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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (82 page)

—De modo que tienen planes de regresar —musitó Hawkmoon—. Pero me pregunto por qué se marcharon. —¿Algún enemigo invasor, quizá? —sugirió Bowgentle acariciando la frente de la muchacha.

—Eso es lo que supongo…, pero no parece encajar —dijo Hawkmoon con un suspiro—. Es algo misterioso y terrible de lo que sabemos muy poco.

Se escuchó un golpe suave en la puerta y D'Averc entró en la estancia.

—Ha venido a vernos un viejo amigo, Hawkmoon. —¿Un viejo amigo? ¿Quién?

—El hombre de las islas Orkney…, Orland Fank.

—Quizá él pueda explicárnoslo —dijo Hawkmoon levantándose.

Mientras se dirigía hacia la puerta, Bowgentle dijo con suavidad:

—La muchacha ha muerto, duque Dorian.

—Ha muerto sabiendo que la vengaremos —replicó éste con sencillez, y abandonó la estancia para descender la escalera que conducía al salón.

—Estoy de acuerdo, amigo, algo se está cociendo —dijo Oriand Fank dirigiéndose al conde Brass, mientras ambos permanecían junto al fuego de la chimenea. Levantó la mano a modo de saludo en cuanto vio a Hawkmoon —. Y vos, duque Dorian, ¿cómo estáis?

—Bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. ¿Sabéis por qué razón se están marchando las legiones, maese Fank?

—Le estaba comentando al conde Brass que yo no…

—Ah, y yo que os creía omnisciente, maese Fank.

El hombre sonrió, quitándose el gorro para limpiarse la cara con él.

—Aún necesito tiempo para reunir información, y he estado bastante ocupado desde que abandonasteis Dnark. He traído regalos para todos los héroes del castillo de Brass.

—Sois muy amable.

—No son míos, comprendedlo, sino de… bueno, supongo que del Bastón Rúnico. Os los entregaré más tarde. Podríais pensar que tienen muy poca utilidad práctica, pero en la lucha contra el Imperio Oscuro resulta difícil saber lo que es práctico y lo que no. —¿Qué habéis descubierto en vuestro recorrido a caballo? —le preguntó Hawkmoon a D'Averc.

—Más o menos lo mismo que vos —contestó éste—. Pueblos arrasados, con sus habitantes asesinados apresuradamente. Señales de una partida precipitada de las tropas. Supongo que todavía quedarán algunas guarniciones en las ciudades más grandes, pero que estarán muy pobremente dotadas, compuestas sobre todo de artillería.

Pero no queda nada de caballería.

—Esc parece una locura —murmuró el conde Brass.

—Si estuvieran locos podrían sacar ventaja de su falta de racionalidad —comentó Hawkmoon con una sonrisa burlona.

—Bien dicho, duque Dorian —intervino Fank poniendo una mano sobre su hombro—. Y ahora, ¿puedo traer los regalos?

—Desde luego, maese Fank.

—Prestadme a un par de sirvientes para que me ayuden, pues hay seis y son bastante pesados. Lo he traído todo en dos caballos.

Pocos momentos después entraron los sirvientes, cada uno de ellos sosteniendo dos objetos envueltos, uno en cada mano. El propio Fank traía los otros dos. Los dejó sobre las losas del suelo, a sus pies.

—Abridlos, caballeros.

Hawkmoon se inclinó y apartó la tela que envolvía uno de los regalos. Parpadeó ante la luz que le dio en los ojos, y vio su propio rostro reflejado perfectamente. Se sintió extrañado, apartando el resto de la tela para contemplar con asombro el objeto que tenía ante sí. Los demás también murmuraban, sorprendidos.

Aquellos objetos eran cascos de combate, diseñados para cubrir toda la cabeza y el resto de los hombros. El metal de que estaban hechos no les era conocido, pero estaba pulido del modo más exquisito, como el mejor espejo que Hawkmoon hubiera visto jamás.

A excepción de dos ranuras para los ojos, la parte frontal de los cascos era completamente lisa, sin decoración de ninguna especie, de tal modo que quien los mirara de frente vería perfectamente reflejada en ellos su propia imagen. La parte posterior estaba hecha del mismo metal y mostraba una sencilla decoración, lo que indicaba que aquellos cascos eran el producto de alguien con mayores capacidades que un simple artesano. De pronto, Hawkmoon comprendió lo útiles que podrían ser en medio de una batalla, pues el enemigo se sentiría desconcertado al ver su propio reflejo, y tendría la impresión de estar luchando contra sí mismo. Hawkmoon se echó a reír estentóreamente. —¡El que inventó esto tiene que haber sido un genio! —exclamó —. Son los cascos más exquisitos que he visto jamás.

—Probároslos —dijo Fank con una sonrisa burlona—. Ya veréis lo bien que encajan.

Representan la respuesta del Bastón Rúnico a las máscaras bestiales del Imperio Oscuro. —¿Cómo sabremos cuál es el de cada cual? —preguntó el conde Brass.

—Lo sabréis —contestó Fank—. Es el que acabáis de abrir. El que tiene la cresta con el color del latón.

El conde Brass sonrió y levantó el casco para ponérselo sobre los hombros. Hawkmoon le miró y vio su propio rostro reflejado en él, con la opaca Joya Negra en el centro de su frente, mirándose a sí mismo con una divertida expresión de sorpresa. Hawkmoon tomó su propio casco y se lo puso sobre la cabeza. El suyo tenía una cresta dorada. Ahora, al volverse para mirar al conde Brass pareció al principio que el casco del conde no reflejaba nada, hasta que se dio cuenta de que emitía una infinidad de reflejos.

Los demás se pusieron sus respectivos cascos. El de D'Averc tenía una cresta azul, mientras que la de Oladahn era escarlata. Todos ellos rieron con placer.

—Un gran regalo, maese Fank —dijo Hawkmoon quitándose su casco—. Un regalo excelente. Pero ¿y esos otros dos cascos? —¡Ah! —exclamó Fank sonriendo misteriosamente —. Ah, sí…, serán para aquellas dos personas que los deseen—. ¿Vos mismo?

—No, no son para mí… Debo admitir que yo tiendo a desdeñar la armadura. Me resulta bastante incómoda y con ella puesta tengo dificultades para manejar mi vieja hacha de combate —dijo y se llevó el dedo gordo hacia la espalda, donde llevaba el hacha sujeta por una cuerda.

—Entonces, ¿para quiénes son esos dos cascos? —repitió la pregunta el conde Brass quitándose el suyo.

—Lo sabréis cuando lo sepáis —dijo enigmáticamente Fank—. Y entonces os parecerá de lo más evidente. ¿Cómo les van las cosas a las gentes del castillo de Brass? —¿Os referís a los aldeanos de la colina? —replicó Hawkmoon —. Bueno, algunos de ellos murieron a causa de aquellas terribles campanadas que nos obligaron a regresar a nuestra propia dimensión. Se han desmoronado unos pocos edificios, pero en general todos han sobrevivido bastante bien, incluyendo a toda la caballería camarguiana que nos quedaba.

—Unos quinientos hombres —añadió D'Averc—. Ése es todo nuestro ejército. —¡Ah! —exclamó Fank dirigiendo una mirada de soslayo al francés—. Ah. Bueno, tengo que marcharme para ocuparme de mis asuntos. —¿Y qué asuntos son esos, maese Fank? —preguntó Oladahn.

—En las islas Orkney, amigo mío, no le hacemos a nadie esa clase de preguntas —contestó Fank con una sonrisa juguetona.

—Gracias por los regalos —dijo Oladahn con una inclinación—. Y os ruego que disculpéis mi curiosidad.

—Acepto vuestras disculpas —replicó Fank.

—Antes de que os marchéis, maese Fank, os doy las más efusivas gracias en nombre de todos por los regalos que nos habéis hecho —dijo el conde Brass—. ¿Podemos molestaros haciéndoos una última pregunta?

—En mi opinión, todos os sentís inclinados a hacer demasiadas preguntas —replicó Fank—. Nosotros, los de las islas Orkney, somos un pueblo muy reservado. Pero preguntad, amigo mío, y haré todo lo posible por contestaros, si es que la pregunta no es demasiado personal, claro. —¿Sabéis cómo se hizo añicos la máquina de cristal? —preguntó el conde Brass—. ¿Cuál fue la causa?

—Supongo que lord Taragorm, jefe del palacio del Tiempo, en Londra, descubrió los medios para romper vuestra máquina una vez que descubrió cuál era su fuente. Dispone de muchos textos antiguos en los que se pueden aprender esas cosas. Sin duda alguna, construyó un reloj cuyas campanadas serían capaces de viajar a través de las dimensiones, y de alcanzar tal volumen de sonido que pudiera romper todos los objetos de cristal. Según creo, ése fue el remedio empleado por los enemigos del pueblo de Soryandum que os entregó esa máquina.

—De modo que ha sido el Imperio Oscuro el que nos ha hecho regresar —observó Hawkmoon —. Pero si ha sido así, ¿por qué no se han quedado para esperarnos?

—Quizá porque ha estallado algún tipo de crisis doméstica —contestó Orland Fank—.

Ya veremos. Adiós, amigos míos. Tengo la sensación de que volveremos a encontrarnos muy pronto.

5. Cinco héroes y una heroína

Cuando las puertas se cerraron detrás de Fank, Bowgentle descendió la escalera con una expresión extraña en su amable semblante. Caminó con rapidez. Sus ojos mostraban una mirada distante. —¿Qué ocurre, Bowgentle? —preguntó el conde Brass con preocupación, adelantándose para tomar a su viejo amigo por el brazo—. Parecéis alterado.

Bowgentle negó con un movimiento de cabeza.

—No alterado…, sino decidido. He tomado una decisión. Hace muchos años que no tomo entre mis manos un arma mayor que una pluma, ni soporto nada más pesado que algún que otro difícil problema de filosofía. Ahora portaré armas para marchar contra Londra. Cabalgaré con vos cuando os pongáis en marcha contra el Imperio Oscuro.

—Pero Bowgentle —intervino Hawkmoon—, vos no sois guerrero. Nos reconfortáis, nos sostenéis con vuestra amabilidad y sabiduría. Todas esas cosas nos proporcionan fortaleza y nos son tan útiles como cualquier camarada armado hasta los dientes.

—Sí…, pero esta lucha será la definitiva. Se librará a vida o muerte —le recordó Bowgentle—. Si no regresáis, tampoco tendréis necesidad de mi sabiduría… Y si regresáis, mostraréis muy poca inclinación a buscar mis consejos, porque seréis los hombres que habréis quebrado el poder del Imperio Oscuro. De modo que tomaré la espada. Uno de esos maravillosos cascos brillantes me vendrá bien. Preferiría el que tiene la cresta negra.

Todos se apartaron cuando Bowgentle avanzó, se inclinó y cogió el casco que había elegido. Se lo puso con lentitud sobre la cabeza. Le ajustaba a la perfección. Y reflejado en el casco, todos pudieron ver lo mismo que veía Bowgentle: sus propios rostros, con expresiones de admiración y burla a un tiempo.

D'Averc fue el primero en adelantarse hacia él, con la mano extendida.

—Muy bien, Bowgentle. Será un verdadero placer cabalgar con alguien con un humor tan sofisticado como el vuestro. ¡Para variar!

—De acuerdo —asintió Hawkmoon—. Si lo deseáis así, Bowgentle, todos nos sentiremos muy felices de teneros a nuestro lado. Pero, entonces, me pregunto para quién estará destinado el otro casco.

—Es para mí.

La voz sonó baja, pero firme. Y era dulce. Hawkmoon se volvió con lentitud para mirar fijamente a su esposa.

—No, no es para vos, Yisselda… —¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Bueno…

—Miradlo… El casco con la cresta blanca. ¿No es acaso algo más pequeño que los otros? ¿No es adecuado para un muchacho… o para una mujer?

—En efecto —admitió Hawkmoon de mala gana—. ¿Y acaso no soy la hija del conde Brass?

—Sí, claro. —¿Y no puedo cabalgar con vos como cualquiera?

—Podéis. —¿Y acaso no luché en la arena cuando era una muchacha… y gané honores allí? ¿Y no me entrené con los guardias de Camarga en el manejo del hacha, la espada y la lanza de fuego? ¿Qué decís, padre?

—Es cierto, destacó bastante en todos esos ejercicios —dijo el conde Brass con orgullo—. Pero destacar en el manejo de las armas no es todo lo que se requiere de un guerrero… —¿Pensáis que no soy tan fuerte?

—Bueno… para ser una mujer… —contestó el señor del castillo de Brass—. Tan suave y fuerte como la seda, creo que dijo de vos un poeta local —y miró con una sonrisa burlona a Bowgentle, que se ruborizó—. ¿Creéis que me falta nervio? —siguió preguntando Yisselda con una mirada refulgente en la que se mezclaban el desafío y el buen humor.

—No… En cuanto a nervio, tenéis más que suficiente —replicó Hawkmoon—. ¿Valor? ¿Me falta valor?

—No hay nadie más valerosa que vos, hija mía —admitió el conde Brass.

—En tal caso, ¿qué cualidades tiene un guerrero que a mí me falten?

Hawkmoon se encogió de hombros y terminó por admitir:

—Ninguna, Yisselda…, sólo que sois una mujer y… y…

—Y las mujeres no luchan. Simplemente se quedan en casa, junto al fuego, llorando a sus seres queridos muertos, ¿no es eso?

—O dándoles la bienvenida cuando regresan…

—En efecto. Pues bien, yo no tengo paciencia para quedarme a la espera de que esas cosas sucedan. ¿Por qué iba a quedarme esperando en el castillo de Brass? ¿Quién me protegería entonces?

—Dejaremos guardias.

—Unos pocos guardias… soldados que necesitaréis en vuestra batalla. Sabéis muy bien que querréis tener con vos a todos los hombres disponibles.

—Sí, eso es cierto —admitió Hawkmoon—. Pero hay otro factor a tener en cuenta, Yisselda. ¿Olvidáis que estáis embarazada?

—No lo olvido. Llevo a nuestro hijo en mi seno. De acuerdo, y lo seguiré llevando en la batalla, porque si somos derrotados no le quedará nada que heredar, salvo el mayor de los desastres… Y si ganamos, entonces conocerá el escalofrío que produce la victoria, incluso antes de venir a este mundo. Yo no seré la viuda de Hawkmoon, ni llevaré en mi seno al hijo huérfano de Hawkmoon. Aquí, a solas en el castillo, no estaré a salvo, Dorian.

Cabalgaré con vos.

Se dirigió hacia donde estaba el reluciente casco con la cresta blanca, se inclinó y lo tomó entre sus manos. Se lo puso sobre la cabeza y abrió los brazos con un gesto de triunfo. —¿Lo veis? Me encaja perfectamente. Es evidente que ha sido hecho para mí.

Cabalgaremos juntos, los seis, y dirigiremos a los camarguianos contra el masivo poder del Imperio Oscuro… Cinco héroes y…, así lo espero… una heroína.

—Que así sea —murmuró Havvkmoon dirigiéndose hacia su esposa para abrazarla—.

Que así sea.

6. Un nuevo aliado

Los guerreros de las legiones del Lobo y del Buitre se habían abierto paso desde el continente y ahora llegaban en masa a Londra. Pero también llegaban los de las órdenes de la Mosca, la Rata, la Cabra y el Perro, así como todas las demás bestias sangrientas de Granbretan.

Desde una torre elevada que había convertido ahora en su cuartel general, Meliadus de Kroiden contempló su llegada, entrando por todas las puertas al mismo tiempo que luchaban sin descanso. Uno de aquellos grupos le llamó la atención y forzó la vista para verlos mejor. Se trataba de un gran destacamento de tropas que cabalgaba bajo un estandarte de rayas negras y blancas, indicando con ello su neutralidad en el conflicto.

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