancado de ella igual que una mosca golpeada por una mano. Los gritos que surgieron de detrás del montón de peñascos indicaron que otro trasgo acababa de morir.
Gaviota tragó aire e intentó entender toda aquella locura y pensar, pero un estridente aullido hendió el aire. Empujados por las lanzas de los tres guardias leales a Liante, más trasgos se lanzaron al ataque por el callejón repleto de cuerpos abierto entre el monolito y el muro de espinos. Eran las tripulaciones de los globos, que se habían estrellado o habían logrado aterrizar, obligadas a atacar por la compulsión de Liante y tres espadas.
Pero su ataque vaciló y se detuvo en cuanto vieron a los elfos y los muertos. Después murieron. Las flechas silbaron por entre ellos, atravesando bocas que aullaban, perforando entrañas y empalando a dos cuerpos de golpe, haciendo que muriesen juntos entre terribles convulsiones. Las tripulaciones de los globos giraron sobre sus talones y echaron a correr, pasando por encima de los guardias o dando un rodeo para esquivarlos. Los elfos intercambiaron canturreos musicales, y Gaviota se dijo que estaban haciendo apuestas sobre quién conseguiría acertar a los objetivos que huían. El leñador pensó que eran unas criaturas muy hermosas, pero también eran tan fríamente implacables como las serpientes y una mortífera amenaza para todo el que se opusiera a ellas.
Y un instante después ya no había ningún enemigo vivo visible.
Stiggur lanzó un grito de alegría desde lo alto de su bestia mecánica, que no se había movido ni siquiera cuando la batalla arreciaba alrededor de sus patas. Liko asomó la cabeza por encima del muro de espinos para contemplar algo que había debajo de él. Los elfos intercambiaron más trinos, y la capitana del yelmo adornado con plumas rojas dirigió un canturreo a Mangas Verdes. Morven se estaba apretando un pulgar que sangraba, y Kem se acariciaba una rodilla herida.
Gaviota se dio cuenta de que Mangas Verdes todavía tenía un bulto debajo de las faldas.
El leñador se cambió de mano el hacha ensangrentada y agarró a Sorbehuevos por una flaca pierna. El trasgo ladrón quedó colgando cabeza abajo y empezó a chillar, golpeando la pantorrilla de Gaviota con sus huesudos puños. Fue un error. Las orejas de los elfos temblaron, y sus dedos volaron hacia las cuerdas de los arcos. Viendo el peligro que corría, Sorbehuevos gimoteó.
Gaviota lanzó al trasgo por el borde del acantilado antes de que su cuerpo quedara lleno de flechas. El pequeño ladrón era duro, y probablemente sobreviviría a la caída. Siempre sería un destino mejor que acabar más lleno de acero que un pavo clavado en el espetón.
—¡Señor de Atlantis! —murmuró Morven—. ¡Tengo la garganta reseca! ¡Ojalá tuviera aquí un poco de esa cerveza de cocos que estábamos destilando!
Kem tosió y escupió, pero él también tenía la garganta reseca. El guardia, que era un guerrero profesional, sacó una piedra de amolar de su faltriquera y empezó a afilar su espada.
Gaviota asintió distraídamente. Estaba tan cansado que le pareció que podría quedarse dormido de pie. El leñador hizo un desesperado esfuerzo para evaluar su situación. ¿Qué ocurriría a continuación?
Liante, el verdadero peligro, seguía ahí. ¿Qué más podía lanzar contra ellos? ¿El djinn azul? ¿La hidra de roca, una vez más? Gaviota había visto tantos prodigios y horrores desde aquel día fatídico en Risco Blanco que no podía recordarlos todos, o quién había conjurado qué. Cualquier cosa podía surgir de la nada en cualquier momento.
El leñador se preguntó si debían seguir luchando allí, o si debían atacar al hechicero en su propio terreno. O quizá sería mejor retirarse... El bosque que había visto antes se encontraba a un kilómetro escaso tierra adentro. ¿Podían contar con los elfos? ¿Estaban bien Helki y Holleb? ¿Qué más estaba ocurriendo que él ignorase...?
Como en respuesta, el brillante crepúsculo del océano quedó eclipsado. Un sordo retumbar hizo estremecer el aire. Las nubes empezaron a llegar de tierra adentro, y se espesaron y se fundieron unas con otras mucho más deprisa de lo que deberían hacerlo unas nubes.
Y entonces el leñador se acordó de un conjuro de Risco Blanco mientras un rápido repiqueteo surgía de la nada y resonaba alrededor de todos ellos.
Las gotas de lluvia golpearon su rostro con un sinfín de fríos y duros impactos. Unos segundos bastaron para que el leñador quedara empapado de la cabeza a los pies, y la túnica y el faldellín de cuero se pegaron a su cuerpo como una segunda piel. Los rizos canosos de Morven se adhirieron a su cabeza, y Kem quitó agua del reborde de su yelmo. Los elfos miraron hacia arriba, intercambiaron veloces canturreos y empezaron a proteger las plumas de sus flechas. La capitana se volvió hacia Mangas Verdes, la única que estaba ignorando la lluvia, y le lanzó un trino. La muchacha se limitó a menear la cabeza. Cuando era una retrasada había establecido alguna clase de relación con los elfos, pero la nueva Mangas Verdes no podía comunicarse con ellos.
El repentino diluvio y la creciente oscuridad hicieron que Gaviota no pudiera ver a más de cinco metros de distancia. La lluvia rugía mientras repiqueteaba sobre el monolito y rebotaba en él, pero dejando aparte esos sonidos todo estaba en silencio.
¿Habría conjurado Liante la lluvia, tal vez para cubrir una retirada y dejándoles vencedores en el campo del honor, tal como decían las viejas leyendas? Gaviota sintió deseos de echarse a reír. Cuánto le habían gustado las gloriosas historias de honor y valor y cómo las había amado, y sin embargo cuando su día había llegado por fin estaba hambriento y cansado y tenía frío, y la lluvia helada goteaba de sus cabellos y caía sobre su espalda...
El curso de sus pensamientos —confuso y caótico, como bien sabía el leñador— fue interrumpido de repente cuando Liko rugió un doble grito de batalla y alzó su garrote. A través de una cortina de lluvia, una cabeza de dragón irguió su masa gris por encima de un muro de espinos, y fue seguida por otra, y otra más.
Era la hidra de seis cabezas de Liante finalmente conjurada por completo, la bestia que le había arrancado el brazo a Liko.
Eso quería decir que Liante todavía no se había dado por vencido.
Morven le dio una palmada en el hombro y señaló hacia arriba.
La lluvia cayó sobre los ojos del leñador, y Gaviota entornó los párpados. Una silueta cubierta de franjas surcaba velozmente el cielo entre la semioscuridad.
¿Podía volar Liante?
En ese caso, tenía que ser él quien había...
Un destello cegó a Gaviota. Un árbol de rayos atravesó el cielo tempestuoso y chocó con el monolito.
La caída del rayo hizo que Gaviota sintiera una sacudida tan física como un golpe asestado en las plantas de los pies, seguida por un calor tan potente y abrasador como si sus zuecos se hubieran incendiado.
La sensación se desvaneció, dejándole empapado, temblando de frío y con el cuerpo recorrido por un extraño cosquilleo. No podía centrar la mirada, y extendió una mano vacilante. Unos dedos tensos como garras la aferraron y tiraron de él, alejándole del monolito tan deprisa que el leñador se tambaleó y estuvo a punto de caer. Un trueno ensordecedor casi le hizo caer de rodillas.
Alguien le empujó al suelo. Hojas mojadas se curvaron alrededor de sus oídos. Parpadeando y llorando lágrimas abrasadoras que se mezclaban con las frías gotas de lluvia, Gaviota fue logrando distinguir poco a poco a Mangas Verdes, Kem y Stiggur, todos acurrucados junto al muro de espinos. Morven tiraba de ellos, apremiándoles para que se pusieran más a cubierto.
El cielo volvió a rajarse. Lanzas de luz blanca destrozaron la oscuridad tempestuosa. Chorros de lluvia relucían sobre el monolito. Otro trueno potentísimo hizo que todos se bambolearan de un lado a otro.
—¡Lanza del mar! —jadeó el marinero, que parecía exhausto—. ¡Mirad allí!
Gaviota entornó los ojos. Una nube azul flotaba en el cielo grisáceo como el humo de una hoguera de campamento recién apagada con agua. La nube se fue alargando, y adquirió una forma vagamente humana terminada en una cola puntiaguda. Cuando juntó dos glóbulos que parecían manos, la luz chisporroteó entre ellos. Las manos chocaron y temblaron, como un perro que se sacude el agua, y el rayo salió disparado de ellas, demasiado veloz para poder ser seguido con la vista.
El relámpago cayó sobre la bestia mecánica con un sordo retumbar. Gaviota olió vaharadas de óxido quemado y madera calcinada flotando en el aire húmedo, y oyó confusamente la voz de Morven dando explicaciones a Stiggur.
—¿... Por qué? ¡Pues porque el hierro atrae al rayo! ¡Si hay hierro en un barco, puede acabar tan caliente que se sale de la madera! Si no hubieras bajado de ahí... —Otro trueno ahogó sus palabras—... monolito debe de contener hierro, porque está absorbiendo los rayos y nos mantiene a salvo. ¡El idiota de Liante no había pensado en eso! Estoy seguro de que...
—Pero ¿dónde está Liante? —le interrumpió Gaviota—. ¡Puede volar! ¡Nunca me lo dijiste!
Stiggur se encargó de responder. El muchacho chorreaba agua, y tenía los labios azules y le castañeteaban los dientes. Mangas Verdes le envolvió los hombros con su chal goteante.
—No lo ha-hace mucho. No pu-puede volar como un pá-pájaro de ve-verdad, moviendo sus a-las..., brazos. Sólo flo-flota en el a-aire, igual que una ga-gaviota.
Pero el leñador no le estaba escuchando.
—Si puede volar, eso significa... —Todos esperaron, y los pensamientos giraron a toda velocidad en la mente del leñador—. Debió de ser él quien voló por encima de nuestra aldea, no Dacian, esa hechicera de los cabellos negros. Liante fulminó a nuestra familia, a mi madre, con esa enfermedad, con ese hechizo de debilidad que detuvo su corazón...
El siseo de la lluvia fue la única respuesta a sus palabras.
La pena formó un nudo en el pecho de Gaviota, y lo traspasó con un dolor tan intenso como el de una herida de cuchillo..., y con ella llegó una ardiente sed de venganza que sólo podría ser saciada con la sangre de Liante.
Pero la cautela también hizo sentir su presencia, junto con el miedo por él mismo y sus compañeros.
Aquel duelo de hechicería entre Liante y Mangas Verdes había hecho surgir a su alrededor tantas cosas y tan deprisa que no había forma humana de mantener la calma y entender la situación, con lo que sólo podían reaccionar como insectos atrapados dentro de una botella. Liante estaba renovando el ataque, distrayéndolos con lluvia y rayos. Gaviota sabía que el hechicero era tozudo, y todo un veterano de varios duelos entre hechiceros.
No podía verla, pero Gaviota presentía la proximidad de una trampa a punto de entrar en acción. Más insistente que nunca, la sensación de que tenían que alejarse de allí recorrió todo su cuerpo como un torrente de lluvia helada.
Luchando contra el pánico, Gaviota hizo un rápido recuento de los recursos con que contaban.
Los arqueros seguían inmóviles, y sus arcos continuaban preparados para disparar. Pero la capitana de los elfos estaba meneando la cabeza mientras dirigía veloces canturreos a Mangas Verdes, y el leñador comprendió que no tardarían en irse. Más oídos que vistos, Liko y la hidra batallaban al otro lado de los espinos. El retumbar ahogado de sus movimientos y los terribles golpes asestados creaban temblores que recorrían el suelo. Gaviota temía que el gigante perdiera otro brazo, pero Liko había estado loco de ira y más enfurecido de lo que el leñador le había visto jamás. Su rabia tal vez le permitiría sobrevivir al enfrentamiento. Gaviota le deseó la mejor de las suertes, pues era lo único que podía hacer por el gigante. Sólo tenían tres combatientes, una hechicera joven y sin experiencia, un muchacho, un animal mecánico...