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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (86 page)

—Lo habéis hecho muy bien, muchachos —les gritó el conde Brass—. Es como en los viejos tiempos, ¿eh? ¡Cuando luchamos en toda Europa! Ahora luchamos para salvar Europa.

Hawkmoon se dispuso a decir algo, pero en ese instante lanzó un terrible grito. El casco se le cayó de las manos, que se llevó a la cabeza, con los ojos muy abiertos y una expresión de profundo dolor y horror. Se balanceó sobre la silla y habría caído al suelo de no haber sido por Oladahn, que lo sostuvo. —¿Qué os ocurre, duque Dorian? —preguntó Oladahn alarmado—. ¿Por qué gritáis, amor mío? —preguntó Yisselda, que desmontó con rapidez y ayudó a Oladahn a sostenerlo.

Hawkmoon, con los dientes fuertemente apretados y los labios pálidos, se las arregló para pronunciar unas pocas palabras:

—La… joya… La Joya Negra… me devora el cerebro. ¡El poder ha regresado!

Se volvió á tambalear y cayó entre sus brazos, con las extremidades totalmente flaccidas y el rostro terriblemente blanco. Al dejar caer las manos, poniendo al descubierto la frente, se dieron cuenta de que estaba diciendo la verdad. La Joya Negra palpitaba de nuevo, llena de vida. Había recuperado su fulgor, y brillaba ahora con malevolencia. —¡Oladahn! ¿Está muerto? —gritó Yisselda llena de pánico.

—No —contestó el pequeño hombre sacudiendo la cabeza—. Aún vive. Pero no sabría decir durante cuánto tiempo. ¡Bowgentle! ¡Sir Bowgentle! ¡Venid, rápido!

Bowgentle acudió apresuradamente y tomó a Hawkmoon entre sus brazos. No era la primera vez que había visto al duque de Colonia en aquel estado. Sacudió la cabeza, pesaroso.

—Puedo intentar prepararle un remedio temporal, pero aquí no dispongo de los materiales que tenía en el castillo de Brass.

Llenos de pánico, Yisselda y Oladahn, y más tarde el conde de Brass y D'Averc, observaron el trabajo de Bowgentle. Finalmente, Hawkmoon se agitó y abrió los ojos.

—La joya —dijo—. Soñé que estaba devorándome de nuevo el cerebro…

—Así ocurrirá si no podemos encontrar la forma de bloquear su poder con rapidez —murmuró Bowgentle —. El poder ha desaparecido por el momento, pero no sabemos cuándo regresará, ni con qué fuerza.

Hawkmoon se incorporó con un esfuerzo. Estaba pálido y apenas si se podía mantener en pie.

—Entonces, tenemos que seguir presionando a nuestros enemigos… Tenemos que seguir avanzando hacia Londra, mientras aún quede tiempo. Si es que queda tiempo.

—Sí, si queda tiempo.

15. Las puertas de Londra

Cuando los seis jinetes subieron a la cresta de la colina, a la cabeza de su caballería, las tropas formaban una ingente marea masiva ante las puertas de Londra.

Hawkmoon, enfermo por el dolor, acarició con los dedos el Amuleto Rojo. Sabía que aquello era lo único que aún le mantenía con vida, lo único que le ayudaba a contrarrestar el poder de la Joya Negra. En alguna parte de la ciudad, Kalan estaba manejando la máquina que alimentaba la vida de la joya. Para llegar hasta donde estaba Kalan tenía que apoderarse de la ciudad, tenía que destrozar a la multitud de guerreros que ahora le esperaban, con Meliadus a la cabeza.

Hawkmoon no dudó un solo instante. Sabía que no podía tener un momento de vacilación, pues ahora cada segundo de su vida era precioso. Desenvainó la rosada Espada del Amanecer y dio la orden de lanzarse a la carga.

Poco a poco, la caballería camarguiana se extendió sobre la cresta de la colina y poco después descendía la suave ladera al galope, precipitándose contra una fuerza que le superaba muchas veces en número.

Desde las filas de los granbretanianos escupieron las lanzas de fuego, contestadas a su vez por el fuego de los camarguianos. Hawkmoon juzgó que el momento era oportuno y levantó al cielo el brazo que sostenía la espada. —¡A mí la legión del Amanecer! ¡Convoco a la legión del Amanecer!

Gimió cuando el dolor pareció llenarle todo el cerebro y sintió el calor de la joya en su frente. Yisselda, junto a él, tuvo tiempo de gritar: —¿Estáis bien, amor mío?

Pero él no pudo contestarle.

Se vieron inmediatamente inmersos en lo más nutrido del combate. Los ojos de Hawkmoon se hallaban tan vidriados por el dolor que apenas si podía distinguir al enemigo, y al principio fue incapaz de ver si la legión del Amanecer se había materializado. Pero allí estaban ahora, con sus auras rosadas iluminando el cielo. Sintió que el poder del Amuleto Rojo le llenaba todo el cuerpo, sintió la lucha que libraba en su interior contra el poder de la Joya Negra, y luego, poco a poco, sintió que iba recuperando las fuerzas. Pero ¿cuánto tiempo duraría aquello?

Se encontró en medio de una masa de caballos asustados, cuyos jinetes golpeaban a su alrededor. Eran guerreros que llevaban las máscaras de la orden del Buitre, armados con mazas de mango largo cuyas cabezas mostraban protuberancias, como las garras afiladas de aves de presa. Detuvo un golpe y lanzó una estocada. Su gran espada atravesó la armadura del guerrero y se introdujo en su pecho. Se giró en la silla para asestar un fuerte tajo contra el cuello de otro enemigo. Se agachó para evitar una maza que buscaba su cabeza y atravesó a su enemigo en la ingle.

El estrépito de la lucha lo llenaba todo y los hombres combatían con frenesí, histéricos.

El aire olía a miedo y Hawkmoon pronto se dio cuenta de que aquélla era la peor batalla en la que había participado, ya que, conmocionados ante la aparición de la legión del Amanecer, los guerreros del Imperio Oscuro habían perdido los nervios y combatían salvajemente, habiendo roto sus filas y perdido el contacto con sus comandantes.

Hawkmoon sabía que iba a ser una lucha encarnizada y en la que, al final, quedarían muy pocos vivos. Empezó a sospechar que quizá no llegara a ver el final, pues el dolor de la cabeza volvía a aumentar de intensidad.

Oladahn murió sin que sus compañeros se dieran cuenta, aislado y de una forma horrible, destrozado por una docena de hachas de combate manejadas por la infantería de la orden del Cerdo.

Pero el conde Brass murió a su manera.

Se enfrentó él solo a tres barones: Adaz Promp, Nygel Holst y Saka Gerden (este último era el jefe de la orden del Toro). Lo reconocieron, no por su casco, que era sencillo, a excepción de la cresta, sino por su cuerpo y su armadura. Y se abalanzaron al unísono contra él, con las espadas en alto, dispuestos a destrozarle.

Pero el conde Brass levantó la mirada de su último oponente (que había matado a su caballo, dejándolo así desmontado), vio a los tres barones que se lanzaban con sus caballos contra él y sujetó su ancha espada de combate con ambas manos. Cuando los caballos llegaron a su altura, balanceó la espada de un lado a otro, cortándoles las patas a los caballos, de tal modo que los tres barones salieron despedidos por encima de las cabezas de los animales, cayendo sobre el barro pisoteado del campo de batalla. Allí, el conde Brass se encargó pronto de liquidar a Adaz Promp, alcanzándole con una espada cuando se hallaba en una posición muy poco digna. A continuación, sin escuchar las súplicas de Mygel Holst, le separó la cabeza de! cuerpo con un certero tajo, y despues se revolvió contra el jefe de la orden del Toro, Saka Gerden, dispuesto a enfrentarse con él.

Mientras tanto, el barón Saka había tenido el tiempo suficiente para ponerse de pie, adoptando una decente posición defensiva, aunque sacudió la cabeza varias veces ante el casco espejo del conde Brass, cegado por éste. Al ver que eso le proporcionaba una ventaja, el conde Brass se quitó el brillante casco de la cabeza y lo arrojó al suelo, dejando al descubierto su enmarañado pelo rojizo y mostrando el poblado bigote con todo el orgullo y la cólera propias de la batalla.

—Me he librado de dos de una manera poco digna —gruñó el conde—, de modo que es justo que os dé la oportunidad de luchar abiertamente conmigo.

Saka Garden se abalanzó sobre él con la ferocidad del toro de su orden, y el conde Brass se hizo a un lado justo a tiempo, oscilando la espada de forma que, al golpear con fuerza, partió en dos el casco de Saka Gerden, atravesándole también la cabeza. El conde sonrió al ver caer a su enemigo, en el preciso momento en que una lanza impulsada por un jinete de la orden de la Cabra le atravesaba limpiamente el cuello.

Incluso en ese instante, el conde Brass se volvió, arrancando la lanza de las manos de su enemigo y extendiendo la espada, que se introdujo en la garganta del guerrero, dando así, en aquel último instante, lo mismo que había recibido. Y así fue como murió el conde Brass.

Orland Fank fue el único que lo vio. Se había separado del grupo poco antes de que se iniciara la batalla, pero había vuelto a reunirse con ellos algo más tarde, produciendo considerables daños al enemigo con su hacha de combate. Vio morir al conde Brass.

Poco después de esto, las fuerzas del Imperio Oscuro, al experimentar la falta de tres de sus más importantes jefes, empezaron a reagruparse más cerca de las puertas de la ciudad, y sólo el barón Meliadus pudo impedir que retrocedieran ai otro lado de las puertas. Meliadus tenía un aspecto terrible, con su armadura negra, su casco negro de la orden del Lobo y su gran espada de combate, de hoja ancha.

Pero incluso el barón Meliadus se vio obligado a retroceder ante la presión de los pocos camarguianos supervivientes, dirigidos por Hawkmoon, Yisselda, D'Averc, Bowgentle y Orland Fank, así como por la extraña legión del Amanecer, con su peculiar lenguaje, en lucha encarnizada contra las bestias de Granbretan.

No hubo tiempo para cerrar las puertas antes de que los héroes de Camarga penetraran en la ciudad, y el barón Meliadus se dio cuenta de que, demasiado confiado una vez más en sí mismo, había subestimado el poder de Hawkmoon. Sabía que ahora ya no podía hacer nada más, excepto llamar a todos los refuerzos posibles y lograr que Kalan encontrara una forma de aumentar la fuerza vital de la Joya Negra.

Pero entonces su ánimo aumentó al ver que Hawkmoon se balanceaba en la silla, se llevaba las manos al casco plateado y parecía sufrir un gran dolor. El extraño hombre del gorro que le acompañaba le sujetó con fuerza. Después, extendió la mano hacia atrás, en busca del bulto de paño atado a la silla de Hawkmoon.

—Tratad de escucharme, ¿queréis? —le murmuró Fank a Hawkmoon—. Ha llegado el momento de utilizar el Bastón Rúnico. Ha llegado el momento de desplegar vuestra condición. Hacedlo ahora, Hawkmoon, o apenas viviréis un minuto más.

Hawkmoon sintió que la fuerza vital de la joya le devoraba el cerebro como si tuviera dentro una rata enjaulada, pero tomó el Bastón Rúnico cuando Fank se lo entregó, lo levantó en la mano izquierda y vio como las ondas y los rayos que emitía empezaban a llenar el aire que le rodeaba. —¡El Bastón Rúnico! —gritó entonces Fank—. ¡El Bastón Rúnico! ¡Luchamos por el Bastón Rúnico!

Y Fank lanzó enormes risotadas, al tiempo que los granbretanianos retrocedían, atemorizados, tan desmoralizados ahora que, a pesar de su superioridad numérica, Hawkmoon ya empezó a sentir la cercanía de la victoria.

Pero el barón Meliadus no estaba dispuesto a ser el conquistado. —¡Eso no es nada! —les gritó a sus hombres—. ¡Sólo es un objeto! ¡No puede haceros ningún daño! Adelante, idiotas… ¡Cargad contra ellos!

Pero ya era tarde. Hawkmoon, a pesar de que apenas se sostenía en la silla, logró mantener el Bastón Rúnico en alto, y así cruzó las puertas de Londra, penetrando en la ciudad donde todavía había un millón de hombres dispuestos a detenerles.

Después, como si se encontrara inmerso en un sueño, Hawkmoon condujo a su legión sobrenatural contra el enemigo, blandiendo la Espada del Amanecer en una mano y el Bastón Rúnico en la otra, conduciendo a su caballo con las rodillas.

La presión era tan sólida, rodeados por guerreros de las órdenes del Cerdo y de la Cabra, que trataban de hacerles desmontar de las sillas, que ellos apenas podían moverse. Hawkmoon vio a una de las figuras con el casco espejo luchando valerosamente contra una docena de bestias apretujadas contra su caballo, y temió que pudiera tratarse de Yisselda. Se sintió invadido por una creciente energía y se volvió, tratando de llegar hasta donde estaba su camarada, pero otro jinete con el casco espejo ya había llegado a su lado, lanzando mandobles a uno y otro lado. Hawkmoon se dio cuenta de que quien había estado en peligro no había sido Yisselda, sino Bowgentle, y que Yisselda había acudido en su ayuda.

Pero no pareció servir de nada. Bowgentle desapareció y las armas de las bestias, de los guerreros de las órdenes del Cerdo, de la Cabra y del Perro, se elevaron y descendieron por encima de su cuerpo, hasta que finalmente uno de ellos levantó un ensangrentado casco plateado… que sólo pudo sostener un instante, pues Yisselda le cortó la muñeca que sostenía el casco, convirtiendo el brazo en una fuente de sangre.

Experimentó otra oleada de dolor. Sin duda alguna, Kalan estaba aumentando la potencia de su máquina. Hawkmoon abrió la boca tratando de respirar cuando su visión se le nubló de nuevo, a pesar de lo cual consiguió protegerse contra las armas que buscaban su cuerpo, sin dejar de sostener en alto el Bastón Rúnico.

En un instante en que se le aclaró algo la visión pudo distinguir a D'Averc, que se abría paso con su caballo entre los granbretanianos, haciendo oscilar la espada en todas direcciones y dejando libre un camino ante él. Era evidente que seguía una dirección determinada. Y Hawkmoon se dio cuenta de lo que pretendía hacer D'Averc. Se dirigía al palacio… Deseaba llegar junto a la mujer que amaba, la reina Plana.

Y así fue como murió D'Averc.

De algún modo, se las arregló para llegar hasta el palacio, que seguía estando en las mismas condiciones en que lo había dejado Meliadus después de su ataque, de modo que pudo penetrar por los huecos abiertos en la muralla exterior y desmontar ante la escalera, desde donde se lanzó contra los guardias que custodiaban la puerta. Los guardias iban armados con lanzas de fuego. El sólo disponía de su espada. Se dejó caer al suelo, evitando los primeros fogonazos, que pasaron sobre su cabeza. Después, rodó para protegerse en una zanja excavada por el fluido verde de una de las burbujas de Kalan. Allí encontró una lanza de fuego, que asomó por encima del borde de la zanja y con la que disparó contra los guardias, derribándolos antes de que se dieran cuenta de lo que había sucedido.

D'Averc salió de un salto de su escondite, atravesó el umbral de la puerta abierta y echó a correr por los pasillos del interior del palacio, con las botas produciendo pesados ecos. Corrió hasta llegar ante las puertas de la sala del trono, siendo descubierto por un grupo de guardias que volvieron sus armas contra él. Pero D'Averc utilizó su propia lanza de fuego, derribando a sus enemigos, aunque fue ligeramente alcanzado en el hombro derecho. Después, abrió las puertas con un crujido y miró en el interior de la sala del trono. Allá lejos, al fondo, estaba la tarima, pero no pudo ver a Plana en ella. Por lo demás, el gran salón estaba vacío.

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