—Me temo que sí. —Gaviota estaba pensando en voz alta—. Vamos a pasar días enteros cortando árboles para hacer un camino con sus troncos, y... ¿Eh?
Mangas Verdes estaba tirando de su mano y señalaba el norte.
—No, cariño —le dijo su hermano—. Los árboles son demasiado grandes.
El tejón suspendido de su gorda tripa movió las patas de repente. La muchacha lo soltó, y el tejón desapareció entre la espesura. Pero antes de que el animal se esfumara Gaviota se dio cuenta de que le faltaba un trocito de oreja, como si se lo hubieran arrancado de un mordisco.
El leñador se detuvo de repente, tan bruscamente que faltó poco para que hiciese perder el equilibrio a su hermana.
—¡Eh! Ese tejón...
«Espera un momento —pensó—. Hace algunos días Mangas Verdes encontró un tejón al que le faltaba un trozo de oreja, pero lo dejó marchar.» ¿Sería el mismo animal que acababa de ver, a tantos kilómetros de distancia de aquel lugar? Los tejones no recorrían kilómetros: se mantenían dentro de su territorio. ¿Podía haberles seguido? ¿A lo largo de tanta distancia?
Tonterías. Entonces... ¿Lo había transportado Mangas Verdes todo aquel trecho? No. ¿Escondido en el carro de los suministros? No, imposible. ¿Entonces cómo...?
Pero Mangas Verdes seguía tirando de su mano, y Gaviota tuvo que seguirla. Él también sentía curiosidad. Su hermana rara vez se mostraba tan insistente, a menos que hubiera algún animal herido que pesase demasiado para que ella pudiera levantarlo. Mangas Verdes llevó al leñador hasta la espesura. Un sendero que apenas tenía medio metro de anchura serpenteaba por entre matorrales menos densos: era un camino de ciervos. Mechones de pelaje blanco de los estómagos, restos del abrigo invernal que habían ido perdiendo los ciervos, habían quedado enganchados en las ramas. Mangas Verdes caminaba erguida, pero Gaviota tenía que encorvarse.
—Sea lo que sea, será mejor que no vayamos muy lejos. He de cortar árboles, Verde...
Pasaron por entre dos robles que entrelazaban sus ramas y se encontraron repentinamente en un claro.
Estaban en una cañada, parecida a otras muchas que ya habían atravesado, que tenía los lados recubiertos de brezales y pequeños robles. Pero el fondo de aquella cañada consistía en un suelo arenoso alisado por la lluvia que iba subiendo poco a poco en una suave pendiente. Los únicos obstáculos eran rocas que podrían apartar mediante palancas. Gaviota dejó a su hermana en el comienzo de la cañada y subió por la pendiente, sintiendo punzadas de dolor en su rodilla lisiada por el esfuerzo. Cuando llegó al final de la pendiente vio grandes árboles que crecían bastante separados unos de otros. Podía ver casi a un kilómetro de distancia.
Gaviota oyó un crujir de guijarros detrás de él. Oles le había seguido con su ballesta acunada en los brazos.
—Vaya... No había visto este paso. Esa muchacha debería ser exploradora.
—Sí —dijo Gaviota. Miró a su hermana, que acababa de levantar una piedra para hacerle cosquillas a una salamandra roja—. Quizá debería serlo.
* * *
Ensancharon el sendero de los ciervos utilizando el atajo de Mangas Verdes, y atravesaron la cañada en dos días. Después volvieron a encontrarse encima de un terreno sólido, e hicieron progresos considerables durante media docena de días.
Los demás no tenían ni idea de ello, pero Gaviota ya había adivinado que se estaban acercando a su objetivo. Un día estuvo seguro de ello.
Podía olerlo.
La brisa que llegaba del norte transportaba un olor acre y rancio, una pestilencia húmeda que recordaba el hedor de una hoguera vieja. Pero era mucho más potente y penetrante, como si la misma tierra hubiera ardido también.
Como así había ocurrido.
Vieron las primeras señales bastante lejos y a la derecha. El explorador —aquel día le tocaba explorar a Chad, que evitaba dirigir la palabra a Gaviota— se limitó a señalarlas con la mano y se marchó.
Gaviota asintió. Había estado en lo cierto.
Un largo triángulo oscuro había manchado el bosque. El suelo estaba ennegrecido y las cortezas de los árboles parecían calcinadas, y todas las hojas estaban resecas y se habían vuelto de un color marrón negruzco. El fondo del triángulo apuntaba hacia el noroeste, allí donde el viento había soplado con fuerza y creado un pequeño incendio. Siguieron avanzando a través de una nueva franja de verdor, y encontraron otra cicatriz quemada.
Y por fin llegaron al lugar en que el incendio había hecho más estragos.
Incluso la gorda cocinera salió de su carro para mirar. Hasta Liante lo hizo.
El hedor a quemado invadió las fosas nasales de toda la caravana, y se pegó a sus ropas y su piel.
Como si estuvieran en una orilla verde, una marea negra se alejaba de sus pies y se iba extendiendo hacia el noroeste hasta perderse de vista. Las pequeñas llanuras y suaves ondulaciones de aquella comarca se habían consumido hasta quedar convertidas en tierra negruzca, aunque el fuego había saltado por encima de algunas hondonadas y riscos. Los grandes árboles habían sobrevivido y todavía se veía verdor en lo alto de sus copas, pero los más pequeños habían perecido como velas que se van doblando sobre sí mismas. El cielo despejado y las semanas de primavera habían hecho que la tierra se fuese recuperando, y dedos verdes se habían infiltrado en los eriales oscuros. Después de días de avanzar a través del bosque sumido en las sombras, los cálidos rayos del sol hicieron que los viajeros tuviesen que entrecerrar los ojos.
Gaviota puso a prueba su teoría con Liante. Su túnica de franjas multicolores hacía que el hechicero brillase como un castillo de fuegos artificiales bajo la luz del sol.
—Hace dos lunas vimos una estrella fugaz —dijo el leñador—. ¿Podría haber provocado un incendio forestal?
—Podría, sí... —dijo Liante sin prestarle demasiada atención, y Gaviota supo que había adivinado su destino—. Bien, sigamos adelante.
—¿Continuamos avanzando en dirección noroeste? —insistió Gaviota.
—Sí —dijo Liante, y se volvió hacia su carro.
—No podemos acampar aquí —protestó Felda—. No habrá agua.
Liante rechazó la objeción con un vaivén de la mano.
—Habrá maná. Pongámonos en marcha. Ya pensaremos dónde montar el campamento en cuanto encontremos...
El hechicero se calló de repente.
—¿Qué? —preguntó una docena de voces.
Pero el hechicero subió a su carro y corrió el cortinaje que tapaba la entrada.
El séquito, lleno de curiosidad y haciéndose mil preguntas, subió a sus pescantes y puso en marcha a las recuas con un coro de chasquidos de lengua.
Al día siguiente encontraron lo que andaban buscando.
* * *
En el centro más negro y desnudo de la zona quemada, que había quedado desnuda de árboles, el suelo se hundía de repente formando un enorme hueco circular. Toda la caravana volvió a bajar de sus carros para contemplar aquel gran hoyo abierto en la tierra.
Era perfectamente circular y tan profundo como un lago, pero seco, y medía unos sesenta metros de diámetro. Las distintas capas de tierra se iban sucediendo unas a otras para mostrar barro negruzco, arena amarilla, arcilla gris y arena grisácea.
En el fondo del cráter había un agujero bastante más pequeño cuyo fondo no podían ver.
Nadie habló. No había pájaros que cantaran, ni mariposas que revolotearan de un lado a otro. El suelo era totalmente estéril, y ni siquiera había hormigueros. El bosque contenía el aliento, como si la impresionante violencia de la catástrofe todavía estuviese flotando en el aire.
—¡Éste es el lugar! —El alegre grito de Liante sobresaltó a toda la caravana. El hechicero señaló con un dedo—. ¡Una estrella cayó de los cielos y se estrelló aquí mismo! ¡Coged las herramientas!
—¿Para qué? —preguntó Kem.
—¡Para desenterrarla!
Cavaron.
En cada carro había una pala de mango corto, dos picos y una palanca de hierro. Los hombres recibieron órdenes de bajar por la pendiente y meterse en el agujero del fondo. Descubrieron que tenía la forma de una campana de unos dos palmos de diámetro, y que estaba lleno de rocas, ramas y hojas empapadas por la lluvia. Sacaron toda aquella acumulación de restos y empezaron a cavar.
Al principio los cuatro guardias cavaron al unísono. Cuando el agujero llegó a ser demasiado profundo para poder echar la tierra fuera, ataron cubos a cuerdas para llenarlos e irla sacando. Era un trabajo bastante lento. Liante, que parecía haber enloquecido de impaciencia, ordenó a las bailarinas que echaran una mano en la extracción de la tierra. Cuando se montó el campamento a un kilómetro escaso de distancia, cerca de un arroyo de aguas cristalinas, el ayudante de la cocinera y el enfermero también recibieron orden de ayudar. Incuso Knoton el secretario tuvo que ensuciarse las manos y soplar sobre sus ampollas.
—No sé qué hay aquí abajo —gruñó Gaviota—, pero tiene muchas ganas de echarle mano.
Obligados a trabajar codo a codo empuñando herramientas peligrosas, Gaviota y Morven se pusieron a un lado y Kem y Chad se colocaron al otro y acordaron una tregua tácita. Hablaban lo estrictamente necesario y ni una sola palabra más, pero tampoco vigilaban su espalda para evitar recibir un golpe de pico.
—Si empezamos a perder el tiempo peleando entre nosotros, Liante probablemente nos convertirá en sapos —observó Gaviota en un momento dado.
Nadie discrepó de su opinión.
El séquito de Liante siguió cavando durante todo el día, descansando únicamente para comer y montar guardia. Gaviota se alegraba de cualquier excusa que le permitiera dejar de remover la tierra, y cuando le llegó el turno agarró su arco y su aljaba y se fue a toda prisa.
El nuevo perímetro incluía el campamento y el cráter, con lo que el circuito abarcaba poco más de un kilómetro y medio. El bosque devastado —árboles requemados, tocones inclinados y el nuevo verdor que iba brotando del suelo— le permitía ver hasta muy lejos, aunque algunas hondonadas y protuberancias del terreno seguían disminuyendo la visibilidad. Gaviota puso una flecha junto a su arco para poder dispararla sin perder ni un solo instante si llegaba a ser necesario. Las huellas indicaban que los ciervos y otros animales se sentían atraídos por los tiernos brotes primaverales que iban creciendo en el bosque.
De repente el leñador oyó un ruido detrás de él, y apoyó la flecha en la cuerda del arco mientras giraba sobre sus talones.
Y faltó muy poco para que disparase su arco contra Stiggur, el ayudante de la cocinera.
—¡No dispares, no dispares! ¡Lo siento!
El muchacho alzó un par de manos temblorosas.
El chico seguía siendo bajito y delgado como un palo a pesar de las comidas generosas y regulares. Gaviota supuso que había pasado mucha hambre cuando era pequeño, y que nunca llegaría a ser alto. Llevaba una sencilla camisola de lino, muy limpia, y los cabellos muy cortos para mantener alejados de la comida a los piojos y la suciedad. Felda era una auténtica maniática en todo lo concerniente a lavarse las manos, enterrar el agua sucia, lavar los platos y cavar la letrina lo más lejos posible del campamento. Un brote repentino de disentería o fiebre de los campamentos podía acabar con toda la caravana..., y retrasar la frenética carrera hacia su meta que había emprendido Liante.
—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó secamente Gaviota.
Nunca había hablado demasiado con él salvo para pedir más comida o darle los buenos días.
—Yo... Eh... Sólo quería hablaros, señor.
Su voz era temblorosa y estridente, y parecía a punto de quebrarse a cada momento. Gaviota supuso que tendría unos doce años: la edad de Gavilán, si todavía estaba con vida.
El leñador frunció el ceño, sintiéndose un poco perplejo, y el muchacho retrocedió.
—De acuerdo —dijo por fin Gaviota, comprendiendo que se trataba de un cumplido—. Ponte a mi derecha y un poco detrás de mí, y mantente alejado del arco..., y camina sin hacer ruido. Espero conseguir un poco de cerdo o venado fresco.
—Sí, señor.
Gaviota reanudó la marcha.
—Guárdate los «señor» para Liante. Me llamo Gaviota, y me basta con mi nombre.
—S-sí..., Gaviota.
Siguieron avanzando, zuecos y pies descalzos hundiéndose en el suelo arcilloso. A veces su paso hacía que una rama quemada o un poco de corteza calcinada se desprendiera de los árboles. Los arbustos tiraban de sus tobillos al recuperar su posición normal después de haberse curvado ante ellos. Gaviota no miraba a ningún sitio en concreto, para así percibir mejor los movimientos, y mantenía la cabeza inclinada hacia un lado para poder captar cualquier sonido que se produjera delante de ellos.
El leñador se sobresaltó un poco cuando el muchacho habló de repente.
—Admiro mucho la forma en que maneja ese látigo, señor..., quiero decir Gaviota.
—¿De veras? —gruñó Gaviota, sintiéndose más irritado que otra cosa.
El muchacho se tomó su respuesta como un estímulo, y siguió hablando a toda velocidad.
—Sí, señor..., Gaviota. Es realmente maravilloso que pueda meterlo por entre las orejas de una mula sin darle. Y lo de la oreja de Kem...
El muchacho se calló, no muy seguro de si debía criticar a otro adulto.
—La gente habla tanto del pobre Kem que deben de zumbarle los oídos.
Gaviota alzó un dedo pidiendo silencio mientras atisbaban por detrás de un tronco. Un cachorro de oso pardo estaba cavando debajo de un tronco en busca de gusanos y orugas.
—¿No va a disparar? —susurró Stiggur.
—Podría hacerlo —siseó Gaviota—. El hígado de oso es un manjar muy sabroso, especialmente el de un animal joven y de carne tan tierna. Pero tendría a una madre encima de la espalda antes de que pudiera poner otra flecha en el arco. Mira, ahí... ¿Ves?
Señaló con un dedo. Al final de una pequeña pendiente una osa que aún mostraba el pelaje espeso e hirsuto del invierno empujaba el tronco de un fresno, balanceándolo de un lado a otro en un intento de hacer caer a una marmota que se aferraba a él. Gaviota llevó al muchacho en dirección opuesta.
—Nunca ataques a un oso pardo, a menos que cuentes con una jauría de sabuesos y varios lanceros.
El muchacho le estaba mirando fijamente, pendiente de cada palabra que salía de sus labios. Gaviota se preguntó cuál sería la razón por la que los chicos siempre le seguían a todas partes. Nunca podía caminar por Risco Blanco sin tropezar con algún niño que le contemplaba con los ojos muy abiertos.