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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (83 page)

Ahora le fue más fácil distinguir el estandarte que ondeaba al lado.

Meliadus frunció el ceño.

El estandarte correspondía a Adaz Promp, gran jefe de la orden del Perro. Aquella bandera de neutralidad, ¿significaba que aún no había decidido de qué lado luchar? ¿O acaso significaba que planeaba llevar a cabo un complicado truco? Meliadus se frotó los labios, pensativo. Si contara con la ayuda de Adaz Promp no tardaría en poder lanzar un asalto contra el palacio. Extendió la mano y tomó el casco de lobo, acariciando la cabeza de metal.

Durante los últimos días, a medida que la batalla de Londra llegaba a un callejón sin salida, Meliadus fue adquiriendo una actitud cada vez más meditabunda…, tanto más en cuanto que no estaba seguro de que el invento de Taragorm hubiera tenido éxito en su esfuerzo por traer el castillo de Brass a esta dimensión. El buen humor experimentado al principio, basado en el éxito inicial de su lucha, se había visto sustituido por el nerviosismo, resultado de varias incertidumbres.

La puerta se abrió. Automáticamente, Meliadus se puso el casco, al tiempo que se volvía.

—Ah, sois vos. Flana. ¿Qué queréis?

—Taragorm está aquí.

—Taragorm, ¿eh? Seguramente, tiene algo positivo que comunicarme.

La máscara de reloj apareció tras la máscara de garza real de Plana.

—Esperaba que fuerais vos el que tuviera noticias positivas, hermano —dijo Taragorm con acides—. Después de todo, no hemos hecho grandes progresos en los últimos días.

—Los refuerzos están llegando —dijo Meliadus con un tono petulante, haciendo con la mano un gesto en dirección a la ventana—. Los lobos y los buitres entran en la ciudad…, e incluso algunos hurones.

—Sí…, pero también le llegan refuerzos a Huon…, y parece ser que en mayor número que los nuestros.

—Kalan no tardará mucho en tener preparadas esas nuevas armas —comentó Meliadus, a la defensiva—. Eso nos proporcionará ventaja.

—Si es que funcionan —replicó Taragorm con sorna—. Empiezo a preguntarme si no habré cometido un fatal error al unirme a vos.

—Ahora ya es demasiado tarde, hermano. No debe haber peleas entre nosotros, ya que en tal caso estamos perdidos.

—En efecto, es demasiado tarde, lo admito. Ocurra lo que ocurra, estaremos condenados si Huon gana la partida.

—Huon no la ganará.

—Necesitamos un millón de hombres para atacar el palacio con garantías de éxito.

—Encontraremos a ese millón de hombres. Si pudiéramos hacer algún pequeño progreso, habría otros que se pondrían de nuestro lado.

Taragorm ignoró este último comentario y se volvió hacia Plana.

—Es una vergüenza, Plana. Habríais sido una reina muy hermosa…

—Aún será reina —dijo Meliadus salvajemente, conteniéndose para no golpear a Taragorm—. ¡Vuestro pesimismo roza la traición, Taragorm! —¿Y pretendéis matarme por mi traición, hermano? ¿A pesar de todos mis conocimientos? Sólo yo conozco todos los secretos del tiempo.

—Claro que no os mataré —dijo Meliadus encogiéndose de hombros—. Dejemos de discutir y concentrémonos en conquistar el palacio.

Aburrida por aquella discusión inútil, Plana abandonó la estancia.

—Tengo que ver a Kalan —dijo Meliadus—. Ha sufrido un revés y ha tenido que trasladar todo su equipo a otro lugar, viéndose obligado a hacerlo con rapidez. Vamos, Taragorm, iremos juntos a visitarle.

Llamaron a sus literas respectivas, se acomodaron en ellas y los esclavos les transportaron a lo largo de pasillos débilmente iluminados y rampas retorcidas hasta llegar a las habitaciones que Kalan había adaptado como laboratorios. Una puerta se abrió y un calor hediondo les golpeó los cuerpos. Meliadus pudo sentirlo incluso a través de la máscara. Tosió al abandonar la litera y se dirigió hacia la cámara donde estaba Kalan, con su escuálido cuerpo desnudo de cintura para arriba y con la máscara puesta sobre la cabeza, supervisando a los atareados científicos que trabajaban para él y que llevaban máscaras de serpiente. —¿Qué queréis? —les preguntó Kalan con impaciencia—. ¡No tengo tiempo para conversaciones!

—Nos preguntábamos qué progresos habríais hecho, barón —dijo Meliadus casi gritando por encima de los ruidos estridentes.

—Confío en que sean buenos progresos. Las instalaciones son ridiculamente primitivas. El arma ya casi está preparada.

Taragorm observó la maraña de tubos e hilos de la que surgían todos los ruidos, el calor y el mal olor. —¿Eso es un arma?

—Lo será, lo será. —¿Y qué hará?

—Traedme hombres para que la pueda montar en el tejado y os lo demostraré dentro de unas pocas horas.

—Muy bien —asintió Meliadus—. ¿Sois consciente de la gran cantidad de cosas que dependen de vuestro éxito, Kalan?

—Sí, soy muy consciente. Estoy empezando a maldecirme a mí mismo por haberme unido a vos, Meliadus, pero ahora estoy con vos y lo único que puedo hacer es continuar.

Por favor, dejadme ahora… Os enviaré un mensaje en cuanto el arma esté preparada.

Meliadus y Taragorm retrocedieron caminando por los pasillos, con los esclavos siguiéndoles y portando las literas vacías.

—Confío en que Kalan no se haya vuelto loco —dijo Taragorm con frialdad—. Porque, en caso contrario, ese artilugio podría destruirnos a todos.

—O no destruir nada —añadió Meliadus con pesimismo—. ¿Quién es ahora el pesimista, hermano?

Al regresar a sus habitaciones, Meliadus descubrió que tenía un visitante. Se trataba de un hombre grueso, vestido con una vistosa armadura cubierta de seda, con un casco de vivos colores que representaba un perro salvaje y burlón.

—Es el barón Adaz Promp —dijo Plana Mikosevaar, surgiendo de otra habitación—.

Llegó poco después de que vos salierais, Meliadus.

—Barón —saludó Meliadus inclinándose formalmente—. Me honráis con vuestra visita.

Desde el interior de su casco, Adaz Promp emitió una voz de tonos suaves. —¿Cuál es el problema, Meliadus? ¿Cuáles son los objetivos?

—El problema… nuestros planes de conquista. En cuanto a los objetivos…, consisten en poner en el trono de Granbretan a un monarca mucho más racional. Alguien capaz de respetar el consejo de guerreros experimentados como nosotros.

—Querréis decir que respete vuestros consejos —se burló Promp —. Bien, debo admitir que os creí un loco a vos, no a Huon. Sobre todo cuando, por ejemplo, perseguíais esa salvaje venganza contra Hawkmoon y el castillo de Brass. Sospeché que sólo estabais motivado por el placer y la venganza particular—. ¿Y ya no lo creéis así?

—No me importa. Empiezo a compartir vuestra opinión de que ese hombre representa el mayor peligro para Granbretan, y de que debería ser exterminado antes de dedicarnos a pensar en cualquier otra cosa. —¿Y por qué habéis cambiado de opinión, Adaz? —preguntó Meliadus inclinándose hacia adelante con avidez—. ¿Por qué? ¿Disponéis de alguna prueba que yo no conozca?

—Se trata más bien de una sospecha —contestó Adaz Promp con lentitud—. Un indicio por aquí, otro por allá. —¿Qué clase de indicios?

—Por ejemplo, un barco que encontramos y abordamos en el mar del Norte, cuando regresábamos de Scandia en respuesta a la llamada de nuestro emperador. Un rumor procedente de Francia. Nada más. —¿Qué hay de ese barco? ¿Qué barco era?

—Uno como esos que están anclados en el río… con ese extraño artilugio en la popa y sin velas. Estaba muy maltrecho y se encontraba a la deriva. Sólo había dos hombres a bordo, y ambos estaban heridos. Murieron antes de que pudiéramos trasladarlos a nuestro propio barco.

—El barco de Shenegar Trott, procedente de Amarehk.

—Sí…, eso fue lo que nos dijeron.

—Pero eso ¿qué tiene que ver con Hawkmoon?

—Parece ser que se encontraron con Hawkmoon en Amarehk, y que ambos hombres fueron heridos por éste en una sangrienta batalla librada en una ciudad llamada Dnark.

Según estos hombres, el motivo de la lucha fue el propio Bastón Rúnico… y no estaban delirando.

—Y Hawkmoon ganó la pelea.

—Así fue, en efecto. Había mil hombres, según se nos dijo. Eran los hombres de Trott, y sólo se enfrentaron contra cuatro, incluyendo al propio Hawkmoon. —¡Y Hawkmoon ganó!

—En efecto…, ayudado por guerreros sobrenaturales según explicó el que vivió más tiempo y fue capaz de contar la historia. Todo ello me suena a media verdad mezclada con fantasía, pero lo que sí está claro es que Hawkmoon derrotó a una fuerza muy superior en número y que él mismo fue el que mató a Shenegar Trott. Parece ser que dispone de ciertos poderes científicos de los que nosotros sabemos muy poco. Eso es algo que queda confirmado por la forma en que escaparon de nuestras garras la última vez. Lo que se relaciona con la segunda historia, contada por uno de vuestros lobos, mientras nos dirigíamos a Londra. —¿De qué se trata?

—Oyó decir que el castillo de Brass había reaparecido, que Hawkmoon y los demás se apoderaron de una ciudad situada al norte de Camarga y destruyeron a todos los nuestros que había allí, ocupándola. Sólo es un rumor, y resulta difícil de creer. ¿Dónde podría haber conseguido reclutar Hawkmoon un ejército en tan poco espacio de tiempo?

—Esa clase de rumores son bastante habituales en momentos de guerra —musitó Meliadus—, pero es posible que sea así. Entonces, ¿creéis ahora que Hawkmoon representa para nosotros un peligro mucho mayor de lo que se empeña en creer Huon?

—Sólo es una suposición… pero creo que está bien sustentada. No obstante, me siento motivado por otras consideraciones, Meliadus. Creo que cuanto antes terminemos con esta lucha, tanto mejor para todos, puesto que si Hawkmoon dispone de un ejército, reclutado quizá en Amarehk, será mejor que lo eliminemos cuanto antes. Estoy con vos, Meliadus. Puedo poner a vuestra disposición a medio millón de guerreros de la orden del Perro en el término de un día. —¿Disponéis de los suficientes como para apoderaros del palacio con los que están a mi mando?

—Es posible, siempre y cuando tengamos cobertura de la artillería.

—La tendréis. —¡Oh, barón Adaz! —exclamó Meliadus estrechándole la mano—, creo que mañana mismo la victoria será nuestra.

—Pero me pregunto cuántos de nosotros quedarán con vida para verla —comentó Promp—. Apoderarse del palacio nos costará unos cuantos miles de vidas…, incluso es posible que unos pocos cientos de miles.

—Habrá valido la pena, barón, creedme. Habrá valido la pena.

Meliadus sintió que recuperaba su optimismo ante la perspectiva de la victoria sobre Huon, pero sobre todo ante la posibilidad de volver a enfrentarse pronto contra Hawkmoon y su poder…, particularmente si Kalan lograba descubrir por fin un medio de reactivar la Joya Negra, tal y como le había prometido.

7. La batalla por el palacio de Huon

Meliadus observó a los hombres dedicados a montar el extraño armatoste en el tejado de su cuartel general. Se hallaban muy por encima de las calles y cerca del palacio, desde donde les llegaba el estrépito de la lucha. Promp aún no había lanzado a sus hombres al combate, pero esperaba ver qué era capaz de hacer la máquina de Kalan, antes de dirigir un ataque abierto contra las puertas del palacio. El enorme edificio parecía capaz de resistir cualquier ataque…, como si pudiera sobrevivir incluso al fin del mundo.

Se elevaba en el cielo, un piso sobre otro, con un aspecto magnífico. Estaba flanqueado por cuatro enormes torres que brillaban con una peculiar luz dorada y en las que se veían grotescos bajorrelieves, que representaban la pasada gloria de Granbretan, reluciendo con vivos colores, protegidos por gigantescas puertas de acero de casi diez metros de espesor. El palacio parecía contemplar despreciativamente a las dos facciones enfrentadas.

Incluso el propio Meliadus experimentó sus dudas, aunque momentáneas, al contemplarlo. Después, dirigió su atención al arma de Kalan. De la gran masa de hilos y tubos surgía un gran tubo, como si fuera la campana de una monstruosa trompeta. La boca de ese tubo estaba dirigida hacia los muros del palacio, abarrotados con hordas de soldados, la mayoría de ellos pertenecientes a la orden de la Mantis, la del Cerdo y la de la Mosca. Fuera de la ciudad, las filas de otras órdenes se estaban preparando para lanzarse al asalto contra las fuerzas de Meliadus, cayendo sobre su retaguardia. El barón sabía que el factor tiempo era un elemento crucial, que si lograba conquistar las puertas de acceso al palacio, podía confiar en que los demás se pusieran de su lado.

—Está preparado —le dijo Kalan.

—Entonces, utilizadlo —gruñó Meliadus—. Utilizadlo contra las tropas que ocupan las murallas.

Kalan asintió y sus serpientes cargaron el arma. Kalan avanzó entonces y colocó la mano sobre una gran palanca. Elevó el rostro enmascarado hacia los cielos lúgubres, como en una oración, y bajó la palanca.

La máquina tembló. De ella se elevó una gran humareda de vapor. Se estremeció y rugió, y de la boca del cañón surgió una gigantesca burbuja verde y pulsante que desprendía un gran calor. Aquella cosa se separó de la boca del arma y empezó a moverse con lentitud, bajando hacia las murallas del palacio.

Fascinado, Meliadus la vio derivar en el aire, llegar hasta las murallas del palacio y posarse sobre un grupo de guerreros. Escuchó con satisfacción los gritos de agonía al quedar envueltos en aquella materia verde y caliente, y después se desvanecieron por completo. La bola de calor verde empezó a girar con lentitud a lo largo de la muralla, absorbiendo en ella a sus presas humanas hasta que, de pronto, estalló y un líquido verde se deslizó por los muros formando corrientes viscosas.

—Se ha roto. ¡No funciona! —exclamó Meliadus lleno de rabia.

—Paciencia, Meliadus —gritó Kalan. Sus hombres volvieron a cargar el arma y elevaron la boca unos cuantos grados —. ¡Observad!

Volvió a bajar la palanca, la máquina se estremeció de nuevo, siseó, emitió humo y luego, poco a poco, otra gigantesca burbuja verde se fue formando en su boca. La burbuja se dirigió después hacia la muralla, rodó sobre otro grupo de hombres y, tras haberlos hecho desaparecer, siguió su camino. Esta burbuja rodó durante más tiempo, hasta que apenas si quedó un solo guerrero sobre las almenas de las murallas, antes de explotar.

—Ahora enviaremos una por encima de la muralla —dijo Kalan con una sonrisa, bajando una vez más la palanca.

Ahora ya no perdía el tiempo. En cuanto surgía una burbuja del cañón del arma, sus hombres preparaban inmediatamente el artefacto para enviar otra, hasta que hubieron lanzado ya todo un grupo de burbujas gigantescas por encima de las murallas, para que cayeran sobre el patio que había más allá. Trabajó furiosamente, absorbido por completo en su tarea, mientras la máquina se estremecía, siseaba y emitía un calor casi insoportable. —¡Esa mezcla lo corroerá todo! —gritó Kalan con excitación—. ¡Todo! —Se detuvo un momento y señaló—: ¡Mirad lo que les está haciendo a las murallas!

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